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Sònia Hernández
Acantilado

Los Pissimboni (Sònia Hernández)

Sònia Hernández
Acantilado
118 páginas
2015

Sònia Hernández se plantea esta novela como una reflexión sobre aquello que entendemos por libertad. Para ello recurre a Los Pissimboni, una familia atípica, singular, marcada por la marginalidad, que vive de espaldas a su vecinos, en esa Casona que vemos en la portada, cuya fachada es devorada por la hiedra.

Los Pissimboni se presentan como un todo casi indisoluble con Ignacio el Patriarca a la cabeza, su mujer Martina y un grupo indeterminado de jóvenes criaturas de distinto sexo. Uno de ellos es Yago, quien deja la Casona, llega al Pueblo, va al bar, escucha cosas que no le gustan sobre sus familiares, quiere opugnar, pero el alcohol y la cobardía lo frenan.

El concepto de libertad va ligado al de identidad. Yago, apenas sabe nada de su historia familiar, pero sí sabe que está harto de oír a sus padres hablar de Sandofar, esa especie de Arcadia, donde todo era maravilloso, donde imperaba la libertad, una especia de polis, donde todos vivían juntos ayudándose los unos a los otros, pero sin la necesidad de una autoridad, de unas normas.
Su presente se reduce a esperar la llegada de no se sabe qué, tampoco se ha molestado en indagar, en inquerir sobre su pasado y ahora le asaltan las dudas, la disyuntiva sobre qué hacer, si disfrutar de ese estéril presente sin atributos en el que vive desde siempre, o pasar a ser uno más de sus vecinos y vivir bajo las normas que dictan funcionarios inútiles, obsesionados por el orden, la disciplina, el control.
El sentimiento de Yago de cambiar de aires, de escenario, lo interpreta éste, como un nuevo comienzo, como la posibilidad no ya de cambiar el pasado, sino más bien de labrarse un porvenir, desposeído de la melancolía, lejos de Sandofar, lejos de Los Pissimboni, abierto pues a un nuevo nacimiento, forjando un nuevo yo, una nueva identidad.

La narración se me antoja a ratos plomiza, en especial las más de 30 páginas en las que Yago entra en la Casa del Pueblo y es testigo del quehacer, que es un no hacer, de los funcionarios. Creo que la historia que Sònia se trae entre manos hubiera ganado mucho en una distancia más corta, pues a base de dilatar una idea bastante simple, acaba cayendo la narración en lo reiterativo, avanzando la historia espasmódicamente, para finalmente ser rematada de una manera muy efectista, que no diré cual es, pero que, valga la paradoja, entra dentro de lo previsible.