Archivo de la etiqueta: Ediciones Trea

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Mi padre (Eduardo Moga)

La muerte es una rosa triste en el centro de la sangre.

Eduardo Moga

El título del último poemario de Eduardo Moga (Barcelona, 1962), Mi padre, secundado por las citas vestibulares de Kafka y Jesús Aguado sobre sus respectivos progenitores ya nos sitúan en el centro de la historia, aquí del recuerdo, mejor, recuerdos, los que el narrador tiene de su padre, no muchos, ya que ese esfuerzo por recordar es magro y dista mucho de la fecunda memoria de otros. Nada que objetar, porque a pesar de lo breve de la propuesta, la pregunta que me formulo después de leer este espléndido libro es cómo es posible hacer poesía desde lo prosaico, no en pos de frases relumbrantes, esas que a menudo abrevan en los lugares comunes y se agotan al tiempo que se leen, sino encadenando palabras, enunciados como este, Mi padre se ponía pajaritas o Mi padre me dio una vez una bofetada que me hizo chocar la cabeza contra la pared, desgranando la historia familiar (la generación del narrador nacida en los sesenta y la de sus padres, dos o tres décadas antes), la historia de España, cifradas con cuentagotas, quintaesenciadas: un Viva la República por aquí, un Floïd por allá, unos Bisontes por acullá, y también La Vanguardia, los hospitales, los bombardeos fascistas en Barcelona, los años del hambre, las palizas con el cinturón, los te quiero indecibles, las lágrimas que nunca afloran, los barbarismos al hablar catalán, los hombres sacerdotes, pero hombres y…, el tortazo a punto, los toros, el boxeo, los combates nocturnos de lucha libre, las películas en el sofá, los paseos entre libros de viejo por el mercado con el padre, también por el campo y allá los reconocimientos y avistamientos quizás fingidos, los vecinos tocones y sus tocamientos inconfesados al pater, las conferencias como oyentes, las partidas de cartas, al ganapierde, al ajedrez, etc. El mecanismo y los entresijos de la vida (familiar), en definitiva.

Ediciones Trea. 2019. 120 páginas

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La moral del comedor de pipas (Pedro de Silva)

Pedro de Silva (Gijón, 1945) a lo largo y ancho de casi trescientas páginas pone en pie una novela cuyo protagonista es un tal Lucanor, nombre debido al empecinamiento de su abuelo (y a sus lecturas del Arcipreste), al que le adeuda también todo un andamiaje de citas y refranes que Lucanor ira profiriendo mientras va lidiando con los momos, que vienen a ser el enemigo, con el que Lucanor y otros tantos están enfrentados en una lucha sin cuartel, en la que tienen todas las de palmar. Podemos pensar en una distopía, que no me acaba pareciendo tal, pues los elementos de la novela son muy reconocibles en el momento presente, sin avanzar elementos futuristas, ni disruptivos y el tema de los momos, deyecciones gabbianeras aparte, bien pudiera ser un delirio de Lucanor.

El relato se vierte en primera persona, por voz de Lucanor estamos al tanto de su relación con Leti, donde el autor muestra músculo, yendo hacia lo escatológico, abundando en momentos soeces, en escenas de alto contenido erótico donde el amor (se) (a)viene a ser sexo, mientras Leti se alivia con otros y Lucanor con sus momas en sus devaneos oníricos nocturnos, ventilando las estancias con unos cuantos efluvios, a la sazón cuescos, que dan consistencia olfativa y hediondez -si no repelen (o expelen)- a la trama.

Alrededor de Lucanor pululan varias personas con las que se relaciona vía correo electrónico. Con una de ellas estará a un tris de consumar una relación amorosa a largo plazo, si bien no irá más allá de un aquí te pillo aquí te mato, secundada de una noche de polvazos estelares sin continuación pues ella, una heroína con superpoderes, desaparece del mapa.

Los pocos amigos que tiene Lucanor, como Topo, los acabará perdiendo, pues fiel a sus principios, o precipicios éticos no está dispuesto Luca-noooor a abrir la escotilla para complacer a su amigo.

