Tony Judt (1948-2010) murió dos años después de ser diagnosticado de ELA. Antes de morir, menoscabado por una enfermedad que le imposibilitaba escribir, pero no seguir pensando, irá dictando sus textos. Así publicará Algo va mal, de marcado contenido político.
En El refugio de la memoria, con traducción de Juan Ramón Azaola, escrito también en sus postrimerías, Judt a modo de testamento, pensado en un principio como una carta hacia su mujer y sus dos hijos adolescentes hace un repaso de algunos momentos cruciales de su vida que en gran medida lo han conformado y que tan bien cifran el mundo que conocieron los nacidos a finales de los años 40 del siglo pasado. Judt nos pone al hilo de su enfermedad, en el capítulo Noche, muy consciente de lo que se le avecina y de la manera en la que se irían desarrollando los luctuosos acontecimientos (para muestra, lo que refiere de lo largas y tediosas que se le hacen las noches, en su soledad o esos picores que lo desesperan, en los albores de la enfermedad) a la par que su cuerpo se debilita, fortalecerá su mente, y creará en su cabeza, el refugio de la memoria: un surtido escaparate profuso en experiencias, de las que Judt echa mano para pergeñar esta amena, emotiva y sucinta autobiografía desarrollada a lo largo de 25 capítulos.
Los recuerdos que evoca Judt son prosaicos, poco alardea de su notoriedad como historiador, en especial la que le acarreará la publicación de su monumental libro Postguerra, publicado en 2008, y que nos permitió a muchos lectores conocer mejor el desarrollo de Europa tras la Segunda Guerra Mundial -no sólo la occidental, sino también (y ahí está la novedad) la oriental, con el auge y caída del bloque comunista- y se centran en la evocación de las comidas y su predilección por la comida india, las primeras veces que recorrió sólo , muy de niño, Londres en autobús, la austeridad que reinaba en su casa en los años de la posguerra (los ricos mantenían un prudente perfil bajo. Todo el mundo tenía el mismo aspecto y se vestía con los mismos tejidos: estambre, franela o pana), la querencia de su padre por los coches, por los Citröen en especial, o la manera en la que Judt captaba la cultura y la sociedad de un país, a través de sus trenes y de sus estaciones.
Ante una educación cada vez más laxa y a la baja en sus contenidos didácticos, Judt reivindica la figura de Joe Craddock, misantrópico profesor de alemán, en principio temido, que se convertirá a la larga en el mejor profesor de Judt, valorando éste a toro pasado, el haber sido bien instruido.
Cuenta también sus experiencias en un Kibutz israelita, del que saldrá lo suficientemente escaldado como para vacunarse en el futuro de las seducciones del maoísmo, izquierdismo, tercermundismo, los cantos de sirena de las políticas marxistas feministas o sexuales en general, de las políticas de identidad en todas sus formas, sobre todo la judía.
Recuerda su paso por la École Normale Supérieure. «Nunca me he encontrado con tantos hombres inteligentes en un espacio tan pequeño«, dijo en su día Raymond Aron. Se lamenta Judt de que hoy en Francia los jóvenes ambiciosos estudien en la École Nationale d´Administration: un vivero de burócratas. O bien van a estudiar a escuelas de negocios.
En Chicas, chicas, chicas afirma: Corrección política, política de género y, sobre todo, hipersensibilidad con los sentimientos heridos (como si existiera un derecho a no ser ofendido):ese será nuestro legado.
Judt evoca a Orwell para confirmar que hoy se emplea el lenguaje para desconcertar más que para informar.
Le preocupa a Judt el tema de las identidades nacionales. Habrá intolerantes demagogos en democracias establecidas que pedirán test -de conocimientos, de lengua, de actitud- para determinar si los desesperados recién llegados merecen ostentar la identidad de británicos, holandeses o franceses. Ya lo están haciendo. En este espléndido siglo nuevo, echaremos de menos a los tolerantes, a los de los márgenes: a la gente fronteriza. Mi gente.
En Pensamientos cautivos, Judt recurre a las palabras de Milosz dirigidas contra el intelectual servil: «su principal característica es el miedo a pensar por su cuenta«.
Apuesta Judt por la meritocracia. Acepta que hay que dar a cada uno una oportunidad y luego privilegiar a los que tienen talento.
La crisis de la mediana edad le llevó a Judt a aprender checo, a conocer mejor su cultura y posibilitarle la escritura de Postguerra. En 1987 surge la oportunidad de dar clase en la Universidad de Nueva York, donde pasará sus últimos años, considerándose según nos dice un inglés que también es norteamericano y en concreto neoyorkino, ciudad que le seduce desde el primer momento.
Judt, judío, recela del sionismo y aconseja que deberíamos ser además los críticos más implacables de nosotros mismos y hace una invocación a su pasado judío, que es impermeable a la ortodoxia: que abre más las conversaciones más que las cierra.
Cierra el libro el paraíso suizo, no fiscal, sino como un lugar de orden, limpieza, y surtidor para Judt de muy buenos recuerdos, esos que le acompañarán en su final. Yo sé dónde estaré: yendo en ese tren minúsculo (el de la portada del libro) a ningún sitio en particular, por siempre jamás.
Taurus. 2011. 244 páginas. Traducción de Juan Ramón Azaola
Tony Judt en Devaneos | Algo va mal