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El teatro de la crueldad. Ciencia, poesía y metafísica (Antonin Artaud)

El teatro de la crueldad de Antonin Artaud (1896-1948) editado por La Pajarita de Papel, con traducción de Rodolfo Cortizo (fundador y director de la compañía de teatro La Pajarita de Papel y director de la sala de teatro La Puerta Estrecha) recoge una serie de ensayos breves (hay también cuadros (como autorretratos), poesías, y fotografías de autor sobre el escenario, tanto en en el teatro como en el cine) sobre el teatro, con títulos como El teatro de la crueldad, El teatro de Serafín, La puesta en escena, Manifiesto para un teatro abortado, La evolución del “ornamento”, El arte del teatro es ante todo ritual y mágico, El teatro y la ciencia, El arte del teatro y la psicología y la poesía, Alienar al actor, Teatro Alfred Jarry….

Artaud cree que el teatro está en franco retroceso que se ha apartado mucho de lo que debería ser, y en estos escritos elaborados en los años treinta y cuarenta del siglo pasado propone un teatro ideal, ofreciendo una serie de ideas que lo acerquen al mismo, con una idea del teatro o del arte del teatro rayana en lo místico, en donde el teatro serviría no tanto como un pasatiempo con el que entretener a los espectadores, sino como un espectáculo (que debería rehuir a su vez de la espectacularidad, exaltando aquello que provocan las acciones) que buscase su participación activa, en un encuentro entre el actor y el espectador en el que a través de las acciones del actor (entendidas como un fuego devorador que lleva a las acciones, las situaciones y las imágenes a ese grado de incandescencia implacable que se identifica con la crueldad) se lograsen iluminar las zonas oscuras de la conciencia de los espectadores, los cuales yendo al teatro a evadirse de sí mismos, paradójicamente conectasen con lo puesto en escena de tal manera que lo visto afectara a lo más profundo de su ser (quisiera escribir una obra de teatro que incomode a los seres humanos, que sea como una puerta abierta y que los lleve donde ellos jamás querría en llegar, directamente a una puerta que los enfrente con la realidad) y esto se conseguiría no a través de un espectáculo que se repetiría día a día sin variación alguna, sino con una obra que solo se ofrecería una vez, tal que resultara una experiencia de tal calado, como lo son esas experiencias vitales que acaban marcando a los individuos precisamente por su naturaleza puntual, episódica.

Surge también la oposición entre lo instintivo y lo racional, entre el uso de la palabra, la razón, la lógica y aquello que brota de una manera impensada, natural, salvaje incluso (las acciones, casi siempre impulsivas, se anteponen a las palabras liberando así el inconsciente en contra de la razón y la lógica), tal que representar un texto escrito sería una degradación, pues lo propio sería representarlo en el acto sin que el texto fuese una mediación. Luego Artaud se corrige, pues sabe que el teatro sin un texto que lo respalde es difícil de sostener y de ofrecer a un público y entonces apela a la gravedad en el texto (no es cuestión de su primer el lenguaje hablado coma sino de dar a las palabras la importancia que tienen en los sueños), a que junto con las imágenes y las abstracciones que de su visión surjan se logre el efecto por el esperado, que es del iluminar esos puntos ciegos de la conciencia que logran una vez iluminados conectarnos con nuestra esencia.

Reivindica Artaud y así queda claro después de leer sus ensayos, su oficio actoral: cuando vivo no me siento vivir. Pero cuando acciono es donde me siento existir. El arte del teatro que para él no dejará de ser el espectáculo del ritual y la magia, que atienden a una necesidad espiritual.

La Pajarita de Papel Ediciones. 2019. 115 páginas. Traducción de Rodolfo Cortizo

Lecturas periféricas | La pasión de Antonin Artaud (Antonio Rodríguez Vela)

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El lugar de la espera (Sònia Hernández)

El lugar de la espera es la tercera novela que leo de Sònia Hernández, tras Los Pissimboni y El hombre que se creía Vicente Rojo y la que más me ha gustado con diferencia.

