Franck Maubert, que abordó en La última modelo la figura de Giacometti, hace ahora lo propio con Francis Bacon (1909-1992), pintor con el que se entrevistó varías veces y cuyas conversaciones son las que Maubert plasma sobre el papel.
Es de agradecer la concisión de Maubert. Sus preguntas van al grano y Bacon a su vez replica sin irse por las ramas, de tal manera que nos enteramos -de un manera muy epidérmica- de que fue autodidacta, de su trabajo como decorador, su preferencia por las películas de Buñuel, Antonioni, Godard, de la conmoción que le supuso ver las obras de Picasso, que le animaron a coger un pincel, su mala relación con su padre, la exención de hacer el servicio militar por sufrir de asma, su desapego por el dinero, sus lecturas de poetas como Yeats, y de dramaturgos como Shakespeare o Lorca, su escaso interés por la música, su necesidad de pintar, de crear «una necesidad absoluta que borra todo lo demás». Bacon manifiesta su pasión por leer y se pregunta ¿puede imaginar la vida sin literatura? ¿Sin los libros? Son una fuente fabulosa, un pozo para la imaginación. Bacon es un apasionado también de los cuadros de Velázquez, Van Gogh, Rembrandt. Antes de su muerte Bacon fue el primer occidental que llegó a exponer en la Unión Soviética -en una galería moscovita-, y llegó a ser considerado el más grande los pintores vivos, según el catálogo de la Tate Gallery en una retrospectiva de su obra.
Maubert, después de las entrevistas, en un microensayo relaciona al Bacon filósofo y al Bacon pintor, ligando las teorías de la materia de uno con los cuadros de la carne del otro, con quien este último parece tener una remota relación de parentesco. Ambos están interesados por la muerte, por los cuerpos en disolución. La obra de Bacon una vez racionalizada por gente como Deleuze, con su Francis Bacon: Lógica de la sensación, obtuvo un mayor reconocimiento.
Al final del libro hay una biografía, donde se da cuenta de los distintos lugares donde vivió Bacon, ya sea en París, Londres o Tánger -en donde coincide, entre otros, con Bowles, Ginsberg, Burroughs, Ian Fleming, Tennessee Williams (entregado en cuerpo y alma a los jovencitos prostitutos marroquíes)- las distintas exposiciones de los cuadros de Bacon -quien durante muchos años estuvo sin pintar nada- hasta que casi a los cuarenta años, consigue de nuevo la atención de sus valedores que colocarán sus obras en el mercado y le permitirán finalmente obtener la gloria con la que ha pasado a la posteridad.
Me llama la atención que no aparezca en el libro ninguno de los cuadros de Bacon. Lo cual no es problema, porque con internet es posible ir buscando los cuadros que se mentan -como su exposición en el Museo del Prado-, las poesías de Yeats -como The second coming-, y cualquier otro dato de interés que una vez consultado enriquecen este ameno texto, que puede valer como un primer acercamiento a la obra de Bacon, a quienes la desconocemos por completo.
Respecto al llamativo título de libro Maubert dice que ha buscado distintas traducciones de la Orestíada de Esquilo, de donde Bacon dice que procede la frase, El olor a sangre humana no se me quita de los ojos, pero que lo más aproximado que ha encontrado en esa obra es El olor a sangre humana me halaga.
Lo edita Acantilado con traducción de F.G.F. Coregudo