Estamos acostumbrados a ver en la pantalla grande conflictos bélicos que muy espectacularmente muestran su cara más brutal, toda la destrucción y muerte que generan. Lo que no es tan habitual es que un soldado, que ha combatido en la Primera Guerra Mundial, en el bando francés, se desplace hasta un pueblo alemán, con el único propósito de obtener el perdón de los padres de un soldado alemán al que mató en una trinchera, en ese momento en el que no matar, implica morir.
Sobre este acontecimiento reflexiona Ozon con profundidad, y la película resulta conmovedora (con una gran interpretación de Paula Beer), y crítica, pues el padre del soldado alemán, sabe que en la guerra todos pierden algo, y que la muerte de los soldados enemigos -jóvenes de la edad de sus hijos- aunque sea motivo de celebración para los vencedores, no deja de ser una bajada a los infiernos, que toda guerra trunca algo.
La narración juega con el suspense y si enseguida descubrimos que las cosas no son como creemos, en un terreno abonado de equívocos, y mentiras piadosas, el sorprendente final, tampoco es un final al uso y deja un regusto amargo, una sensación de impotencia, de imposibilidad.