Le encuentro a la novela unas hechuras muy Vilamatianas, y digo novela cuando perfectamente podemos hablar de ensayo, pues la novela aquí es tentativa prueba acercamiento. Y digo Vilamatiana porque el corifeo de voces que forman el nosotros que narra, aunque luego cada historia se desgrane en la segunda persona, juega con las cartas marcadas del fracaso, la desesperanza, la desubicación, la invisibilidad, la imposibilidad creadora, el desnortamiento, la derrota, la desaparición, etcétera, motivos beckettianos, que alimentaron novelas como Aires de Dylan, El viaje vertical o los jugosos ensayos compilados en Impón tu suerte. Aquí, el leitmotiv es la búsqueda del (sin)sentido a cuanto les pasa, pesa, circunda, agrava y acorrala, sin que les valgan las religiones, las fórmulas matemáticas, la fe y la ciencia en vía muerta.

Si ahora los miedos son a las manadas, las agresiones sexuales, las violaciones, al acoso escolar, a la falta de privacidad (que paradójicamente cedemos sin apenas pensarlo a toda clase de aplicaciones para móviles), al terrorismo indiscriminado, al calentamiento global, a la pérdida de libertades, al excedente de la mano de obra sustituido por las máquinas, etcétera, antes los miedos de los aquí presentes, nacidos cuando el dictador estaba ya en franco declive, sino ya ultimado, eran otros: el miedo al SIDA, a caer en las drogas, a ser arrollado al cruzar las vías de los trenes anejos a sus viviendas…

Pensemos en un cuño en una mano, el sello lleva grabado la palabra “Generación”. El caso es que cuando se lleva a cabo la impresión aquello resulta ser una calcamonía, porque no hay una generación ni una seña de identidad ni un objeto que explique una infancia ni una voz que sea la de todos, porque cada voz individual aquí es un murmullo, un quejido, un lamento, un ruido de fondo indefinido, que dista mucho de ser algo armónico, más bien algo que chirría, desafinante, un zumbido, un malestar general ante una sociedad y un sistema capitalista, que nos hemos dado entre todos, que sienten que les ha dado la espalda, que los ha invisibilizado y ninguneado, que los ha reducido a ser meros consumidores, usuarios desesperanzados, aunque ellos aspiran y una y otra vez a alzar la voz, llegar a expresarse, a través del teatro, la interpretación, la escritura, las performances -lo artístico en todas sus manifestaciones; desfilan artistas como Marina Abramović, Gabriel Orozco, Adrianna Wallis, Martín Vitaliti, Oriol Vilanova…- el anhelo de remover conciencias, algo que les permita coger confianza en sí mismos, ganarse otra oportunidad, tal que el futuro, esos dos años de espera a los que se alude como un mantra, no sean un erial.

Sònia Hernández plausiblemente hace narrativa la zozobra, la inseguridad, lo precario, la imposibilidad y su urdimbre, aquilatando página a página un discurso evanescente, vaporoso que como en el ciclo del agua se evaporase para volver a caer de nuevo a nosotros. Una y otra vez.

La existencia como la adición de (la) espera y (el) desespero.

Acantilado. 2019. 176 páginas

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Cuántos de los tuyos han muerto (Eduardo Ruiz Sosa)

Cuántos de los tuyos han muerto, libro de relatos de Eduardo Ruiz Sosa (México, 1983), editado por Candaya, debería de llevar a modo de faja, una liga negra con una inscripción donde se leyese, en mayúsculas, MEMENTO MORI.

Sobre ese estado alarmado y de excepción que es la vida y también de sitio, del no lugar, Eduardo escribe once relatos y una coda, a cual mejor.

Sabía que Eduardo había escrito la novela Anatomía de la memoria y en estos relatos hay muerte y memoria, esa muerte en vida que nos sobreviene cuando comenzamos a olvidar(nos) de las cosas y de nosotros.

