De vacaciones en Barro (Asturias), una tarde a la puerta de nuestra casa rural se asomó un hombre de unos treinta años pidiendo agua. Vimos que detrás suyo, en el suelo, había una gran mochila y deducimos que era peregrino. Le invitamos a entrar, pero permaneció fuera jadeando. Era francés, había comenzado El Camino del Norte en Hendaya, sólo, y todavía le quedaban unos cuantos cientos de kilómetros por andar. Le llenamos la cantimplora con agua natural pero comentó que del grifo también le iba bien. Preguntó por el albergue más próximo. Quería ir hasta el albergue de Nueva. Le quedaban unas cuantas horas de caminata. Le recomendamos que a su paso por Niembro se diera un baño en la Playa de Torimbia, que las vistas antes de descender hacia la playa son un espectáculo. Comentó que si no llegaba al albergue o estaba lleno dormiría en el suelo como otras noches. ¿Duro, no? le preguntamos. Soy peregrino, contestó. Lo dijo con el corazón. No buscaba comodidad alguna. Su rostro era el de alguien que sufre pero que al mismo tiempo gozaba, porque creía en lo que hacía y lo hacía con humildad. Había determinación en sus ojos. Un rato después, fuimos hacia Niembro con el coche y antes de llegar al pueblo lo vimos mirando un cartel por donde nacía un sendero. Momentos después El Camino lo había engullido.
Espíritu peregrino
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