El museo imaginado

Charo baja de la escalera y nos franquea el paso al establecimiento ubicado en una calle antaño prostibular y hoy conocida como la calle de las muñecas.

Muñecas

Pienso en una abarrotería monotemática que sería, incluso hoy, el paraíso de cualquier criatura en su niñez. Más de cuatro mil (parece imposible establecer un censo) muñecos y muñecas en su manifestación silenciosa y serena alegría.

Cada muñeca tiene una historia. Peregrinas, toreras, folclóricas, enfermeras, nancys, mariquita pérez, barriguitas, monster high, blancas, negras, algunas embarazadas con el niño en la tripita que se abre como una puerta con el feto dentro, otras amamantadoras, algunas del tamaño de un dedo, pero las hay también tan altas como un niño de un metro veinte. Muñecas modernas como la Nancy de Aitana, otras casi centenarias. Muñecas llegadas de todos los países.

Muñecas

Charo las limpia, engalana y sitúa con mimo en las estanterías rebosantes. Pienso que si el acarreo sigue de manera interrumpida, la única solución será hacer con las muñecas lo que se hace con los jamones: ubicarlas colgantes en el techo.

Muñecas
Charo, ya jubilada, nos habla del quehacer diario con sus muñecas, de los vestiditos que les confecciona con mano de orfebre, cada uno distinto, y sus ojos refulgen apasionados, y uno piensa, camino de la puerta de este museo clandestino, que las muñecas es evidente que no solo nos ofrecen compañía en nuestra infancia, aunque mirando los fusibles del cuadro de la luz también pienso que me daría más miedo pasar una noche allá, bajo la atenta mirada de ocho mil ojos, que en un camposanto.

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