I
Regresé a Guerra y Paz desde su comienzo después de haber abandonado la vez anterior la novela al concluir el primero de sus cuatro libros. El mes de agosto de 2020 fue la fecha escogida, en pleno fragor vacacional, para dedicarme en cuerpo y alma a la lectura de la extensa novela del gigante de las letras ruso. Una novela que se extiende hasta las casi 1800 páginas, en las que Tolstói, según confiesa, empleó cinco años de incesante y extenuante trabajo. Con un epílogo que cierra la novela de casi doscientas páginas en el que Tolstói deja la ficción para abordar el ensayo y dar su parecer acerca de aquello que entendemos por el poder, cómo gestionar ese sumatorio de voluntades de las masas cedida al Estado y pastoreada por los dirigentes, despojados estos ya de su aureola divina, sobre qué es aquello que mueve a los pueblos, cómo explicar su historia, por otra parte imposible, una historia que no contesta tampoco las grandes preguntas de la humanidad y más que nada, o por encima de todo esto, o así me parece a mí, la idea de bajar del pedestal a Napoleón, al que muchos adornan con una corona de laureles y majestuosidad que para Tolstói no es tal, pues concibe al corso como un villano, alguien sobre cuyas espaldas recaen las muertes de millones de personas, ya sean de su bando, franceses, o soldados de otros países con los que Napoleón entró en batalla, como los rusos. Con qué fin tantos muertos se pregunta Tolstói, ¿hacer un mundo mejor, más justo, hacerlo progresar?.
II
1812 es la caída de Napoleón, el gran batacazo, tras haber conquistado Italia, Egipto, Prusia, después de tener Europa a sus pies, la gran idea, visto que conquistar Gran Bretaña no era posible, se orienta a conquistar Rusia. Ahí Napoleón se equivoca estrepitosamente y sufre una derrota extraña pues a medida que entra en Rusia y gana batallas y va avanzando todo parece que aquello será coser y cantar, incluso después de tomar una Moscú abandonada por los rusos y después incendiada por estos mismos y luego saqueada por los franceses. Allí queda claro entonces que Rusia es un callejón sin salida, que no tiene sentido seguir avanzando, que lo que se abre ante sus ojos es un horizonte inconquistable y entonces toca poner los pies en polvorosa, replegarse, huir y “a enemigo que huye, puente de plata”, esa es la máxima que sigue el Mariscal de campo Kutuzov, que deja escapar a los franceses, azuzándolos con el látigo para avivar la huida del animal acosado y cuestionado entonces el mariscal por todos, vilipendiado más bien. Tolstói encarece su figura, ennoblece sus acciones. Un militar que llegado el momento se preocupa más por salvar vidas que por perderlas quizás sea un sinsentido castrense, pero ahí anida lo mejor del alma humana, algo rayano en la bondad, en la natural y pacífica existencia que conduce a la serenidad de ánimo, la de Kutuvoz. Cuando Napoleón regrese a Paris la opinión que todos tienen de él ha cambiado, para verse cercado por enemigos en derredor. Ahora es un villano, desterrado poco después a Santa Elena. Una salida bien remunerada, no obstante.
III
Como hiciera Galdós en sus Episodios Nacionales, Tolstói se sirve aquí de la guerra entre Francia y Rusia (Galdós de la guerra de la Independencia entre Francia y España, en su primera serie (que son más de 2000 páginas que Galdós escribirá en apenas dos años, cuando se encontraba en su treintena) para situar en ese marco histórico un puñado de personajes, la mayoría acomodados, de esos que no tienen que trabajar para sobrevivir, pero que acuden al frente de batalla para granjearse la gloria eterna, o sencillamente una bala en la frente o un bayonetazo en el costado y de paso un traje de madera y un puñado de tierra suficiente para albergar su cuerpo cadáver. Que los ricos también lloran los sabemos, que el alma humana se vista o no con las mejores galas es cuerpo doliente, también. Así, sean príncipes o princesas, zares o mujiks, cada cual lucha contra sus circunstancias personales, sean bélicas, domésticas o amorosas, todos sienten el corazón como un mar encrespado en el que baten las olas de la desazón, la pasión amorosa, la necesidad de reconocimiento, la serenidad que temple el ánima hasta dejarla fina como el coral, acogiéndose como Pierre, por ejemplo, a la masonería. Se abunda en lo folletinesco, encarnada toda esta turbamulta amorosa en la figura de la quinceañera Natascha quien revolucionará los corazones de cuantos hombres caigan bajo su radio de acción, ya sea Andréi, Anatol o Pierre. Aquí el amor romántico se infla y desinfla con igual rapidez. Andréi cae herido en el frente y acepta la ruptura con Natascha sin evitarse el desgarro que le produce. Pierre se ve atormentado por los devaneos de su mujer Hélène, la cual a pesar de su aparente superficialidad, se maneja como pez en el agua en un ambiente en el que menudearán por los salones todas las personas influyentes de la sociedad peterburguesa. El correr de los años trae muertes, unas naturales y propias de la edad y otras a consecuencia de la guerra, a la que acuden los jóvenes, jubilosos, deseosos de vivir grandes aventuras, que irán al arcón de la memoria (si hay suerte) para reverberar luego en los nietos asentados en las rodillas que escucharan absortos las historias bélicas de estos prohombres, inflados de ardor patriótico, que dieron sus vidas por defender lo suyo del invasor, de la canalla.
IV
¿Y cómo es leer Guerra y Paz? Me costó mucho entrar, casi 550 páginas, pues las escenas de salón no captaban mi interés. Luego, a medida que Tolstói va sustanciando sus personajes, dando relieve a Natascha, Andréi, Pierre, etc, la lectura gana en interés, la naturaleza humana ahí bulle y se muestra en todo su apogeo, con sus contradicciones, anhelos, ilusiones, decepciones que irán alimentando el relato, página a página, y se alternan momentos de dicha y desdicha, gozo y calamidad, algo parecido a lo que viene a ser la existencia humana, un vaivén que nos eleva y hunde apenas sin transición. La novela fluye entonces sin traba alguna, salta del salón al campo de batalla, a la intimidad amorosa, a la palabra íntima, a la soflama que arengue a los soldados, y todo esto resulta perfectamente engrasado, nada chirría, al contrario, la lectura se encarrila y coge ritmo y sin darte cuenta estás ya dentro de la historia, ya sea en Smolensk, Borodinó, San Peterburgo o Moscú, formando ya parte de esa masa común, de esa historia del pueblo tan difícil de explicar y que Tolstói en su hercúlea tarea de escribidor, tan bien describe, poniendo su atención en los acontecimientos de 1805, 1807 y 1812. Una gran novela que aúna la magistral pluma de Tosltói con la de su traductora, igual de magistral, Lydia Kúper.
Tolstoi, mi segunda asignatura pendiente (la otra es Proust). Algún día…
Abrazos.
Pues yo con Proust me puse con En busca del tiempo perdido y en el segundo volumen lo dejé, pero igual que con Tolstói pienso retomarlo algún verano.
Creo que a los franceses les pasó algo parecido a lo que nos cuenta Heródoto de Darío: cuando intentó conquistar a los escitas, simplemente no le presentaron batalla. Hace unos años leí una crónica de la retirada francesa de Rusia escrita por el prusiano Clausewitz, que luchaba al servicio del zar y participó en la persecución de Napoleón. Me impresionó mucho. Enhorabuena por la reseña (y por la lectura). Saludos
Manuel, muchas gracias por tu comentario y tus palabras. De hecho de no ser por comentarios como el tuyo esto sería solo un monólogo interior.