Lo leído me resulta tan absurdo como delirante, pero me gusta la primera persona en la narración, los desvaríos de este Lucanor iletrado y su lenguaje magmático, el desenfado y desenfreno de una historia atípica en la que pareciera que Prometeo tras hurtar y entregar el fuego a los hombres, y con él la llave del conocimiento, hubiera dejado al hombre huérfano de algo, tal que Lucanor anhelase, anhelo que se transforma en una realidad, mantener y avivar dentro de sí, su otro yo salvaje y cavernario, aquel al que renunciaron los momos, como si el progreso, la ciencia y la papilla legal hubieran normalizado y cosificado todo tanto que la única manera de respirar fuera vomitando sobre todo ello a golpe de erupto, cuesco o exabrupto; rumor ciego y asordinado que necesita ser baladro. Algo así es mi sentir de la novela.

Ediciones Trea. 2019. 278 páginas. Ilustraciones de Álvaro Noguera

Ciervos en África

Ciervos en África (Manuel Fernández Labrada)

Cuando leí La muerte de los héroes de Carlos García Gual ya se enunciaba que la muerte de estos héroes presentaba distintas versiones. Otro tanto sucede cuando leemos las tragedias de Esquilo, Sófocles y Eurípides, donde vemos obras distintas sobre una misma figura, como pudiera ser Antígona, la creación de Sófocles, a la que George Steiner dedicó su ensayo Antígonas, sobre la influencia que mitos como el de Antígona han ejercido en los siglos siguientes en artistas y pensadores de todo tipo.
Conviene traer aquí las preguntas que se hacía Gual en este artículo sobre la autoridad de los mitos griegos:
¿Por qué un puñado de mitos griegos, el de Antígona entre ellos, reaparece en el arte del siglo XX en un sentido casi obsesivo? ¿Por qué Edipo, Prometeo, Orestes, Narciso, no quedan relegados a la arqueología?». Quizas sea porque Los mitos griegos -a diferencia de los dogmas- invitan a renovadas y múltiples reinterpretaciones, y se enriquecen con ellas, nos dice Gual.

El autor de este libro, Manuel Fernández Labrada (Jaén, 1958) recurre a los textos grecolatinos, que nos dice que ha leído con deleite, para dando otra vuelta de tuerca, poner su imaginación y su talento en la creación de una suerte de fábulario apócrifo, que a poco que se conozca quienes fueron mitos o figuras como Zeus, Caronte, Prometeo, Odiseo, Afrodita, Pandora, Teseo, Atlas, Nausícaa, Circe, Eco, Narciso, Afrodita, Pandora, Horacio, Apuleyo, Plinio, etc, ofrecerá al lector buenas dosis de entretenimiento y unos cuantos conocimientos (los mitos y personajes que nos resulten desconocidos, afortunadamente, siempre los tendremos para su consulta y conocimiento a un golpe de click).

He disfrutado mucho con la prosa y el humor que gasta Manuel en la reformulación de algunos mitos donde vemos, por ejemplo, a Orfeo abandonando a su suerte a Eurídice, convencido este de que el poder de su arte era superior que el poder del amor (hacia su amada); las debilidades étilicas de los dioses, como Dioniso, muy aficionado a empinar el codo; la manera en la que Prometeo escapa a su castigo sirviéndose de un buitre; aquel árbol que a poco ultima a Horacio y que pudiera haberse tratado de un laurel; cómo engañan a Atlas para endiñarle una tarea de mucho peso, y cómo de vez en cuando ciertos zarandeos de este resultan catastróficos para los humanos o como dado el escaso aprecio que existía por la higiene en la Edad Media se explicaría que teorías como la de Arquímedes tardasen tanto en llegar. Acabo con esta reivindicación que transcribo:

MIDAS REIVINDICADO

La suerte del rey Midas no parece tan terrible si la comparamos con la de algunos escritores y eruditos actuales, que todo lo que tocan lo convierten en plomo.

No es este el caso.

Ediciones TREA. 2018. 192 páginas

Camposanto en Collioure

Camposanto en Collioure (Miguel Barrero)

Miguel Barrero
Trea Ediciones
2015
118 páginas

El título ya nos da la pista acerca del contenido del libro. En la portada vemos a Machado, a su espalda el pueblo costero francés de Collioure, donde Antonio Machado está enterrado.

El autor, Miguel Barrero, a fin de recrear el periplo de Machado, decide hacer lo mismo; seguir sus pasos, con la vana ilusión de creer que sobre esas mismas pisadas experimentará algo similar a lo que tuvo que sufrir Antonio camino del exilio, en 1939.

