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La memoria del gintonic (Antonio Báez)

Si Faulkner mostró a través de su personaje Benji que se podía contar una historia mediante los ojos, o los sentidos de un discapacitado psíquico, Antonio Báez, en su primera novela, La memoria del gintonic, anterior a La magia de los días y La radiante edad, erige su narración con la vez de Eulogia, quien frisando los setenta irá perdiendo las facultades mentales, camino del Alzheimer.

Esta manera de irse borrando a sí misma es arrostrada con la original idea de apuntarse a un curso de escritura creativa on-line. De esta manera, mediante su relato iremos conociendo su vida actual: los cuidados que le presta la caboverdiana Palmira, las escasas visitas de sus nietos, su mala relación con su nuera, la ausencia siempre presente de su hermana muerta, los cuidados prestados a su marido hasta su muerte, el deseo explicitado en la figura de Apolo, el tira y afloja con su hijo.

El proceso alquímico que es la escritura será para Palmira un ajuste de cuentas con la vida. Esa es la idea, pero a fin de cuentas es una manera, creo que la mejor, de fijar su existencia, como hacen las fotos, si bien, mientras estas son estáticas, la narración es algo orgánico y se nos presenta aquí con un carácter metaliterario, porque Eulogia a medida que va construyendo su novela, interpela a veces al posible lector de estas letras.

Báez va construyendo su impredecible y correoso personaje con jirones y retazos. Sorprenden algunas palabras en la boca de Eulogia, que toma de los jóvenes a los que dio clase (y seguramente sea una apropiación que el autor, como docente, tan bien conoce), también ciertos latinazos, pues no sabemos tampoco qué cultura atesora Palmira. Lo evidente es que le gusta salsear y tomarse sus gintonics con Palmira, y que cuando le pica el deseo también necesita verterse sobre el papel.

La desmemoria sabemos que causa estragos, altera la percepción de las cosas, como vemos en la relación con Palmira, donde a menudo se levantan falsas acusaciones. Eulogia comienza a desvariar, a hacer cosas raras, y sus palabras y recuerdos (una bruma cada vez más insensata) son el ancla con la vida real, mientras los fantasmas del pasado se ciernen sobre ella.

La memoria del gintonic la leo más como relato que como novela, un relato largo, que para ser novela hubiera necesitado desarrollar más todos los personajes periféricos, y asimismo el personaje de Palmira. Relato que se ve acompañado de otros dos, El regalo y El banquete. Este último, guarda relación con La memoria del gintonic y se sale por la tangente con un final totalmente inesperado.

Complejo lagunar de Laguardia

A poco más de quince kilometros de Logroño se encuentra la ciudad de Laguardia. En el entorno de dicha ciudad hay unas lagunas muy interesantes para visitar.

Si se accede a Laguardia en bicicleta por la GR-38, partiendo desde Oyón, o empalmando con esta GR cogiendo algunos de los caminos que salen detrás del Monte del Corvo, a nuestra disposición tendremos las vistas de los viñedos, el perfil de la Sierra de Cantabria, Laguardia encaramada en un promontorio, los chozos entre los viñedos y las referidas lagunas, que al ser ya casi verano, y una vez que se ha evaporado el agua en los humedales, muestra una superficie blanca por la costra de la sal, tanto en la laguna de Carravalseca como en Carralogroño.

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El abismo del olvido (Paco Roca y Rodrigo Terrasa)

¿Los cómics se ven o se leen? Leo y veo este librazo de Paco Roca y Rodrigo Terrasa con una frase de Kafka percutiendo sin parar: Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros. Y para nada deja indiferente este cómic (las viñetas de Roca son muy explícitas), que aborda primorosamente el asunto de la memoria. Por eso el título es tan gráfico, El abismo del olvido. Así es, somos memoria, y si nos empeñamos en olvidar, en hacer de la amnesia el pan nuestro de cada día, nos iremos desconociendo poco a poco, en un descargo de nuestro ser que tiene consecuencias fatales, como se ve hoy en día.

La historia se centra en Paterna. En su cementerio municipal existen 135 fosas comunes. Allí fueron fusiladas 2200 personas después de haber acabado la guerra civil. ¿Era esa la manera que tenía el Régimen de impartir justicia?

Uno de los enterradores fue Leoncio Badia. Republicano excarcelado al que le asignan la labor de enterrar a los suyos. Por otra parte, Pepica Celda, hija de uno de estos hombres asesinados por el régimen, está presente, encaramada en un árbol, el día que su padre fue fusilado. Sabe perfectamente dónde está su cuerpo y emprende su particular Odisea administrativa, para sacar a su padre de la fosa común y poder enterrarlo dignamente.

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La narración, además de ir mostrando aquellos años convulsos, previos a la guerra civil, años violentos y represivos, primero con la represión republicana y luego franquista, nos sitúa luego en el cementerio en el que trabaja Leoncio, que iba para profesor (enamorado de la astrología y la cultura griega: hay un hueco aquí para hablarnos de Aquiles y de su amado Patroclo, de la importancia de tener un sitio físico en el que llorar o poder recodar a nuestros muertos) y acaba como enterrador. Hasta en la noche más oscura siempre hay un jirón de luz, hasta en la abyección más profunda, siempre hay un resquicio para la humanidad. Leoncio ayudará a las mujeres cuyos padres, hijos, hermanos han sido asesinados. Les dejará ver los cuerpos, a espaldas de las autoridades y antes de introducirlos ordenadamente en las fosas. Recortará alguna pieza de tela, un cordel de cuerda, incluso les pedirá que en una botella incluyan el nombre del difunto; mensaje que será descubierto décadas más tarde, cuando Leoncio espera que toda aquella barbarie haya pasado. Así, uno de los equipos forenses encargados de cumplir con la Ley de memoria histórica impulsada por Zapatero y abortada por Rajoy (Ni un euro público más para las fosas de la guerra; claro impulsor como se ve de la desmemoria histórica) encontrará en sus exhumaciones estas botellas cuando excaven la fosa 126. Los asesinados por la República ya habían sido exhumados durante las cuatro décadas de dictadura, con todos los honores y medios económicos a su alcance. ¿Qué entiende cualquier persona de bien por dar una digna sepultura?

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Como apuntan los autores, en todos los países europeos, salvo en España, al acabar una guerra cada bando ha recuperado sus cuerpos. España es diferente. Aquí se venció, se represalió y se condenó al olvido, a las fosas comunes, a millares de personas. Y se apuntaló todo ello con aquella sentencia que dice: No hay que remover el pasado.

Por eso es tan necesario este cómic, duro y conmovedor en todo lo trágico que atesora, en su lucha sin cuartel contra el olvido y la desmemoria, y también como un canto a la esperanza, a la humanidad que como la de Leoncio siempre vencerá a la ignominia.