Gadir
272 páginas
2005
Al fin.
Llevaba ya un tiempo queriendo leer este libro de Buzzati (con una t) y merced a una onomástica reciente, la mía, me han caído en gracia un aluvión de libros, no digitales, así que estoy gozoso y exultante, aunque si me tocan los hue… me pongo insultante.
Para hablar de El desierto de los Tártaros (publicado por Gadir, editorial que va traduciendo y publicando poco a poco muchas obras de Buzzati) me veo en la obligación de explayarme acerca del argumento, así que todo esto, sea lo que fuera, es un spoiler de cabo a rabo, avisado(s) quedá(i)s.
Quizá sea bueno dejar reposar ciertos libros, decantarlos poco a poco en la memoria, pero si hago esto luego no me acuerdo de la mitad de lo que he leído y las sensaciones buenas o malas se pierden, así que mejor entrar a matar en caliente.
El protagonista de esta historia es Giovanni Drogo un joven militar quien una vez que aprueba los exámenes, entra en el ejército, como oficial y es destinado a la Fortaleza. Aquello ya pinta de forma misteriosa. Camino de la misma, a lomos de un caballo, Drogo se las ve y se las desea para dar con ella, pregunta a los parroquianos y nadie sabe de su existencia. Cuando ya estamos al borde de pensar que todo es una broma, la Fortaleza (infernal) aparece en el horizonte. Antes de llegar a la misma Drogo disfruta, es un decir, de la compañía de otro militar, un tal Ortiz que va camino de la misma.
Cuando Drogo llega a la Fortaleza según asoma el morro tras los muros ya está pensando en marcharse, porque aquello le parece un castigo, un coñazo monumental. Entre una cosa y otro le vienen a decir que como mínimo cuatro meses debe estar pudriéndose por allí y luego podrá coger la puerta e irse a la ciudad de la que vino, si es esa su voluntad.
El caso es que a Drogo le pasa lo que a casi todo ser humano (no a todos afortunadamente), que al ser un ser de adaptación y no de transformación, decide adaptarse a las costumbres de la Fortaleza, a los ruidos de las cisternas, al paisaje desolado, a las partidas de cartas, al paso de las estaciones, al tedio como estado vital. Y una vez que le coge el gusto a todo eso, no quiere, ni puede ya, prescindir de todo aquello. Y los cuatro meses se convierten en 48 meses y ahí sigue Drogo, echando alguna cana al aire en alguna población vecina, dilapidando su vida, esperando al Enemigo, a los Tártaros, al Ejército del Norte, el cual nunca acaba de llegar.
Cuando el relato se remansa, y me comienzo a amodorrar, Buzzati, me despereza primero con la muerte de un militar que sale de la Fortaleza buscando su equino y luego al no saberse la contraseña recibe unos balazos por parte de un disciplinado compañero y mejor tirador, regresando con los pies por delante. Más tarde, en otra excursión fuera de la Fortaleza, al ir al plantar una banderín en una cima, cae la nevada padre y uno de los militares, terco como una mula muere de frío, a la intemperie.
A fin de que el periplo de Drogo por la Fortaleza no nos resulte aburrido a más no poder, a modo de contrapunto, Drogo obtiene cada mucho tiempo permisos y regresa entonces a la ciudad, y comprueba que sus amigos no le echan de menos, que su madre se ha habituado a su ausencia y que la chica por la que bebía los vientos antes de partir, toda vez que la tiene frente a sí, constata que entre ellos hay un abismo, que la complicidad ha desaparecido, y que ahora la cortesía ha reemplazado la camaradería. Así que Drogo deja la ciudad con el rabo entre las piernas y vuelva a su Fortaleza, donde podrá seguir perdiendo el tiempo, ascendiendo en la jerarquía castrense, por el mero hecho de esperar, sí, siempre en estado de espera.
Y así pasan los años y las décadas y cuando finalmente parece que aquello se anima, que hay movimiento de militares frente a la Fortaleza, que se va a liar la Marimorena, a Drogo le obligan a dejar el recinto, pues debido a su estado de salud (está pachucho), no sería de ninguna ayuda.
Drogo pasa entonces de esperar al enemigo durante más de tres décadas a esperar la muerte, una muerte heroica en todo caso, exiliado, en soledad, sin nadie que cante sus gestas heroicas, su vida de sacrificio, entrega y abnegación.
El libro presenta una historia tan absurda y surrealista que te llega a poner los pelos de punta, porque ese absurdo que describe con maestría Buzzati es real, existe y son muchos los que se pasan la vida esperando -ora un enemigo, ora un referendum, ora un advenimiento-, y así se les va la vida, en un visto y no visto, esperando, contemplando una vida que ante sus ojos no es otra cosa que un río seco.
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