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Las ventajas de la vida en el campo (Pilar Fraile)

¿Las ventajas de la vida en el campo? ¿Qué ventajas, qué vida, qué campo?. El título de esta novela de Pilar Fraile (Salamanca, 1975) se desdice en cada uno de sus términos.
!Ay, Alicia!, cambiaste un barrio clónico en la ciudad por una vida en el campo, adonde te trasladaste con tu marido y tu hija pequeña. Fuiste a un pueblo y acabaste en una urbanización, querías una vida al aire libre y esto consistía en que tu hija jugase en el jardín de tu casa, querías ir a un pueblo pero sin llegar a formar parte del mismo, de su comunidad, así que los lugareños os trataban de usted, quizás por vuestra condescendencia urbanita. Querías cambiar de vida, pero no sabías que lo importante era la raíz, no las hojas y que cambiando el escenario no cambiaba una vida, que una vida no es parecer, no es compararte con tus vecinos, perderse en naderías, sino ser. Descubriste que todo era fingimiento, representación, de la que tú formabas parte, que el rol de madre no te iba y te arrepentiste llegado el momento de haber tenido a tu hija, te arrepentiste de tu rol de esposa, y la naturaleza proteica de tu marido cuando mostró su cara más feroz tornándose despreciable te condujo a la aventura amorosa y a confundir un calentón con el amor. Esperabas un reconocimiento a tus tareas, que no llegaba y te desesperabas con los efectos laborales de la crisis y tus encargos episódicos y pudiste entonces plantarte y llamar a las cosas por su nombre, pero acabaste pasando por el aro. Te dejaste cegar por tus prejuicios y un anciano retraído, silente, de mirada incisiva, tu vecino, se convirtió en el actor principal y en todos los secundarios de esas películas que te montabas en tu mente (tú y tu esposo) con jirones extraídos de las noticias de sucesos. Hablabas del universo una y otra vez, de sus precisas leyes, un universo que por otra parte no te ofrecía ningún consuelo.
Creo que llegaste a la conclusión de que tu vida era un tiovivo del que ya nunca bajarías, porque habías comprado más fichas de las que ibas a poder usar, porque tu vida era una vida sin ti.

Caballo de Troya. 2018. 286 páginas

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La paciencia de los árboles (María Sotomayor)

La vida sólo es soportable por el hecho de que nadie coincide con el dolor de nadie

Emil Cioran

Sirva la cita de Cioran como pórtico, porque este estupendo y maduro libro de poemas de María Sotomayor (Madrid, 1982) -publicado en 2015 por Editorial LeTour 1987 y recuperado ahora por La Bella Varsovia- creo que tiene mucho que ver con el dolor, un dolor que nos podemos preguntar si se puede compartir con los demás, si somos capaces de ocupar el lugar del otro. Si Cioran está en lo cierto cada cual arrostraría su propio dolor y no cargaría con el de los demás, y habría que plantearse en ese caso qué valor tendrían la compasión, la empatía.

María aborda el alzheimer (enfermedad tratadas en otras novelas por autores como Sachez, Ernaux o Bobin) de su abuela muerta y te engancha ya desde el primer verso.

TU PIS GOTEA de la cama
llenándome de asco la ternura
la sonrisa era lo importante
para los retratos
y mis manos jamás se mancharon de lejía.

Hay enfermedad, degradación, ternura y asco. Hay un cuerpo seco, la raíz de la memoria y el olvido caduco. Hay mujeres unidas por un cordón umbilical o mejor, sogatira, donde al otro lado siempre arrastra la muerte.

Sotomayor se sustrae al confort de los lugares comunes al manejar esta enfermedad, cada día más común, e irá tejiendo un homenaje de palabras a punto de cruz o a vainica doble, no lo sé, pero sin dar en todo caso una puntada sin hilo en el centro de la emoción, derramándose en cada verso, buscando su verdad, encontrándola y compartiéndola con todo aquel que llegue a este puerto. Una verdad (aletheia) que como nos dijeron los griegos consiste en desvelar lo oculto, al tiempo que es ir también en contra del olvido.

