Los otros, novela escrita por Javier García Sánchez en 1998, y posteriormente llevada al cine con el título de Nos miran, se me antoja más que una novela un relato extenso en el que el autor nos conduce hacia el no lugar –al margen de la razón-, eso a lo que llamamos locura. Tenía por casa El mecanógrafo, pero antes de aventurarme con tamaña empresa, opté por algo más ligero, un puerto de segunda, en lugar de aquel K2.
Hacia un centro perdido en la montaña, que atiende al nombre de El Balneario, se dirigen dos periodistas con la idea de entrevistarse -entrevista que parece imposible- con R. V. un policía que dejó el cuerpo tras un inusitado acto de violencia hacia su mujer e hijo, para ser encerrado acto seguido en aquel centro psiquiátrico, amansado y dócil desde entonces, sumido en el mutismo, viendo pasar la vida por delante de la celda de sus pupilas.
El cara a cara tiene un efecto inesperado en R. V. que verá abrirse el grifo de la memoria, del que surgirá un caudal irrefrenable de recuerdos. Así el autor de la novela nos explica por qué R. V. está allá confinado, por qué empuñó un arma apuntando a su hijo, qué vio un día el policía en la calle que le hizo desbarrar, perder el juicio, adentrarse en un mundo ignoto en el subsuelo, algo parecido a un inframundo poblado de sombras, cómo desde pequeño ya tenía entre los labios dos palabras, un Tantum ergo (ahí está parte del meollo del libro, a cuenta del santo sacramento, la transubstanciación, etc…) que el niño repetía a todas horas -para sorpresa de sus progenitores que no le daban a pesar de ello mayor importancia- como un miserere, el miedo atroz que experimentó cuando ya padre perdió el contacto con su hijo pequeño durante quince minutos espeluznantes y algo que oyó entonces por boca de su criatura a través de un walkie-talkie. R.V. al recordar experimenta un renacimiento doloroso y un esfuerzo hercúleo por comunicarse con los periodistas, y lo logra. Dirá dos palabras, a las que los periodistas en ese momento no les asignarán significado alguno. Pero como cuando uno toca algo y de repente ese contacto le proporciona el imposible conocimiento instantáneo, algo parecido les acontecerá a los innominados periodistas, cuando dejen el Balneario y emprendan el camino de regreso.
Javier dosifica el misterio con cuentagotas, tiene claro el principio y el final de la novela, pero lo que va entremedias flaquea, magro resulta, porque uno esperaba algo más de desarrollo sobre ese inframundo: quiénes son los otros, quiénes nosotros, qué miran, a quiénes, qué relación existe entre unos y otros, cuál es su estado, en que dimensión o estadio límbico moran, qué reclaman de nosotros, etc, así como en el vis a vis entre los periodistas y R. V; alimentar algo más esas notas científicas que R. V. atesoró en su día, tensar más el relato, sustanciarlo (o si me apuran transubstanciarlo), no dejarlo todo en la superficie, en el enunciado, cuando lo interesante hubiera sido dotar de entidad aquello que se enuncia, hacer carne de las sombras y los miedos, porque tras el andamio, una vez apartado, detrás no se ve edificio alguno.