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Así habló Zaratustra (Nietzsche)

Hay autores como Nietzsche que me imponen respeto. Recuerdo que en la selectividad, allá por 1993, en filosofía nos dieron a elegir entre el Superhombre de Nietzsche o la Crítica de la razón pura de Kant. No sé cuál elegí. No volví a Nietzsche hasta que hace un par de años leí Ecce Homo. La semana pasada al concluir La sabiduría de lo incierto, ese gran libro de ensayos de Joan-Carles Mèlich, decidí que quería leer Así habló Zaratustra. Dicho y hecho.

Me armé de valor y de paciencia, y me puse a rumiar. Nietzsche que además de filósofo fue filólogo, entendía la lectura como un proceso de rumiaje, tarea a la que había que dedicar el tiempo y esfuerzo necesarios. La edición que he empleado es la que puso en el mercado en 2016 Alianza editorial con introducción, traducción y notas de Andrés Sánchez Pascual. Notas, casi 600, que me han sido de gran ayuda para entender mejor el texto, tanto como un par de sustanciosas conferencias disponibles en el repositorio virtual de la Fundación March a cargo de Diego Sánchez Meca.

No sé por qué motivo tenía a Nietzsche por una persona amargada, agria, hosca, gruñona, aquejada por un pesimismo enfermizo, nihilista, y finalmente demente. !Qué gran película, al hilo de esto, la de Béla Tarr y Ágnes Hranitzky!.
No sé qué idea me había hecho yo del superhombre, del eterno retorno. Para salir de dudas siempre hay que ir a las fuentes, al texto primigenio.

Me preguntaba si sería un texto accesible, pesado. Sin todo el aparato de notas creo que sería difícilmente accesible, pues Nietzsche está continuamente trayendo en su texto citas bíblicas (del Génesis, Deuteronomio, Apocalipsis, Evangelio de Juan, Evangelio de Mateo…) que adapta y deforma a su antojo -creando además unas cuantas palabras quizás por su deformación de filólogo, que le llevan una y otra vez a experimentar con el lenguaje- y también de otros autores como Goethe, o libros como Las mil y una noches y cuentos en él incluidos como Simbad el marino.

El punto de partida es que Dios ha muerto. ¿Qué puede hacer la humanidad entonces?. Zaratustra quiere conducirnos (o transformarnos) al hombre superior, aquel que ya ha sido liberado de la carga de Dios, de la herencia recibida, que no de ha purgar con nada relativo al pecado original, que forja su propio destino (!Mejor ningún Dios, mejor construirse cada uno su destino a su manera!) y moral. Que lo bueno y lo malo, la bondad, la virtud, lo justo, la piedad o la compasión, no deben interpretarse ya bajo el código religioso, en términos de castigo y recompensa, de pecado y redención.

Nietzsche se burla de esos dioses que no saben reír ni bailar, por eso él, Zaratustra, santifica la risa, ama los saltos y las piruetas, se aferra a la tierra más que al cielo, nosotros no queremos entrar en modo alguno en el reino de los cielos: nos hemos hecho hombres, -y por eso queremos el reino de la tierra.

Zaratustra al principio de su historia baja al encuentro de la plebe, y es rechazado, se burlan de él. Y cuando hablaba a todos, no hablaba a nadie, dice, vamos, como ahora en Twitter. Regresa de nuevo a la montaña, a la caverna, para al final del cuarto y último libro tener un grupo de seguidores (para los cuales será una Ley, solo para esos) de lo más variado: el rey de la derecha, el rey de la izquierda, el viejo mago, el papa, el mendigo voluntario, la sombra, el concienzudo del espíritu, el triste adivino, el asno y el más feo de los hombres.

Un Zaratustra que hace oídos sordos a las alabanzas: !Vil adulador! ¿porque me corrompes con esa alabanza y con miel de adulaciones?. Un Zaratustra nada envilecido (que detesta por otra parte la altanería, la soberbia, la falsa virtud, tras abrir los ojos después de haberse independizado del influjo pernicioso de Wagner, que le resultará tan dañino, tan perjudicial a su carrera y existencia) que no se considera como otros dioses la Verdad, que aspira a que el hombre se vea superado por sí mismo, y les ofrece esa esperanza, y quizás ahí radica toda la fuerza de su mensaje, quiere romper las tablas heredadas sobre la plebe, despertar sus conciencias adormecidas. No le es tarea fácil. Ya sabemos. La oveja no sabe qué hacer sin el pastor, no sabe qué hacer sin recibir órdenes, no sabe qué hacer con su libertad, si esta se le ofrece.

Zaratustra quiere redimir lo pasado en el hombre y piensa más que en el presente, en el futuro, en la comunidad de los hijos. El suyo es el discurso del amor: Hay que aprender a amarse a sí mismo -así enseño yo con un amor saludable y sano: a soportar a estar consigo mismo y a no andar vagabundeando de un sitio para otro.

No son sus palabras algo sagrado, inmutable, Zaratustra exclama: !yo hablo en efecto, en parábolas, e igual que los poetas, cojeo y balbuceo! y huye del espíritu de la pesadez y todo lo que él ha creado: coacción ley, necesidad y consecuencia y finalidad y voluntad y bien y mal.

