Hace unos meses leí Viaje a Italia de Guido Ceronetti, el epílogo iba a cargo de J. Á González Sainz. El italiano en ese texto despotricaba de los males que le aquejaban en su periplo, a saber, el ruido vomitado por todas partes, la ausencia de silencio, la ignorancia rampante, la mala educación de los circunstantes, etc.
Leyendo ahora el libro de José Ángel González Sainz, encuentro cierto parecido entre ambos textos, un espíritu o ánimo común, que los aboca a ser -en el escrutinio de la realidad- unos aguafiestas, a no querer vendernos la moto de que estamos en el mejor de los mundos posibles, y a poner el acento en todo aquello que falla y es susceptible de ser corregido. Y para este menester el autor cuenta con un nutrido grupo de palabras, muy bien elegidas, formando frases bien hechas, cumpliendo pues con su propósito, que es a su vez una necesidad.
El autor anima a mirar hacia el interior de nosotros mismos, a tomarnos nuestro tiempo y nuestra distancia, en un repliegue que podemos pensar que se encamina hacia el interior, pero no, porque no consiste en huir de la realidad (no es este un Manual de escapología como el de Antonio Pau) sino en ir hacia la realidad, hacia una vida más pequeña (nada en exceso, nada en demasía) y una experiencia más plena, más consistente, y manejable, con mayor conciencia de nosotros mismos (pero sin embriagarnos de tanto libar en nuestra identidad); búsqueda, camino, que precisa del silencio, de las armas de la inteligencia, aquellas que nos permitan superar los prejuicios, el falseamiento de la realidad, a través del discernimiento, y aunque esta sea una labor ardua y por ende, pesarosa.
Evidente resulta que hoy el predominio de las redes sociales ha colonizado casi cada espacio público y privado, y el autor reivindica esos espacios en donde no vocifera un televisor, una música atronadora, el bullir de los ansiosos dedos sobre las ubicuas pantallas, un mundo que nos puede parecer antiguo, incluso extinto, un mundo ceniciento y de otra época, que podemos pensar superado y anulado por el predominio de la técnica y las nuevas tecnologías, en un escenario en la que menudean casi en su totalidad una legión de usuarios adictos a las pantallas y a la realidad líquida e instantánea ahí manifestada.
El pensamiento del autor se sirve, en la necesidad de la palabra justa, del diccionario de Covarrubias, del estoicismo de Séneca y sus Cartas a Lucilio, de las reflexiones andariegas de Peter Handke, de la agudeza y prudencia de Baltasar Gracián, de la inteligencia de Emmanuel Bove, en el análisis de su novela El presentimiento, de Stefan Zweig que ya expuso con claridad el malestar de su época y lo difícil que le resultaba, como se demostró, ir a lomos de ese mundo deplorable, o de Walser en su orillamiento del mundo como aquel otro, temporal, de Thoreau. Y más allá de algunos de los autores aquí citados, el propio autor hace hablar a su memoria, a los años de mocedad y juventud, para convocar el mundo visto desde sus ojos en el pueblo, y las frases y dichos que recuerda con precisión, por lo bien formuladas y traídas que estaban esas palabras o sentencias, en contraposición con este murmullo de voces, la cháchara, el ruido y la furia que hoy nos acuna y embriaga y adormece y obnubila y entontece y nos sume en un sueño del que solo podremos despertar merced a nutricios textos combativos como el presente, que impidan o al menos lo intenten -dando las palabras al justo sentido común- que bajemos la guardia.