Pablo Aranda
El Aleph Editores
2013
172 páginas
En esta novela de Pablo Aranda (Málaga, 1968) todo bascula en torno al concepto de la Patria. La historia no transcurre en Madrid o Barcelona, sino en Bilbao y hablando de Patrias y estando en el País Vasco uno no puede menos que pensar en la Patria Vasca y en Sabino Arana. Aranda nos habla también del desencanto, de cómo nos engañamos o nos dejamos engañar, y siempre vamos buscando una patria, un concepto que cada cual definirá en sus propios términos. Puede tratarse de algo físico o de algo más espiritual. La Patria puede ser un par de zapatos, un caserío en la montaña, una mujer-refugio, una cálida amistad, una pistola y seis balas, una familia, el cuerpo de la Guardia Civil, la hinchada de un equipo de fútbol, un plato de comida sobre la mesa, etc.
Si hablamos del País Vasco, por parte de alguien que no es vasco, parece ineludible, así lo han propiciado casi cuatro décadas de atentados, no mencionar a ETA, el terrorismo, los batasunos, los Guardias Civiles asesinados por la banda terrorista (dejando de lado sus magníficas playas, su excelsa gastronomía, su buen vivir y otros tantos aspectos positivos marginados tras el fragor de las bombas y el velo de la pólvora. Todo lo cual afortunadamente se va superando ahora que ETA ha dejado de matar y el terrorismo de cualquier intensidad, definitivamente)
Y ahí tenemos a Fran, Carmen y Óscar. Tres hermanos. El primero curra en una ferretería, la segunda está casada con Julio, un guardia civil residente en el País Vasco y el tercero es Óscar, que quiso ser guardia civil, como su padre, pero a quien una chiquillada en la adolescencia no le llevaría a la trena pero si le imposibilitaría entrar en el cuerpo y si no podía ser guardia, sería soldado.
Como los niños que quieren cambiar el mundo mientras tiran piedras a la vía, Julio animará a Óscar a hacer algo importante, cosa de hombres, un acto que mida su hombría y valentía: nada mejor que la peregrina idea de llevarse por delante un etarra. Y así Óscar cargado de idealismo y con menos luces que una lancha de contrabando, dejará Málaga, empecinado en llevar a cabo su luctuoso encargo en Euskal Herria, la Patria de todos los Vascos/as.
A la mitad del libro se descubre el pastel y la posible intriga se diluye sin dejar huella. Aranda nos muestra hombres que buscan el cariño, el amor, como animales heridos. Amor que encuentra por casualidad Fran en los brazos de Mónica, la cual es Vasca y con quien se trasladará a Bilbao un fin de semana al ser requerido por un amigo de la Guardia Civil de Fran y que le servirá de paso para conocer mejor cual era la vida de Mónica antes de dejar su patria e irse para el Sur. Óscar encontrará a su vez el amor, no el fondo de una botella, pero trasegando eso sí, acodado en un bar, donde Begoña será un ángel que lo meterá en su vida, sin preguntas, como si la existencia fuera algo engrasado y simple que no requiriese ninguna complejidad ni complicación porque el viento siempre sopla a favor.
Aranda ciñe su novela a esas relaciones de pareja que tratan de afianzarse, cosiendo días y momentos en la memoria de cada uno de sus miembros, y a esas otras surgidas de manera inopinada, donde uno sería de capaz de dejarlo todo, abandonar su anterior existencia, mudar de piel y soñar con su nuevo alumbramiento. Y está Carmen que también quiere cambiar el rumbo, aferrarse el acuerpo de su amado, soñando despierta con ser feliz, con ser capaz de enhebrar su esperanza por el anillo del compromiso de una vida en común, a fin de domesticar ese amor furtivo que la colma y la atormenta.
Pero surge el muro, la resistencia, la imposibilidad, la estulticia, los sueños traicionados, los traumas mal curados, en la piel de los personajes, buscando luego el torrente sanguíneo.
Hubiera deseado una mayor hondura y entidad en los personajes, mas capas en la trama, un desarrollo más explícito y detallado por ejemplo de lo que supone vivir en una casa-cuartel o el hecho de ser guardia civil y provenir de un familia que lo es. Un montón de cosas que quedan flotando en el aire, sin afianzarse, ni tomar tierra, en mi ánimo lector y que hubieran hecho de esta nouvelle algo más contundente y potente, más allá de devenir un pasatiempo divertido.
Para un Andaluz, los Vascos y los Riojanos tenemos un acento parecido. A nosotros, los norteños, nos pasa lo mismo y nos parece que un Sevillano, un Gaditano o un Malagueño hablan igual (o como le pasa a Begoña, para quienes los extremeños, andaluces y murcianos hablan todos parecido).
Al Alquimista, por cuyo cuerpo corre vino tinto Riojano por sus venas además de otras tantas bebidas espiritosas, le apetecía hacer esta observación, aunque como decimos por aqui, qué chorra más da, el caso es entenderse, con acentos o sin ellos.
Hola:
Sobre la vida en una casa-cuartel estaba bien la novela El fulgor y la sangre de Ignacio Aldecoa.
Saludos
Hola David. Gracias por el apunte. Tomo nota del libro de Adecoa.
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