De Pascal Quignard (1948 -) había leído anteriormente Vida secreta. Aquel me resulto tan árido como subyugante pues el libro estaba recorrido por toda suerte de hallazgos, de apuntes etimológicos y de un desvelamiento de las pasiones humanas poco corriente.
Terraza en Roma me ha parecido un relato más convencional. Todo lo convencional que puede resultar Quignard.
La novela son una suma de fragmentos que recomponen la figura de Meaume grabador o aguafuertista lorenés nacido en 1617, el cual sufre el derramamiento de ácido en su rostro lo cual le supondrá arrostrar esa carga de por vida, al tiempo que ve como Nanni la mujer que ama se separa, o desgarra, de su lado. La narración es un continuo trajín pues como Meaume dice la vida del pintor es una vida errante, siempre de país en país, de ciudad en ciudad, por Francia, Italia, España Inglaterra…
El ritmo es acelerado unas veces y sosegado otras. Hay exaltación y quietud, plenitud y vaciado, un narrar depurado, elegante, preciso -como la composición muy precisa que podemos hacernos de los aguafuertes que Meaume va creando y los momentos que los originan-, adensado, cifrado en un código existencial binario, no de ceros y unos, sino de blancos y negros, aquellos colores con los que trabaja Meaume, dos colores suficientes para mostrar su mundo desgarrado, su dolor inmanente, su vaciado interior, para ir de un extremo al otro, de la luz a la oscuridad, de la exaltación a la ira, del cielo a la tierra, pues al final es como si todo esto de los colores con los que se ensimisman sus colegas pintores, no fueran más que un montón de velos para ocultar el abismo que hay detrás, aquel precipicio por el que despeñarse, al tener que dejar este mundo de una manera atroz: después de más tres de meses sin probar bocado. Así Meaume.
Espasa. 2000. 140 páginas. Traducción de Encarna Castejón.