Choque de civilizaciones por un ascensor en Piazza Vittorio

Choque de civilizaciones por un ascensor en Piazza Vittorio (Amara Lakhous)

Amara Lakhous (Argel, 1970) sitúa su novela en Roma, en concreto en la Piazza Vittorio, plaza babélica, crisol de culturas y lenguas. Amara da la voz a los inmigrantes, ya se trate de una cuidadora peruana, un lavaplatos iraní, un comerciante bengalí…, pero la voz preponderante la tiene Amedeo, que vive en un inmueble de esa plaza, vecino, entre otros, de una portera napolitana y hocicona, un holandés que ansía ser director de cine, un profesor que echa pestes en Roma alejado de su Milán querido y un tal Lorenzo, el Gladiador, que un buen día muere asesinado en el ascensor -que sirve como espacio aglutinador, ese sepulcro con ventanas donde se despliega buena parte de lo que sucede en la novela-, y no saben a quién colgarle el muerto.

Amara a través de estas voces de inmigrantes y nativos da su parecer sobre la manera en la que los italianos aceptan o no a los inmigrantes, y la manera en la que estos inmigrantes a su vez se integran, lo cual a menudo no les es fácil, pues siempre se sienten en el exilio, desubicados, añorando a sus seres queridos, los olores, el abrazo de una madre…

El concepto de extranjero no sólo se aplica a los extranjeros, sino a los propios italianos, pues como sucede aquí, siempre afloran a las primeras de cambio, los tópicos propios de las rencillas norte-sur, y en Italia, los del norte se creen los currantes y los del sur pasan a ser los vagos y los mafiosos. Una rivalidad, un encaramiento, que por ejemplo el fútbol aún lo dimensiona más. De boca de Benedetta sale el discurso que siempre oímos, a saber, que los inmigrantes nos roban, nos quitan los puestos de trabajo, violan a nuestras mujeres, cobran todas las ayudas, viven del Estado y espumarajos parecidos. Un inmigrante considerado como un todo, sin importar el país de origen, su cultura o religión, pues para los de aquí, los de allá, son todos son inmigrantes, todos malos. Contra ese dictamen Amara reflexiona con agudeza, y para ello emplea la ironía, el humor, su inteligencia, la sutileza, para ir poniendo en boca de los personajes sentencias y pensamientos que muchos comparten, pero que leídos suenan ridículos, por que lo son, y lo único que demuestran es una combinación letal de ignorancia y mala leche en aquellos que los esgrimen.

El comienzo, con un tal Parviz, el lavaplatos que detesta la pizza me ha resultado algo flojo, pero es cierto que a medida que he avanzado en la lectura me he ido metiendo en la historia, siendo parte, como espectador, de la Piazza Vittorino, de los pormenores de esa inmueble, donde creo que la gran creación de la novela es Amedeo, en el que quiero pensar que Amara ha puesto mucho de sí, pues leyendo su biografía, comparte muchas cosas con Amedeo, esa persona que hace el mundo mejor, sin soflamas, sin discursos, tan solo con su quehacer diario, con sus actos, con su sonrisa, con su conocimiento, de las cosas y de las personas; él, un extranjero que asume otro país mamando su lenguaje, exprimiendo el diccionario, validando lo que dijo Cioran «No habitamos en un país, sino en una lengua«.

Al acabar la novela se comenta que no se nos permite ser neutrales, pues siempre parece que hay que estar en un bando o en otro, y que no se tolera, la equidistancia, algo que a menudo deriva de tener una ideas propias que no caen en terreno de nadie, sino a caballo entre ambos. Amara huyó de su país, Argelia, por su pensamiento, por sus ideas, y ya en Italia, escribió esta novela en italiano en 2006, donde aquel que quiera entender, entenderá, y en cuyo caso creo que la disfrutará tanto como yo.

Creo que es la primera novela que leo de Hoja de Lata. No será la última. La edición impecable. No he encontrado ninguna errata. La traducción, obra Francisco Alvárez González, muy meritoria, si bien se me hacía raro, aunque sea correcto, leer eso de quianti en lugar de chianti.

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