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Las ventajas de la vida en el campo (Pilar Fraile)

¿Las ventajas de la vida en el campo? ¿Qué ventajas, qué vida, qué campo?. El título de esta novela de Pilar Fraile (Salamanca, 1975) se desdice en cada uno de sus términos.
!Ay, Alicia!, cambiaste un barrio clónico en la ciudad por una vida en el campo, adonde te trasladaste con tu marido y tu hija pequeña. Fuiste a un pueblo y acabaste en una urbanización, querías una vida al aire libre y esto consistía en que tu hija jugase en el jardín de tu casa, querías ir a un pueblo pero sin llegar a formar parte del mismo, de su comunidad, así que los lugareños os trataban de usted, quizás por vuestra condescendencia urbanita. Querías cambiar de vida, pero no sabías que lo importante era la raíz, no las hojas y que cambiando el escenario no cambiaba una vida, que una vida no es parecer, no es compararte con tus vecinos, perderse en naderías, sino ser. Descubriste que todo era fingimiento, representación, de la que tú formabas parte, que el rol de madre no te iba y te arrepentiste llegado el momento de haber tenido a tu hija, te arrepentiste de tu rol de esposa, y la naturaleza proteica de tu marido cuando mostró su cara más feroz tornándose despreciable te condujo a la aventura amorosa y a confundir un calentón con el amor. Esperabas un reconocimiento a tus tareas, que no llegaba y te desesperabas con los efectos laborales de la crisis y tus encargos episódicos y pudiste entonces plantarte y llamar a las cosas por su nombre, pero acabaste pasando por el aro. Te dejaste cegar por tus prejuicios y un anciano retraído, silente, de mirada incisiva, tu vecino, se convirtió en el actor principal y en todos los secundarios de esas películas que te montabas en tu mente (tú y tu esposo) con jirones extraídos de las noticias de sucesos. Hablabas del universo una y otra vez, de sus precisas leyes, un universo que por otra parte no te ofrecía ningún consuelo.
Creo que llegaste a la conclusión de que tu vida era un tiovivo del que ya nunca bajarías, porque habías comprado más fichas de las que ibas a poder usar, porque tu vida era una vida sin ti.

Caballo de Troya. 2018. 286 páginas

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El estado natural de las cosas (Alejandro Morellón)

Si en un poemario conviene dejar los mejores poemas para el final, en un libro de relatos hemos de proceder igual. Si algo me ha resultado este libro de Alejandro Morellón es descompensado, porque comienza bien, sigue mejor y se da un batacazo monumental con un relato, el último, aburrido de cojones. Y es curioso porque no he logrado empatizar con lo que le sucede al protagonista de dicho relato, a pesar de haber tenido en mi juventud un amigo, al que apodábamos Kinder, que sufrió lo suyo una temporada a consecuencia de un hydrocele.

Sin lugar a dudas lo mejor del libro con diferencia es el relato que da título al libro, El estado natural de las cosas, que por sus dimensiones es casi una nouvelle. No inventa nada Morellón, sino que más bien tira de homenaje, pues lo protagoniza un fulano que un buen día se va al techo de su casa, se invierte su perspectiva y viene a ser un personaje Kafkiano. Morellón ahí hila fino y va gestionando muy bien eso que entendemos por memoria, así que su personaje comienza a recordar, ayudado por su hermano, trayendo de vuelta a su madre; unos recuerdos filiales que no le serán hay que decirlo, de mucha ayuda, pues al pobre, convertido en un insecto humano, le deja la mujer que de paso se lleva al hijo de ambos, y ve como a su padre lo consume la enfermedad. El testimonio es demoledor, aderezado con algo de sexo, primero virtual y luego carnal. El final es muy bueno. Muy gráfico, cojonudo.

Antes de El estado natural de las cosas, hay otros relatos que parecen transitar lo fantástico, si bien lo que hay es una realidad macilenta y personajes que no saben si van o vienen porque todo es una mierda gigantesca. Me gusta el relato del señor que se amputa un brazo a cambio de dinero. Un dinero que le será de poca ayuda y le hará perder -o eso piensa este Cervantes sin Quijote- enteros ante la memoria de su mujer.

