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Eduardo Berti
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Faster (Eduardo Berti)

He leído Faster de Eduardo Berti (Buenos Aires, 1964) de un envión, sin entrar en boxes, a la carrera, aunque no fuera esta mi intención, porque la lectura así me lo reclamaba. He leído Faster con fruición, con entrega, con pasión, la melancolía va a cuenta del lector, al leer y contrastar mi experiencia (a pesar de ser una década más joven) con la de Berti, focalizada en los años finales de la niñez y comienzo de la adolescencia, en los postreros años setenta, en Argentina; años de la edad de piedra, como los define el hijo adolescente de Berti, aquellos años cuyos pilares y muros de nuestro mundo eran los casetes, el sonido inestable y rugoso de esa aguja arañando la piel del vinilo, los comic, las novelas de Verne, las canciones de los Beatles, los Stones. Lo que Berti comenta de las canciones de George Harrison y el poderío vigorizante de la música me lleva a lo que escribía Bouillier, en Tres circunvoluciones alrededor de un sol cada vez más negro, sobre Zappa. Aquel mundo previo a la adultez que otros autores han recogido en otras novelas, pienso en Los príncipes valientes de Andújar, en La primera aventura de Gavilanes, Días del desván de Luis Mateo Díez, Escarcha de Ernesto Pérez Zuñiga, en Ordesa de Vilas, La lección de anatomía de Marta Sanz, etc. Años donde la amistad lo es todo, aquella amistad que siempre se pretende desde la mocedad, objeto de zozobras y desvelos como le transmite a Berti su hijo, amistad que como el amor siempre enriquecen y sustancian nuestras vidas.

Fangio el famoso piloto de coches argentino, sobre el que Berti reconoce no ser un experto, les concedió una entrevista a él y a su amigo, al que oculta bajo el nombre falso de Fernán, cuando ambos escribían para una revista. Esa entrevista marcará la existencia de ambos. Viene a ser ese momento decisivo, que me lleva al primer lector de Conrad, en el que de todos los infinitos caminos que se abren en la adolescencia, se optara sólo por uno de ellos: la carrera periodística, de la cual Berti acabaría apeándose más tarde, al contrario que Fernán, para entregarse de lleno a la literatura, a la escritura y la traducción, para sentirse un impostor (a lo Cercas).

Berti ofrece en Faster la velocidad adecuada, el tono preciso, la seductora prosa, la sugestiva trama, el sentimiento atemperado, las oportunas citas ajenas y una lectura, en suma, deliciosa y fulgurante.

Editorial Impedimenta. 2019. 208 paginas

Eduardo Berti en Devaneos

El país imaginado
Un padre extranjero
Historias encontradas

No cantaremos en tierra de extraños

No cantaremos en tierra de extraños (Ernesto Pérez Zúñiga)

Ernesto Pérez Zúñiga
Galaxia Gutenberg
2016
298 páginas

Podríamos entender la última y magnífica novela de Ernesto Pérez Zúñiga, No cantaremos en tierra de extraños, en clave Homérica. Donde un héroe, no griego sino ibérico, tras librar una guerra, la civil española, y perderla, cruza los pirineos vencido y acaba, primero en un campo de concentración y más tarde en un sótano, bajo el yugo de un vejestorio que lo mantiene cautivo durante un tiempo. Así, nuestro héroe, que atiende al nombre de Manuel o Quemamonjas (en su pasado fue anarquista), no cruzará los mares en barco durante diez años, rumbo a Ítaca -que aquí son Las Quemadas, en el sur de España- sino que lo hace a pata. Abandona Francia y junto a Montenegro, sargento jefe, ex soldado republicano, perteneciente al grupo de los Nueve, a quienes De Gaulle dejó tirados -no cumplimendo éste su promesa de dirigir sus fuerzas hacia España sustrayéndola así del fascismo- al que conoce en un hospital en Toulouse, emprenden su éxodo a dos hacia España, no digo hacia su país, porque para ellos ahora España es también una tierra de extraños. Y el retorno que acometen es una Odisea.

Estamos en 1945, en los estertores de la Segunda guerra mundial. Manuel dejó su pueblo a la carrera, y allí a una mujer embarazada, Ángeles, su Penélope, que no sabe si sigue viva y un hijo en proyecto que tampoco sabe si llegó a ser tal. Su afán, su objetivo, su razón de vivir en definitiva pasa por ir al encuentro de lo que hasta el momento solo son sombras, fantasmas, fantasías, que pueblan sus sueños y lo trastornan. En ese afán es determinante Montenegro o Monteperro, pues para éste, ya sin ejército, sin gloria y sin país, venido a menos, secundar a Manuel se convierte en un objetivo noble que alimentará su porvenir y fortalecerá su quehacer. Y ambos, como dos almas en pena, malnutridos, mal vestidos y con las fuerzas justas se ponen en marcha, y cruzan los pirineos por Navarra, bajan a Soria, cruzan la Mancha, llegan al Sur y el país que vemos a través de sus ojos es el de un país miserable, también en lo moral, algo parecido al lejano oeste de las películas (otra de las claves de la novela), donde todo se sigue resolviendo a tiros, donde la violencia y el odio son el pan suyo de cada día, donde los vencedores lo son en un país apagado y los perdedores son fantasmas que deambulan sin sombra.

La narración cambia a menudo de narrador, enriqueciéndola, a lo que hay que sumar los flujos de conciencia de personajes contradictorios y sustanciosos como Manuel y Montenegro y de cuantos personajes van surgiendo, e incluso la voz de los huesos del padre de Montenegro que pasan a ser un personaje de peso más de la novela, la cual me resulta a ratos lorquiana cuando aparecen en escena Leonor la Loca, el resto de las mujeres, el Amo, el Torero, el Cura y cuyo final te desarma de tal modo que solo puedes decir entre lágrimas eso de: siempre nos quedará Toulouse.

La novela, merced al ingenio y al talento de Ernesto es muchas más cosas de lo que aquí se enuncia, porque el texto es muy capaz de sugerir (la prosa que se gasta EPZ raya a gran nivel), de evocar, de inducirnos a la reflexión (sobre la libertad, los ideales, la violencia, la sinrazón, ¡y sobre tantas otras cosas¡), de divertirnos en grado sumo, pues la narración es una aventura épica, suma de muchas peripecias, un cúmulo de afanes y de mal fario, de penurias y de desamparo, de intemperie y también de lágrimas calientes capaces de vivificar cualquier corazón, donde el amor, el desamor, la ternura, la esperanza, la tragedia, el rencor, la envidia y el odio, se unen y se solapan, se confunden y se aniquilan, en un teatrillo sentimental, en un carnaval de máscaras, que nos lleva a pensar en un Demiurgo, titiritero tal que se entretiene con sus marionetas -nosotros los humanos- haciéndonos pasar las de Caín.

En la portada del libro vemos a un hombre corriendo, jugándose la vida, cruzando un puente con un bebé en brazos mientras silban las balas, que no vemos. La literatura no salva vidas. La literatura no hace un mundo mejor. Pero novelas como la presente, sí que creo que hacen mejor el mundo de la literatura, y quizás -digo quizás- sí que hagan también un mundo mejor, si el pasado y la memoria de ese pasado nos permitiesen aprender de nuestros horrores y ser a su vez menos mostrencos y cazurros.