Jávea
Alberto Torres Blandina
Editorial Candaya
Año de publicación: 2020
192 páginas
Jávea acaba con un supongo. ¿Impregna el texto una filosofía de lo incierto? Sí y no. El narrador ya en las postrimerías de la novela afirma “Cada vez estoy más convencido de que las novelas que parecen novelas son incapaces de llegar a ningún lugar interesante”. Con este enunciado como premisa, su autor, Alberto Torres Blandina (Valencia, 1976) acomete una narración frenética, arborescente, que sitúa a su narrador y por ende al lector, en una cadena (hay nombres que ya lo dicen todo) de montaje -cuando el joven decida ganarse unas perras trabajando en una fábrica haciendo traviesas. Ahí toma conciencia de que el cuadrilátero presentista: alcohol, drogas (y yonkis), prostitutas, tugurios, no es el ring en el que quiere asomar los puños, que él quiere estudiar, hacer una carrera universitaria, cambiar de aires, salir de Sagunto, volar-, junto a su madre, quien le recrimina el ventilar el arcón de los recuerdos y proferir cosas que no son ciertas, pues vemos que sobre cada hecho cada cual forma su propia opinión; el narrador afirma y la madre corrige (como en la muerte del abuelo. Y he ahí uno de los mejores párrafos de la novela. Cuando quieran saber el significado de la palabra amor, bondad, dignidad, ahí tienen unos ejemplos prácticos por boca de su madre), una madre que creo que prima sobre el resto de historias que el narrador nos refiere, porque ahí se cifra el rencor social del narrador, su tono quejoso contra los pudientes, adinerados, los que se llaman artistas y que no saben nada de la miseria ni la pobreza y que no vienen de abajo, los hijos de clase bien que recorren medio mundo adquiriendo experiencias, probándose, buscando sus límites para luego ya ahítos volver al seno familiar, al pezón caliente de la leche que mana en sus abultadas cuentas corrientes familiares (que de corrientes tienen poco), pues se lamenta el narrador de que la igualdad no sea real, que no tengamos todos las mismas oportunidades, y lo ejemplifica en su madre –y esto me recuerda a lo que vertía también en su texto Ana Cabaleiro en Las Ramonas– esas mujeres, nuestras madres y abuelas (la del narrador marcada por sus tendencias suicidas), que se quedaron en casa y sin obtener remuneración por su trabajo se dedicaron en cuerpo y alma al cuidado de los hijos, padres, madres, hermanos, abuelos… vidas vertidas hacia fuera y entregadas a los demás, que no abrían ninguna posibilidad a pensar en ellas, ni siquiera a soñar que “vivir sus vidas” les fuera posible. Esa es la espina, o el arpón clavado en el corazón del narrador, algo que ya es irremediable y no puede cambiarse, como nuestro sistema capitalista y depredador. Como decía en una viñeta El Roto, ya no existen clases sociales sino distintos niveles de consumo. La vida pasa por consumir, derrochar y desechar y el narrador ve que las jornadas laborales interminables hacen de la existencia algo binario: trabajo/descanso. La esperanza por tanto se cifra en él (uno de los nietos de los que perdieron la guerra civil, de esos que cuando llegaban los meses veraniegos quedaba varado en tierra, pues no había ni chalet en Jávea ni casa en el pueblo y pasaba a convertirse en el saco de las hostias del José, que aburrido no tenía ya nadie cerca a quien hostiar), el primero en su familia en hollar una universidad, el que salió y recorrió el mundo, para obtener trabajos de mierda en Irlanda, en Londres, enamorarse y desenamorarse con igual celeridad, vivir toda clase de experiencias en la India, tener un conato con la mafia en Jaipur, acumular toda esa clases de batallitas que referir luego en la vejez a los nietos o al culo de una botella de vino.
Blandina tensa la narración, divaga, sentencia, generaliza y luego se arrepiente (a grandes generalizaciones grandes errores), porque ¿cómo enhebrar el hilo de la realidad en la escritura? Muy sencillo, convirtiendo el ojo de la aguja en ficción. “Durante años he intentado entender a mi abuela y solo lo consigo convirtiéndola en ficción”. Alberto decide convertirse en un personaje de ficción, él y sus circunstantes y también sus circunstancias, no sabemos si con la pretensión de salvarlas, pero sí de desentrañarlas, de abrirse los ojos, de darse unas collejas -como cuando recurre a la segunda persona para narrarse- pues escribir aquí es contarse, sentenciarse, hacerse el harakiri, viviseccionarse, alumbrarse y echarnos de paso las largas a los ojos, para incomodar con su flujo de conciencia/inconsciencia, desplegando una ferocidad discursiva y a ratos feraz, en esta plausible autofricción del yo, en suma.