No sé si el dolor se puede compartir, pero sí sé que la escritura como dijo Zambrano permite descargarse de palabras y así quizás la autora haya conseguido por este medio, desprenderse de su abuela para poder tenerla ya por siempre dentro de sí.

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Extravíos (Emil Cioran)

Todos debemos rehuir la tentación de hacer el mundo nuestro nido, de la dulce sensación de sentirnos en casa envueltos en la soflama de un interior. Las alas del espíritu no crecen sino en la repulsa del hogar, del cobijo, del calor. ¿Hay algo más noble que las delicias del extravío?

¿Cioran es un aguafiestas?. Si nos dejamos seducir por los cantos de sirena de la filosofía de la proximidad de Josep Maria Esquirol que apela precisamente al amparo, al cobijo, a todo aquello que nos sustrae al nihilismo, diremos que sí, que Cioran es una aguafiestas, aunque como comparto que El pesimismo lúcido es vivificante no me importa lo más mínimo que Cioran nos baje los humos, que nos deje a la altura del barro, que nos diga que la única esperanza del hombre es encontrar la esperanza, que lo cierto es que la vida no tiene ningún sentido; pero aún más cierto es que nosotros vivimos como si tuviera uno, que nadie hace causa común más que con sí mismo, que la vida hace de cada uno de nosotros un proscrito y de todo un semejante un verdugo, que lo desagradable de las religiones es su esfuerzo por legalizar a toda costa el ilegítimo deseo de vivir

Podría seguir añadiendo otras tantas reflexiones con piel de aforismo, pero en definitiva este libro inédito publicado ahora por Hermida editores es una buena noticia para la literatura en general y para el pensamiento en particular, un texto el de Emil Cioran (1911-1995), escrito en 1945 en rumano, antes de dar el salto al francés, que nos invita a pensar de otra manera, a replantearnos muchas cosas, a dejarnos llevar por el desencanto de sirenas que aúllan que todo importa nada, que no hay sentido y sí tedio, que el ser es el deseo de nuestra ceguera, un ser conjugado en la irrealidad, y quien sabe si lo mejor que nos podría acontecer no sería una esterilidad aniquiladora a ritmo de réquiem.

Hermida editores. 2018. 102 páginas. Traducción de Christian Santacroce

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Las órdenes (Pilar Adón)

Bonita es la portada de este libro de poemas de Pilar Adón (Madrid, 1971), obra de Francisca Pageo. Lo he plantado sobre el césped pero le hubiera ido mejor un terreno más áspero, más árido, más erizado, más abrupto, como los poemas que contiene. Lo he leído en una terraza tan cerca del bordillo que los retrovisores me acariciaban el lóbulo de la oreja derecha. Leer en una terraza es un deporte de riesgo.

Una mujer pobre con un niño en brazos es una mujer dos veces pobre, dice Adón. La progenie en este caso (¿o siempre?) no es motivo de felicidad, sino de desdicha.

Eso espiritual que ves es mi miedo, dice Adón. Un miedo que alimentan muchos poemas, desbocado ante una ventana abierta, que a los doce o trece años, invita a saltar.

Solo quien tiene el amor lo cree prescindible. El amor está condenado a la extinción, me pregunto.

Estigma muestra la decrepitud de la senectud en todo su esplendor, es un decir.

No queremos ser madres, comienza un poema. Es necesario justificar la decisión de no querer ser madre, de no querer ir más allá de ser hija, me pregunto. Parece ser que sí, porque hay que transmitir los genes, seguir las tradiciones, perpetuar los roles, blablablá. Nada de eso, la mujer será madre si quiere, y si no, no, y.

A mi padre se le contamina el lenguaje. Nombre cinco animales, le piden. Y él responde pato, gato. Pato. Manzana. Ahí Adón esplandece, valiente también.

La poesía pueden ser nubes de algodón de puro azúcar, o algo más prosaico, más de amar por casa. Ella querrá oír que su amor es eterno y él le dirá que su amor es de ahora.

Somos presente proyectándonos en el futuro y nos pensamos en potencia. La próxima vez nos decimos y una otra vez. Sí una y otra hez.