Leer la generosa y extensa reseña del escritor y ensayista Enrique Gallud Jardiel.

Leer la generosa y extensa reseña del escritor y ensayista Enrique Gallud Jardiel.
En la conclusión leo: Los libros de viaje, según Lévi-Strauss, crean la ilusión de algo que ya no existe, pero que quisiéramos que existiera todavía.
Se pregunta Attilio Brilli si es posible hoy hablar del arte del viaje. No, no es posible. Por eso este ensayo de Attilio, o la lectura de otros libros como el estupendo Peregrinos de la belleza, viajeros por Italia y Grecia, de María Belmonte, evocan lo ya pasado, en este caso poniendo Attilio el foco en el Grand Tour, aquel gran viaje llevado a cabo entre los siglos XVII y XIX por aristócratas, burgueses, por gente acaudalada.
El viaje implicaba una minuciosa organización previa, el manejo de un sinfín de guías, planos, mapas del terreno a recorrer, la oportuna elección de la caravana (asimismo del postigón, el correo, el cochero), del personal a su servicio (cocineros, peluqueros, preceptores…), de los lugares de pernocta (casas de postas, pensiones, hoteles, posadas, habitaciones de huéspedes…), de la ubicación de las aduanas (con aduaneros, que tal como se nos refiere por algunos viajeros de la época en sus Diarios, no son de su gusto por su tendencia de estos a la corrupción), de la documentación necesaria (pasaportes, certificados sanitarios, cartas de crédito…).
En cuanto al equipaje, los hay austeros (que van con lo puesto y viajan a pie) y los que llevan toda la parafernalia imaginable: baúles, maletas, baúles cama, percheros, sombrereros…
Las formas de viajar pueden ser por tierra, en donde se nos refieren situaciones a veces peligrosas por desfiladeros y quebradas, en terrenos montañosos, al cruzar los Alpes; o bien travesías en barco. En todo caso, los viajeros se veían sometidos a las inclemencias meteorológicas, al balanceo en las caravanas o embarcaciones, con jornadas a menudo extenuantes. Se refiere algún que otro crimen, pero no parece ser lo habitual, ni nada que preocupase a esta clase de viajeros. Para muchos de los cuales, si eran jóvenes, el Grand Tour venía a ser como el epílogo a su educación sentimental, al abrírseles la posibilidad de entrar en contacto con lo foráneo, de conocer los vestigios de otras civilizaciones, y yéndonos al presente: el conocer el espíritu de los países y sus costumbres, si han de atenerse a lo indicado por Montaigne.
Si bien, leyendo a Attilio parece que unos viajeros van siguiendo los pasos de los otros. Es clave por tanto recurrir a toda la bibliografía existente en el momento de hacer el viaje (algunos libros ineludibles son Nouveau Voyage d´Italia, de Misson; Viaje sentimental por Francia e Italia, de Sterne, o Boswell on The Grand Tour; aunque el número de obras que maneja Attilio para su ensayo es muy extensa, y los numerosos párrafos ajenos e insertos en el ensayo, lo hacen muy interesante, al darle el color del folclore y los prejuicios y la variedad de la anécdota). Al ser el viaje fruto de una minuciosa planificación, dejando pocas cosas al azar, no parece que hubiera espacio para la espontaneidad, y el viaje pareciera consistir en hacer lo mismo que otros antes ya habían hecho y documentado.
Hoy que no existe el viajero, sino el turista (recomiendo leer el artículo Provincianos y cosmopolitas de Rafael Argullol, donde daba cuenta de ese Viajar mucho sin llegar a conocer nada), sucede algo parecido. Con las listas de qué ver en cada ciudad, o qué ver si solo vas a estar un día, o tres en un determinado sitio. De esta manera la posibilidad de perderse, extraviarse, errar, queda abolida, y el viaje adopta el aspecto de una formula matemática.
Cuando viajar era un arte. La novela del Grand Tour
Attilio Brilli
Traducción de José Ramón Monreal
Editorial Elba
2021
252 páginas
Resulta curioso que la palabra sinopsis figure en el título de un libro y no en la contraportada. Va acompañada de “amor e guerra”. La guerra es la tragedia, el amor es la felicidad. El título sirve para situarnos. Estamos en Berlín, cuando se erige el muro, dejando a cada uno de sus lados a los dos amantes: Theobald y Bluma. Él en la parte occidental y ella en la oriental. La historia se origina mucho tiempo atrás. Ambos se conocen desde niños. De hecho, como una invocación al destino en común, la primera palabra que pronuncie Theobald será Bluma. Luego, según vaya pasando la infancia y la adolescencia, Theobald se irá acercando y distanciando como la órbita de un planeta alrededor del sol (Bluma). Ella es dos años mayor y madura antes, inicia otras relaciones.
Podemos decir que lo que han unido los libros no lo separará la Historia. Porque Theobald, en su mocedad, lee los libros que le gustan a Bluma. Memoriza los poemas que ella lee. Recorrer las lecturas de la mujer amada es para Theobald la manera que tiene de estar lo más cerca posible de ella.