Zaratustra entiende sus sermones, sus parábolas, como un regalo, como una ofrenda que se nos da y así las he recibido y metabolizado.

Y si alguien tiene la curiosidad de saber cómo suena Así habló Zaratustra, oigan, y el que quiera escuchar y entender que escuche y entienda.

Y mientras me hundo en mi ocaso, creo que proseguiré con Aurora.

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Ensayo sobre el lugar silencioso (Peter Handke)

Decía Montaigne que si un libro le aburría cogía otro. Es un buen consejo que desatendí en esta ocasión. Ensayo sobre el lugar silencioso es lo primero que leo de Peter Handke y me ha parecido un texto muy anodino, de nulo interés.

El lugar silencioso se refiere a los retretes, espacio donde Peter (y otros muchos como él cuyos escritos cita) encuentra a lo largo de su existencia, en distintas ciudades, continentes y edades, amparo, refugio, silencio, tranquilidad, etc.

Si me hablan de retretes y llevándolo a lo literario no puedo dejar de pensar en Bolaño, en Auxilio Lacouture la cual en Los detectives salvajes y luego en Amuleto nos (re)cuenta cómo estuvo encerrada en los baños la Universidad Autónoma durante el asalto policial que terminaría en la matanza de Tlatelolco. Esa imagen de Auxilio sí la tengo grabada a fuego en mi cerebro, quizás porque lo que Bolaño me cuenta me interesa y ratos me fascina, mientras este ensayo, o lo que sea que sea este texto, de buena gana lo hubiera tirado por la taza del váter.

Quizás no haya sido ésta la mejor forma de abordar a Handke, de quien Vila-Matas destaca su minuciosidad. Aquí, en todo caso, sería la minuciosidad de la nadería.

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Mi Cristina/El mar (Mercè Rodoreda)

En los 90 Alianza Editorial sacó una colección llamada Alianza Cien. Cien hacía mención a lo que costaban esos libros de bolsillo, cien pesetas, de tamaño mínimo, que se dan un aire a los que publica ahora Minúscula o a la colección de Austral que pone en el mercado grandes obras por tres o cuatro euros en sus colecciones Austral Básicos o Austral Mini.

El libro de Mercè Rodoreda (1908-1983) lo forman dos relatos bastante breves. El primero Mi Cristina nos recordará a Jonás y la ballena, pues el protagonista vivirá, no tres días, sino unos cuantos años en el interior del cetáceo hasta que logra llevar a cabo su segundo alumbramiento, al lograr escapar de aquella jaula de carne. La coña marinera viene cuando el renacido es instado por sus paisanos, no sin cierto retintín, a regularizar sus papeles pues dentro de la ballena estaba a su vez fuera del mundo. Tiene un pase.

El mar se basa en los diálogos que mantienen unos rentistas de imaginación disparada, elucubrando estos sobre las noticias que aparecen en la prensa mientras que la realidad se va filtrando en su cháchara, ya sea en forma de niños, jilgueros o amas de casa, que les apartan de sus pensamientos triviales a la par que les enteran de las circunstancias de otros que no tienen su misma suerte y despreocupación vital. Rodoreda demuestra aquí su buen oído y su talento para los diálogos.

El rinoceronte y el poeta

El rinoceronte y el poeta (Miguel Barrero)

Kakfa o Pessoa son esa clase de escritores dispuestos a sacrificar sus vidas en el altar de las letras. Su vida es escribir y todo lo demás les importa un carajo. Su linfa es la tinta de sus escritos, su aire, el viento que remueven las hojas al pasar. Sobre la figura, ya inmortal, de Pessoa, Miguel Barrero (Oviedo, 1980) perpetra un texto, que obra como guía de viaje, de la ciudad de Lisboa, manual de historia, de Portugal y lo alimenta con ribetes fantásticos, jugueteando con la figura de Pessoa, esa «persona» anodina y gris, que bien podría haber sido una construcción, una capitalización de tantos otros talentos ajenos, algo parecido a lo que se cuenta también de Homero, cuya voz se dice que pudo ser la voz aglutinada y sedimentada de tantos otros coetáneos. Adolece la narración de un personaje, un tal Eduardo Espinosa, profesor universitario especializado en las obras de Pessoa (es evidente que a la sombra de estos grandes autores universales hay un verdín parasitario de otros muchos estudiosos que viven a costa de las obras -y milagros si los hubiera- de los primeros) que es un sosainas, un tipo insulso y gris, que acude a Lisboa a verse con su mentor, un tal Gonçalves, otro especialista en Pessoa a quien le queda poca vida y el que ha de confesarle un secreto antes de diñarla. Antes de que se lleve a cabo el encuentro, hay mucho paseo y topografía lisboeta, demasiado circunloquio, un buen número de digresiones históricas que pasan a ser casi el eje central de la novela y un final que trata de justificar lo anterior, si es que hubiera que justificar algo, porque 198 páginas para tan magro desenlace, se me antojan demasiadas páginas.

Miguel Barrero en Devaneos | Camposanto en Collioure