Lo que Miguel nos cuenta da para un artículo de unas 8 páginas en un suplemento dominical, de esos que escriben tan bien escritores como Llamazares, Rivas, Vicent. Miguel, en lugar 8 páginas, se desparrama durante casi cien y ante tamaña extensión la narración va dando tumbos, apareciendo y desapareciendo, como ese río que todos conocemos.

Comienza entrevistándose con el poeta Ángel González, poco antes de morir éste; entrevista de la que apenas saca nada en claro, pues Ángel apenas recuerda nada del viaje que hizo décadas atrás hasta la tumba del poeta. Toma la decisión entonces de ir hasta Collioure, pero antes visita en Salamanca el Archivo de la Guerra Civil, donde Miguel, a lo Beevor, le toma el pulso a la guerra, con algunas cartas escritas por un soldado, que informa de su día a su día en misivas que envía a su familia regularmente. Así llevamos ya 25 páginas.

Una vez en Collioure el autor echa pestes del ambiente turístico «ese ritual de cuerpos mórbidos, puestos ambulantes de comida refrita y chiringuitos malolientes» y visita la cercana playa de Argelès-sur-Mer, donde llegaron a hacinarse cien mil españoles que huían de España y fueron allí confinados por el gobierno francés.

Se da la circunstancia de que Walter Benjamin, hecho preso en Collioure, que no quiere ir a parar a manos de los nazis, decide suicidarse dejando unas palabras para su amigo Adorno al que ya no vería más.

La tragedia de la guerra civil se plasma en el que considero el mejor párrafo del libro:

Es curioso que las consecuencias que tuvo la Guerra Civil para aquellos que la perdieron se resuman en el nombre de tres poetas (Federico García Lorca, Miguel Hernández y Antonio Machado) cuyas muertes simbolizan a su vez, los tres castigos supremos que tanto el conflicto como quienes se acabarían alzando con la victoria iban a infligir a sus adversarios: fusilamiento, cárcel y exilio.

En el resto de la narración el autor recrea lo que pudieron haber sido esos días de soledad y abandono de Machado y de su madre en Collioure, aliviada en parte esta soledad al trabar algo parecido a una amistad con un joven ferroviario, un tal Valls, y se explicita bien, la desesperanza que asola a quienes como sucede ahora mismo se ven obligados a consecuencia de la guerra a tener que abandonar sus casas, sus vidas, para vagar por caminos, con pocos enseres y un futuro, convertido en un término hueco.

Me encuentro algunas erratas como «conmemorar la memoria de los Republicados Españoles», «aquel grupo de judíos errantes a los que habían dado el alta unas jornadas atrás siguiera su marcha«.
Otra cosa que me choca es que si estuviéramos en el Siglo XV, podríamos decir que Collioure es un sitio remoto. En 1936, lo mismo que hoy en día, Collioure se encuentra a 20 kilómetros de la frontera, así que cuando leo: hemos venido a este remoto rincón del mundo a compartir una derrota, entiendo que el autor quiere remover al lector, llevarlo al desgarro, y está bien que se faje con la ignominia, la barbarie, la infamia que supuso la guerra cainita, pero vamos, de ahí a que nos haga ver que Collioure es un lugar remoto, no lo acabo de ver.

Interesante resulta lo que nos cuenta Barrero de George Orwell quien vino a España durante la guerra civil con mucha ilusión, para luchar por una causa que creía justa, y se fue desilusionado y después de escribir sobre lo que había visto y vivido, en su libro Homenaje a Cataluña, pasar a convertirse en enemigo de la causa comunista, y ver cómo los intelectuales, antes amigos, le retiraban el saludo y la palabra.

Para mí, la figura más notable del libro es Ana Ruiz, la madre de Antonio. A pesar de que ronda por la narración casi como un fantasma, el ver morir antes que ella a su hijo, lejos de su tierra, ya medio ida, preguntando si falta mucho para llegar a Sevilla, resulta una metáfora doliente de lo que significa el exilio.

Nunca vienen mal libros como este de Miguel, afanes como los suyos; nunca debemos dejar languidecer la memoria, ni dar la razón a esos que nos animan a no mirar nunca para atrás, a no remover el pasado dicen, presentistas a ultranza. Las próximas generaciones tienen que saber quién fue Machado y por qué está enterrado en Francia.

Al hilo de esto, lo más bello que he leído sobre lo que implica sentirte un exiliado fue leyendo el último capítulo de la novela Los extraños, de Vicente Valero, con un final en un camposanto que te deja, como mínimo, sin aliento.