En 1961 la erección del muro los separará. Pero será solo un paréntesis. Theobald iniciará otra relación con Johanna, aunque será solo la sombra desvaída, el tibio reflejo de su verdadero e inaplazable amor.
El contexto histórico determina la historia, pero sin sustanciarse en la narración o romance. Aunque sí se filtra de una manera que parece consustancial a la escritura de Afonso y su amor por los libros (evidente al leer O vício dos livros o Los libros que devoraron a mi padre). A través de la bella historia que nos ofrece, en la que dos combatientes, uno del SPD y otro del KPD: Schneider y Weber, quedan atrapados en un edificio, separados por un muro de libros. Comienzan a hablar, a leer, a intercambiar lecturas y a comentarlas. Se hacen amigos y acaban abriendo tiempo después una librería que llevará el nombre de ambos. La librería pasará más tarde a manos de Walden Thomas, el padre de Theobald, que para el hijo es la figura noble y sabia, pródiga en frases quintaesenciadas que cifran la experiencia acumulada sobre la vida, el amor, la guerra y la enfermedad.
La novela creo que evidencia la buena mano de Afonso para tejer historias vibrantes y bien hiladas, en donde los libros y la literatura tienen una notoria relevancia.
No desvelo el postrero golpe de efecto final, que parece, no obstante, consecuente con todo lo anterior.
A medida que iba leyendo el texto me venía en mente, ¡cómo no! Thoreau, por su relación con la naturaleza, y por títulos como Pasear, porque aquí el paseo es el corazón que irá bombeando su sangre por las páginas del libro. Pasear permite la soledad y la plenitud, quizás en el reconocimiento de cuanto le rodea.
Dice el autor que toma conciencia de que en sus escritos se aleja de la naturaleza y cae en la cultura, si hemos de darle la razón a Mumford. Si bien hay un punto de encuentro entre ambas: el paisaje. Ese paisaje es el que escruta el autor en estas páginas. Si la mirada va dirigida a los cielos, podemos establecer una taxonomía del aliento celestial, ya saben, las nubes; si va dirigida más a flor de tierra, no faltan el cereal, el olivo, los almendros, las viñas. Entre el cielo y la tierra, toda suerte de aves (me venían ecos de ese gran libro que es El desapercibido de Antonio Cabrera). Pero el objeto de estas palabras no es volcar aquí todo el contenido del libro que tiene con ver con las plantas, las flores, o las aves, ni extenderme tampoco en la terminología hortícola. No.
El libro de Foronda (casi doscientas páginas) es un paseo gozoso para el lector, que se convierte en un documentalista, siguiendo al autor por la vereda de sus paseos, navegando por el flujo de sus pensamientos, reflexiones y aforismos; autor que vuelve, como las estaciones, una y otra vez al pueblo de su mujer: El Villar; con sus mellizos, a los que quiere transmitir algo de ese legado inmaterial: los recuerdos para el futuro y también algún conocimiento práctico, por ejemplo, la fabricación de unos barcos con juncos.
Se afianza el sentimiento de pertenencia al lugar, que germinará muy lentamente. Procederá Foronda al estudio del paisanaje (no exento de ironía y ternura) y de la toponimia, e incluso estará dispuesto a elaborar una mínima guía con los tres lugares que le gustaría enseñar a cualquier visitante del municipio. Asimismo levantará acta del avance de la modernidad en el pueblo, en forma de carretera. Si bien al autor parece importarle menos el firme que el firmamento.
Y la escritura busca la permanencia, aunque sea fugaz, como el rastro de las aves en su volar, como la levedad de la huella de un gorrión en la nieve, como ese Walser muerto en la nieve, tan andariego, que no le deseaba a nadie ser como él; y aquí el autor también se confiesa:
Pero no encuentro la paz en esta soledad ni el silencio en mi propio vacío.
A pesar del silencio y la soledad, lo que deja la lectura es la cálida sensación de estar celebrando la vida, la existencia, la paternidad (impagables las réplicas y comentarios filiales), y lo que es más importante para el lector: la escritura, porque si grácil, armonioso o flexible, son epítetos referidos al vuelo de la golondrina por parte de Foronda, creo que se ciñen también a su escritura.
No hace falta apenas nada para celebrar la vida. Basta saber mirar lo que tenemos a nuestro alrededor: el cielo, las aves, la tierra, sus plantas y flores, y poner en ello nuestra atención, aplicar nuestros conocimientos, también algo de imaginación y unas gotas de poesía, y el cóctel está servido. El paisaje se convierte entonces en una ventana polícroma y sustantiva a través de la que mirar, y por la que ser visto.
Pidamos asilo en este aforismo, para concluir.
TRANQUILO: El futuro es solo un paso adelante en el camino.
Días bajo el cielo
José Ignacio Foronda
Pepitas de Calabaza
2011
197 paginas