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Ella, Elle, Heyya (Juan Goytisolo)

En la introducción de este libro editado por Sirpues se dice que Ella, Monique Lange a quien Juan Goytisolo (1931-2017) dedica este libro, murió con 40 años, cuando lo hizo a los 70, en 1996. Estas notas son un homenaje de Juan hacia ella. Notas muy agudas donde Monique deja claro cómo entendía ella la literatura y la relación tan especial que mantuvo con Juan.

Ella: “La escritura es un acto solitario y un ejercicio ascético, un fuego y una devoración. Sus páginas deben abrasar al lector, transformarlo en llama, como yo me sentí reducida a cenizas al asomarme a la prosa incendiaria del Diario de un ladrón”.

Ellla: “No te tomes jamás en serio. Quien corre tras la gloria la ve desvanecerse como un espejismo. Al respeto intelectual, literario y moral se accede en silencio. Sé una persona, no un personaje. Medita sobre los ejemplos de Beckett, Blanchot, René Char”.

Ella: “No busques honores ni premios. Tu trabajo debe situarse en un ámbito radicalmente ajeno a ellos”.

Ella: “No puedo seguirte en el territorio de tu querencia. Las fotos de tus obreros, soldados y luchadores que hallé casualmente un día entre tus libros me causaron dolor, pero luego me consolé al comprender que los retratados no eran ni podían ser mis rivales. Una pasión femenina sería para mí más dura e insoportable. Lo que existe entre nosotros es precioso y raro: en ningún matrimonio “normal” hay esta verdad y comprensión que a pesar de los pesares, tenemos que preservar con mutuo respeto y tacto.

Ella: “No te envanezcas del éxito circunstancial de tus libros ni de los elogios desmesurados que reciban. Todas las modas pasan. Lo peor que le puede ocurrir al escritor es caer en la trampa del compadraje y halago. Avanzar sus peones de ajedrecista, calcular la rentabilidad de sus pasos, entrar en el juego de la tribu o fratría, someterse a las reglas de lo establecido y asumir su fecunda normalidad”.

“La sorprendente pregunta del primer día en que hablamos a solas: «¿Eres ambicioso?». Desde su atalaya o mirador en Gallimard, había aprendido a clasificar a los escritores en dos categorías: quienes conciben la literatura como una carrera y quienes la viven como una fatalidad o una bendición. Su desafecto a los primeros era inflexible. Diariamente acudían a su despacho corroídos por el afán de notoriedad y aplauso fácil, con una sonrisa que, en las antípodas de la suya, parecía sobreimpresa en su cara y los convertía en viajantes de comercio de sus propios productos, en asiduos e irrisorios actores de las galas y oropeles de la televisión”.