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El ruido y la furia (William Faulkner)

Vuelvo a Faulkner después de haber leído Mientras agonizo, Santuario, ¡Absalón, Absalón!, El villorrio, Luz de agosto y Santuario. Con El ruido y la furia (publicada en 1929, con traducción de Mariano Antolín Rato) lo intenté hace unos años y abandoné. Era una deuda pendiente saldada hoy con su lectura.

Leer a Faulkner no es fácil porque además de desmenuzar la narración, concentrada en tres días de 1928 y otro de 1910, los personajes en sus flujos de conciencia, van trayendo al presente hechos del pasado, y el lector debe ir ordenando esas piezas, las teselitas que Faulkner va poniendo a nuestra disposición.

El comienzo es la voz de Benjy, de Benjamin, a punto de cumplir 33 años, el cual tuvo un accidente con una verja y desde entonces grita, babea, y no habla, y trae a todos sus familiares de cabeza, empezando por su madre enferma, siempre encamada, tratando de poner algo de orden en el caos reinante. El desafío es poner en palabras, hacer literatura a través de cómo aprehende el mundo alguien que tiene un retraso mental y la importancia que juegan ahí el olfato, la presencia de los olores.

La segunda parte es la voz de Quentin, hermano de Benjy, Caddy y Jason. Es la gran esperanza de la familia, todo el peso a sus espaldas para conjurar la situación familiar a través de la educación, de la vía de escape (que para él no lo es) que supone ir a estudiar a Harvard. Siente Quentin predilección por su hermana Caddy, e incluso llega a confesar a su padre una relación incestuosa con ella, cuando lo que anhela es apartarla del hogar, darle otra vida. Sus pensamientos nihilistas lo hacen flotar como una cometa rumbo hacia el más allá.

El tercer capítulo es la voz de Jason, el sostén de la familia una vez muerto el padre, oyendo siempre las monsergas de la madre enferma, lidiando con su sobrina Quentin, hija de Caddy, la cual fue obligada a dejar el hogar después de quedarse embarazada. Jason se lamenta de su situación, de ver cómo todas las esperanzas se depositaron en Quentin, y de cómo se malogró todo, se lamenta de ese determinismo que le impide salir del hoyo y malvivir, y su manera de arrostrarlo es a través de la violencia física y verbal contra el mundo que lo rodea, empezando por su sobrina (para él una puta), su madre, Benjy y los cuatro negros que les sirven (para él unos vagos redomados).

El último capítulo me ha resultado el más flojo. Ahí la voz es la del narrador. Hay ciertas historias familiares que parecen repetirse, y así Quentin seguirá los pasos de su madre Caddy, y se la jugará a su tío Jasón (echándole por tierra su trabajo de hormiguita rapiñadora), necesitada de acabar con el marcaje que este le impone.

La historia discurre en la ciudad imaginaria de Jefferson, en la que Faulkner logra un ambiente enrarecido, opresivo, enfermizo, una olla a presión muy bien condimentada. Y como en todas sus novelas no falta la extrañeza, con secuencias hilarantes, como esa en la que Benjy.se acerca a un vallado, y al otro lado hay gente jugando al golf y cuando uno de ellos le dice a su caddie que recoja los palos, Benjy al oír esa palabra, rompe a llorar, a gritar y a berrear desconsolado, al traerle en mientes a su hermana Caddy.

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