Hace un par de meses este libro ganó el IV premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez. Dicho queda.
Habrá más Morellón.

La pertenencia

La pertenencia (Gema Nieto)

Gema Nieto
234 páginas
2016
Caballo de Troya


«Ha leído más de de mil libros hasta ese momento de su vida, y cualquiera pensaría que todas las lecturas le han vuelto más sabia, más culta, más sensible, más feliz. Pero se equivocan, es todo lo contrario».

Esa es la magia de literatura, que puedes leer miles de libros y luego al ponerte a escribir, el resultado diste mucho de ser satisfactorio.

Leo

«En un tren hacia Tokyo he redescubierto que escribir sigue siendo un lento desangrarse».
Entiendo que lo del tren que va hacia Tokyo es un guiño a Olmos. Lo de escribirse desangrándose paso de calificarlo pues me resulta un poco morcillero.

Leo

«Olvidándonos de guerras y de mártires, quizás solo queramos que alguien nos abrace por las noches […] llegar a casa con ¿las batallas rotas? y convertirlas en bagaje tenue, deshacernos del perfecto doble, las penas, los temblores«.

No sigo que tremolo y no puedo fijar las falanges sobre el teclado.

Leo

Su inusual impulso trágico, en lugar de colaborar en el consuelo de la purificación y la catarsis, la lleva a magnificar la desgracia hasta el punto de causarle cierto placer morboso llevarla a cuestas sobre sus hombros.

Este tono, que es la sangre de la novela es lo que me resulta insufrible.

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Gema Nieto

Leo

«Saco la libreta y empiezo a escribir a mano, porque para las cosas más intimas siempre prefiero mover la muñeca».

Ahí le doy la razón a la autora. Para la cosas íntimas mover la muñeca a veces es la única solución?

Leo

«Se ha enterado por casualidad de que su primera amante se ha casado y la segunda ha sido madre. Ambas han rehecho sus vidas, deben de ser felices, y el asombro de imaginarlo la golpea todavía más fuerte».

No, no estamos viendo Corazón, corazón, estamos leyendo La pertenencia. ¿Después de acabar una relación, salir con otra persona es «rehacer la vida»? ¿Es esto algo digno de asombro?. ¿Esto piensa una escritora de treinta y tantos años sobre las relaciones afectivas? ¿Se documentan para vestir a sus personajes leyendo el Hola?

Leo

«El arcipreste de Hita. Los monasterios de Suso y Ayuso entre la bruma«.

No, entre la bruma no, esto es mucho más que una bruma.

¿Cómo se documentan hoy nuestros jóvenes escritores? Y digo jóvenes porque hasta los 40 años, un escritor hoy en día, para los bancos y para la literatura, es joven.
En La Rioja, en San Millán de la Cogolla, están los monasterios de Suso y Yuso. Ayuso, no lo conozco.

Además de todo lo anterior, detalles insignificantes, lo que no veo en ningún momento es no ya una historia, sino un personaje. La protagonista resulta odiosa en su nihilismo, en estar todo el día quejándose y en querernos transmitir lo que siente -a medida que va acumulando muertos familiares en su haber existencial, desde los trece años con los que pierde a su madre- de una manera tan chusca. Sí, nos puede parecer lírico, incandescente, leo en la contraportada, lo que leemos, pero hace falta mucho más que unos cuantos muertos familiares, una huérfana, lloros, llantos, sollozos, gimoteos, viajecitos por Londres, París y Tokyo, y unos cuantos revolcones lésbicos, y purificaciones para que la historia de la protagonista resulte mínimamente interesante durante más de 200 páginas.

Cuando la historia languidece, si es que en algún momento hay vida en este texto, la autora mete por medio un sinfín de escritores y escritoras que la protagonista ha leído, o bien menta las andanzas de los personajes Homéricos, o a Sísifo, o recurre a la Justine de Durrell, o a elementos mitológicos, a fin de mostrarnos cómo nuestra pobre protagonista sufre igual que sufrieron otros muchos antes que ella; gente de renombre. Ovidio es uno de ellos. Y esas comparaciones son prácticas de tiro, fogueo, pólvora mojada. Sí, ruido y furia. Eso en teoría, porque en la práctica, no he visto nada, más allá de mucho postureo sentimental, no sólo en el personaje de la joven huérfana, tampoco en el de su padre, su tío homosexual, y sus abuelos, que son una mera comparsa, rellenando la escena, ocupando papel hasta que la diñan.

