El sudor manaba detrás de sus orejas pero eso no le impedía correr. El calor inundaba sus pulmones encharcándolos de aire caliente y húmedo. Atravesó la puerta que daba acceso al parque. Sorteo la entrada y llegó hasta las sillas de plástico, que oficiaban de butacas. La película ya había comenzado. Abrió los ojos todo lo que pudo. Un arma disparaba a todo bicho viviente y los que estaban en las primeras filas se agacharon al ser apuntados ellos también por el pistolón. Luego hubo risas porque el asesino era cachondo y despedía a sus víctimas con un chiste, así que estos se iban al otro barrio con una sonrisa en los labios. Es lo menos que puedo hacer con ellos decía el profesional, al ultimarlos. Él miraba todo aquello con la boca abierta, cómo, si cada fotograma alimentase su magro cuerpo. La hora y media se le pasó en un suspiro. La luna llena de sueños a incumplir pendía del cielo en todo su esplendor y él, un niño de once años, recibió un bofetón de la palma abierta de su padre, que juraba y perjuraba que no lo volviera a hacer, que llevaban horas volviéndose locos a su costa. Dejó la Plaza Vittorio con el labio manando sangre, que enjuagó en la fuente a su medida que había junto a la pared enrejada, con el firme propósito de volver al día siguiente a ver más cine, a seguir alimentándose de sueños y pólvora. Tenía sangre de sangre, la cual dicho sea de paso cada vez le hervía más.
Cine de verano
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