Supón que del 1995 al 2003 te la pasas escribiendo una novela y otro tanto tiempo anterior concibiéndola.
Supón que una vez finalizado el manuscrito va a un cajón, al haber metabolizado y entendido el carácter ilusorio de apegos, deseos, éxitos y fracasos.
Y después sigues escribiendo otra novela, extensa, Necrosfera, por ejemplo, que correrá la misma suerte, sustraídas ambas (y alguna más como A sus negras entrañas) al influjo editorial.
No es una pose. No es querer ser un Bartleby (para decirlo con Juan Ramón) de pacotilla. Es preferir no hacerlo y no hacerlo. Decidir no publicar y no publicar. Pero mientras tanto escribir y derramarte en tinta sobre el folio en blanco con denuedo.
Hablo de César Martín Ortiz que falleció en 2010 con 52 años y cuya obra va viendo la luz de la mano de la editorial Baile del Sol.
El último título publicado, en 2019, fue De corazones y cerebros, extensa novela de 641 páginas.
Una lectura que una vez consumada proporciona los parabienes de una extenuación placentera. Un libro que requiere tiempo para ser leído, rumiado, roturado, asimilado. Esa clase de novelas de largo aliento que como El espíritu áspero o Nembrot te dejan sin resuello y ahíto de (buena) literatura y que comulgan muy bien con el principio rector que debían regir mis lecturas del presente año.
La novela nos habla de Manuel Medina y de quienes orbitan a su alrededor; de su labor pedagógica en una utopía creada por un mecenas filantrópico -un tal Fernando- que hará un mundo a su antojo en Monteolivar (con su atmósfera de irrealidad). Tenemos a Casandra, la novia de Manuel, a Covadonga nombre que sugiere la concavidad del pensamiento, suya es la fecundidad del ser, a Óskar, alumno aventajado sacrificado en aras del monstruo endogámico y el egoísmo, y a otros compañeros docentes de Manuel como Souto, a Vicente Mecha, el vecino motero con el que Manuel se redescubre y renueva a lomos de una moto, que da pie para abordar la razón de ser de aquella maquinaria: En moto no hay más que el viaje, tal como intentaron mostrarnos, ante nuestra indiferencia, todas las Ítacas del mundo.
Hay en la novela tramas, ramales, bifurcaciones, circularidades, encrucijadas, pero más allá de la estructura o no estructura de la novela hay una prosa rocosa sostenida en cada página mediante digresiones filológicas o filosóficas, aforismos (La llamada realidad no es más que un hábito de la percepción; La felicidad desactiva el tiempo subjetivo; El contenido es la forma. La sintaxis es el alma. El hombre es el estilo), los apuntes etimológicos, los panegíricos sobre los canes (el perro es una ética viviente), los denuestos sobre la sociedad moderna (la clase media como el gran invento del capitalismo, el fin de la colaboración gratuita, el sálvese quien pueda) y sus manifestaciones más banales y bullangueras; reflexiones sobre la naturaleza del suicida, el neorruralismo (como un sueño elusivo), las relaciones de pareja (¿Qué clase de relación es aquella en la que uno no dice lo que quiere y el otro no solo no es incapaz de averiguarlo sino que ni siquiera sospecha que haya algo que averiguar?), la paternidad, la maternidad, el matrimonio (entendido aquí como un impuesto, un trabajar en pareja para el Sistema), el amor (cuando éste va más orientado hacia un estilo de vida o una fantasía que hacia la persona presuntamente amada), sobre la mitosis del mal, la inteligencia como un instrumento de la compasión, acerca de la ontología de la poesía (hay poesías vestibulares en cada capitulo de José María Álvarez, Cernuda Fernando Quiñones, Luis Rosales, Félix Grande, Ricardo Molina, Vicente Aleixandre…), el escenario creado tras la represión franquista, la diferencia entre leer y releer (con personajes de novela aquí mentados como el Brausen de Onetti; o bien la presencia en el texto de escritores como Faulkner, Borges, Claudio Rodríguez…) sobre un sinfín de asuntos, en suma, que César irá diseccionando con inteligencia y profundidad, de tal manera que la novela irá encadenando merced a una acertada sinergia de razón y emoción, continuas reflexiones que caen del lado del ensayo, en donde abunda más el pensamiento aquilatado que la imagen evanescente.
Algo que se percibe claramente y que salta de las páginas para impregnar al lector es la batalla de Manuel contra la soledad, el desamparo, el desamor y la desesperanza, tras tocar fondo. Una batalla que parece siempre perdida pues no pareciera que hubiera asidero alguno ni tampoco voluntad de aferrarse a algo o a alguien. Pero cuidado. A veces la vista está tan deformada que lo que vemos no llega adonde debe, al corazón. Pero el final de esta espléndida novela le permitirá a Manuel, en sus postrimerías, y narrando ya en primera persona, tomando el toro por los cuernos y abandonada ya la segunda persona -la de esa voz que le dice a Medina hasta el momento lo que hizo o dejo de hacer, decir, sentir o pensar- ver que las cosas importantes están a menudo ahí a la vista, a la mano, prestas para ser aferradas, como esa literatura, que a veces, como aquí, se nos brinda como tabla de salvación.