Aquellos que lloraron viendo el primer programa de Masterchef, es posible que con esta pretenciosa novela se harten a llorar. Yo, no me creo nada de lo que he leído, en nada comulgo, y prefiero el tono por ejemplo de Pablo Ramos, que sin tanto exceso verbal, sin tanto visceralismo artificial y tanto nihilismo de postín, logra lo que los buenos libros transmiten, que es que cuando dejas el libro en la estantería, o en este caso en la biblioteca, los personajes te sigan hablando y tú, lector, quieras seguir escuchando lo que tienen que decirte. A esos libros sí hay que pertenecer.

El discurso vacío

El discurso vacío (Mario Levrero 2007)

Mario Levrero
2007
Caballo de Troya
169 páginas

Llego a esta novela de Levrero después de leer Últimas noticias de la escritura de Chejfec, donde se habla de este libro, con el que Levrero se obliga a ejercicios de cambio de caligrafía como un modo de mejoramiento del propio carácter moral y de las virtudes de su creación.

No tengo claro que a Levrero estos ejercicios de caligrafía le mejoraran su carácter moral ni las virtudes de su creación, pero en tanto en cuanto la razón de un escritor es escribir y si es lo de los que saben que todo lo que escriban verá la luz, Levrero se puede permitir una novela como esta, sin apenas argumento, donde a modo de diario el autor irá plasmando su día a día, tanto caligráfico como existencial, y ante textos como este siempre me pregunto ¿dónde acaba la cháchara intrascendente y empieza lo trascendente?.

Es esta una pregunta sin respuesta.

El libro presenta momentos interesantes, pero esto no es algo claro de ver, sino que atenderá más bien a los gustos del lector, que en esta novela y en cualquier otra, encuentre algo en el texto que de una u otra manera le interpele y le permita rellenar este, aparentemente, discurso vacío.

De todo lo dicho en la novela, me interesan las reflexiones que Levrero (con su particular humor) se hace acerca de la convivencia con su mujer, sobre como maridar la necesidad de estar acompañado, con su necesidad de que respeten su soledad, en pos de la paz y la tranquilidad, anhelante de un silencio benéfico. También la necesidad de ese Levrero creador y autoral, de «ver mi nombre, mi verdadero nombre y no el que me pusieron, en letras de molde. Y más que eso, mucho más que eso, quiero entrar en contacto conmigo mismo, con el maravilloso ser que me habita y que es capaz, entre muchos otros prodigios, de fabular historias o historietas interesantes«.
Y muy jugosa es su reflexión final, el epílogo, sobre lo que acontece cuando uno llega a cierta edad, donde «uno deja de ser el protagonista de sus acciones: todo se ha transformado en puras consecuencias de acciones. Lo que uno ha sembrado ha crecido subrepticiamente y de pronto estalla en una selva que lo rodea por todas partes, y los días se van nada más que en abrirse paso a golpes de machete, y nada más que para no ser asfixiado por la selva: pronto se descubre que la idea de practicar una salida es totalmente ilusoria, porque la selva se extiende con mayor rapidez que nuestro trabajo de desbrozamiento y sobre todo porque la idea misma de «salida» es incorrecta: no podemos salir porque al mismo tiempo no queremos salir, y no queremos salir porque sabemos que no hay hacia dónde salir, porque la selva es uno mismo y una salida implica alguna clase de muerte o simplemente la muerte. Y si bien hubo un tiempo en que se podía morir cierta clase de muerte de apariencia inofensiva, hoy sabemos que aquellas muertes eran las semillas que sembramos de la selva que hoy somos.

Este epílogo, es para mí sin duda lo mejor de la novela, en la que Levrero ejerce de funambulista, caminando durante 169 páginas sobre el alambre, suspendido sobre un vacío que se afana en devorar la paciencia del lector.
Y al final, Levrero logra llegar al otro lado y nosotros con él.
Aplausos.
Levrero, aquel ilusionista