El interregno que media entre la nada de la que venimos y la nada a la que vamos, aquello que llamamos vida, soberana, la puebla Eduardo de fantasmas reales, de sordidez y truculencia, metiendo el bisturí entre las vísceras de una realidad que eviscerada resultará tan atroz como verdadera, así que no nos extrañe que, por ejemplo, una hija quiera envenenar a su madre, que otra hija viaje con el cuerpo (cenizas) de su madre en una maleta, que unos amigos busquen la manera de aliviar (ultimar) la existencia a un amigo que estando en la últimas va enviando a la Parca a otros, presuntamente, en mejor estado, aquel que escenifica su muerte hasta que un buen día la clave del todo, la madre que se va de este mundo sin haber confesado a los que se quedan sus deseos y dejando una estatua trunca y sin su restitución o ese hermano que busca y rebusca a su hermano desaparecido, casi a diario, en un depósito de cadáveres hasta encontrar una solución desesperada que te hace crujir por dentro.

Son estos los elementos con los que Sosa, cáusticamente, adereza unos relatos breves, ninguno supera las veinte páginas, en los que a pesar de estar una y otra vez la muerte ejerciendo de serenovigilante, los distintos enfoques, desarrollo y ejecución no dejan sensación de reiteración ni nada parecido, más bien lo contrario, una sensación de extrañamiento sorpresa perplejidad ante una voz narrativa propia (la sintaxis encabalgada, la (puntual) falta de comas y la disposición de las palabras logra vigorizar los textos), aquella que surge como una copia sin modelo.

Hablamos en definitiva de unos relatos insoslayables, de un candayazo en toda regla.

Candaya. 2019. 173 páginas

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El final de la cuerda (Joseph Conrad)

Escrita en 1902 la editorial Funambulista saca ahora una segunda edición (la primera es de 2009) de esta obra no muy conocida de Joseph Conrad que lleva por título El final de la cuerda, con traducción y postfacio de Isabel Lacruz Bassols.

Tengo fresca la lectura de los estupendos ensayos de Conrad agrupados bajo el título El espejo del mar. Allí Conrad constaba cómo la navegación que él había conocido, desde que se enroló (tras un intento de suicidio) en 1878, había cambiado mucho con la aparición de los vapores, tal que el viento, que era la razón de ser de los veleros (uno de los mejores ensayos es el dedicado a los vientos) y de la navegación ya pasaba a ser una antigualla.

En El final de la cuerda el principal protagonista es Whalley, un capitán de barco que frisa los sesenta, de apariencia rocosa y vitalista, que es también emblema de ese mundo que desaparece literalmente ante sus ojos: una modernidad que arrambla los veleros en beneficio de los vapores, más rápidos, más rentables…

Todo el empeño de Whalley, viudo desde hace dos décadas, es dejar a su hija, que vive en Australia, en la mejor situación posible. Esto lo conduce a un callejón sin salida, a vender su barco, y ya casi arruinado (con 500 libras como todo patrimonio) enrolarse, a la desesperada, en otra embarcación para surcar las costas de Manila, en asociación con Massy un maquinista a quien un golpe de fortuna convertirá en armador. El tercero en discordia es Sterne que no ve la manera de apartar a Whalley para ocupar así su posición en el barco.

Más allá de las detalladas y siempre amenas descripciones paisajísticas con las que tan bien le coge el pulso Conrad a las Indias Orientales, hay aquí una labor de introspección cifrada en las zozobras de Whalley, en los tejemanejes de Sterne y Massy, en la amistad con Van Wyk, como si estuvieran todos ellos echando un mus sin enseñar las cartas y yendo de farol, dado que todos tienen cosas que ocultar y callar, si bien solo uno de ellos estará dispuesto a inmolarse llegado al caso, aunque como se verá, los apegos y filias familiares pecan de asimetría, aunque es cierto que una vez muerto, todo está bien, sin llegar por tanto el ultimado a coscarse ni lamentarse de tanto afán y tanto sacrificio ¿en vano?.

Editorial Funambulista. 2019. 288 páginas. Traducción y postfacio de Isabel Lacruz Bassols

Joseph Conrad en Devaneos

El espejo del mar
El copartícipe secreto
Amy Foster
El corazón de las tinieblas
El primer lector de Conrad (Enrique Vila-Matas)
Lord Jim
Un padre extranjero (Eduardo Berti)

Lecturas periféricas ¿Por qué Conrad? (Roberto Breña)