La narración -al menos en su comienzo- ya no tiene ese afán totalizador de tratar de abarcar tiempo y espacio como en Recuento, sino que como si de una digresión de Recuento se tratara, Los verdes de mayo hasta el mar, ciñe su narración a lo que acontece en Rosas -localidad catalana marinera-, donde el paisaje muda del verde al gris del cemento, donde la vista se pierde entre grúas que velan el doble azul de cielo y mar, una paisaje entregado a las ansías del turista innominado, intercambiable: maná que llena los bolsillos de los lugareños dedicados al turismo, con sus bares, sus locales, sus restaurantes, sus discotecas, sus terrazas, alimentando la codicia de los inversores, constructores, promotores, que sólo anhelan seguir edificando, construyendo su fortuna; paraíso para la especulación. Paseo marítimo como escaparate de cuerpos acangrejados, harináceos, mórbidos, beldades nórdicas, horadadas por las miradas del macho ibérico, cuerpos procaces, libidinosos, que buscan oquedades, acoplamientos, vaciamientos, jadeos y resuellos. Quien narra -el ambiente es de nuevo un ambiente burgués, de hombres y mujeres, dándose la vidorra, tirados a la bartola- nos refiere el solaz, la demora, el recreo contemplativo, ese darse al dolce far niente, sin más horizonte que lo que anuncian las manecillas del reloj, sin más horizonte que el final del vaso del cubata. Trasnochar, vivir de espaldas a las alboradas, sustraídos, él, Carlos y su pareja al tráfago diario, a las obligaciones, quehaceres y responsabilidades de todo tipo. Pueblos costeros que al acabar la temporada se pliegan como sombrillas, entregados luego a un merecido descanso para poco después ir calentando motores ante la próxima temporada, ante la próxima marea humana, que enriquece a los lugareños como desmantela el terreno.
En ocasiones la mirada se alza, se abandona la costa, para sobrevolar y describir lo que es Europa:
“Una Europa descivilizadora, barbarizadora, drogadora, violadora, esclavizadora, exterminadora, atomizadora, roedora y raedora, convirtiendo países en explotaciones, culturas en antigüedades, razas en productos, pueblos en mercados, mágico cambalache, genio del cristianismo, vasto despliegue de cruces y cañones, éstas son mis razones, éstos son mis poderes, una Europa repentinamente aterrada, culpablemente acomplejada ante ese mundo hecho a su imagen y semejanza, temiendo por encima de todo recibir un trato recíproco, el mismo trato que ha dado, la droga asiática, la verga africana. Ansiedad y culpa y desmoralización que no puede dejar de pesar sobre los hombros del europeo de hoy, de nuestro hombre, y explicar así su cansancio, acrecentado por el esfuerzo de simular una hipócrita cordialidad hacia otras razas, otras sociedades, otras culturas”.
El sexo, en todas sus variantes, ya sea el que se desparrama o como fruto de lo reprimido, se manifiesta en las páginas de forma reiterada, casi obsesiva, y nos topamos con personajes que se nos presentan como ninfómanas, frígidas, homosexuales, putas, estrechas, libertinas y donde hay muchas pajas, masturbaciones, aventuras, polvazos en suspensión, flirteos, adulterios, erecciones, abultamientos, vulvas palpitantes, gargantas profundas, mucho irse y venirse…
El autor interpela al lector agudo y sobre la marcha reflexiona, en ocasiones, sobre lo escrito, para poner las cartas sobre la mesa, cuando creo que debe ser el lector siempre quien desbroce, quien horade, quien bucee y se pierda en el texto, sin pistas, sin interpretaciones, para mayor así la sorpresa, el goce y el regocijo de descubrir, de interpretar, o de encogerse de hombros, todo ello por uno mismo, sin muletas autorales.
El espíritu de la novela puede ir por aquí: la tensión de construir, deconstruyendo, de mostrar, ocultando.
“la creación como alienación, como distanciamiento y destierro, como droga que no se puede abandonar y a la que, como buen adicto, supeditamos todo en la vida, una obra que queremos realizar a cualquier precio y que es, a la vez, superior a nuestras fuerzas, a las de ese desdichado autor, perfecto ejemplo del cual nos lo brinda la figura del propio Proust…”
Leer esta novela es como recorrer el contorno de un muelle: un sube y baja donde transitar de la euforia a la delicuescencia, donde Luis te lleva a veces en volandas, y otras a tirones, hasta el límite de nuestras fuerzas, de nuestra paciencia, hasta la náusea o el empalmamiento, merced a su prosa espermática, zigzagueante, vigorosa, lánguida, luminosa, sombría, subyugante, sórdida, tediosa e incluso, en sus postrimerías homéricas, ya de cabotaje e incluso astral.
Veamos cómo sigue. Próxima parada: La cólera de Aquiles.