Archivo de la etiqueta: Eterna Cadencia

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Obras (Édouard Levé)

Levé entregó su obra Suicidio a su editor y poco después se suicidó. Antes de su final autoimpuesto escribió otros libros y pensó en 533 obras con distintos formatos: vídeo, fotografía, cuadro, escultura, performance…

Hay quien afirma que la mejor obra es la que nunca rebasa los confines de la mente del autor, aquella que es pura potencia.

A Levé le gustaba Perec y esto se nota mucho al leer este inclasificable artefacto narrativo, puro ju(e)go. Me acuerdo del Me acuerdo de Perec, porque Levé hace algo parecido, no trayendo migajas del pasado, sino proyectando el presente al futuro en 533 posibles obras, unas muy breves: 64. Un abrigo hecho de luciérnagas. 24. Se construye una casa pintada por un niño de tres años. 206. Se fabrica un queso humano con leche materna (ahí podemos imaginar otras recetas con sangre, semen, incluso carne humana (nota del opinador)) 104. El haz de una linterna dibuja el perfil de un hombre. 136. El personal de una embajada hace bufandas de plumas de alondra. 139. Se enciende un andamiaje hecho de fósforos. 525. En un planisferio subjetivo sólo aparecen los países a los que el autor ha ido. 493. Una habitación donde cada baldosa produce una nota cuando se la pisa.
489. En un bidón de jade una voz que sea frases sacrílegas. 298. Con un taladro de oro se hace un grabado en una morcilla. Vídeo. 466. El trazo de un dibujo es la sucesión de números. 471. El arte de tener razón, de Schopenhauer, es leído como el relato televisado de un partido de fútbol…

Otras obras más largas, donde Levé se explaya en largas listas, muy del gusto también de Perec.

Podemos, llegado el caso, tratar de poner en marcha algunas de estas obras. Dicho y hecho.

32. “El manual de instrucciones de un programa de traducción automática es traducido dos veces por ese mismo programa, primero a otro idioma y luego de vuelta al idioma de partida. La obra está formada por el ejemplar original del manual y del texto doblemente traducido, muy distinto”.

Hago la prueba, empleando el mismo texto que se enuncia, el traductor de google y el idioma alemán y sucede esto:

Die Bedienungsanleitung eines maschinellen Übersetzungsprogramms wird von demselben Programm zweimal in eine andere Sprache und dann wieder in die Ausgangssprache übersetzt. Die Arbeit besteht aus der Originalversion des Handbuchs und dem doppelt übersetzten Text, sehr unterschiedlich.

Regresamos ahora el texto al castellano empleando el mismo traductor, y sí podemos apreciar alguna diferencia con respecto al texto original:

El manual de instrucciones de un programa de traducción automática se traduce dos veces por el mismo programa y luego se devuelve al idioma de origen. El trabajo consiste en la versión original del manual y el texto traducido doble, muy diferente.

O llevar a cabo -como hace Levé en la entrada 83 con la relación de pintores que conoce- la relación ordenada alfabéticamente de escritores españoles que, a bote pronto, recuerdo haber leído estos últimos años:

Adón, Alcantarilla, Aldecoa, Argullol, Argüelles, Arranz, Atxaga, Avilés, Ayesta, Azúa, Badal, Baltasar, Barba, Bárcena, Baroja, Barrero, Bayal, Benet (Juan y Manuel), Bilbao, Belmonte, Bona, Caballero, Cabrera, Capsir, Castro, Cela, Cercas, Cerdà, Cerezal, Chirbes, Clemot, Colomer, Crespo (Mario y Mónica), Crusat, Delibes, Del Molino, Egido, Escapa, Esquirol, Esquivias, Esteva, Ferrero, Ferlosio, Fraile, García Gual, García Hortelano, García Llovet, García Ortega, Gavilanes, Gil de Biedma, Gomá, Góngora, González (Jose), Gopegui, Goytisolo, Gracián, Grande, Gutiérrez (Pablo), Hernández (Sònia), Huertas, Inclán, Jándula, Landero, Larretxea, Longares, Loriga, Loureiro, Llamazares, Lledó, Marías, Márquez, Martín Giráldez, Martín Sánchez, Masoliver, Mateo Díez, Matilla, Menéndez Salmón, Micó, Millares, Millás, Montesinos, Morales, Morellón, Moreno, Moyano, Navarro (Elvira), Nieto, Obeso, Olmos, Ordovás, Orejudo, Ortiz Albero, Pàmies, Pastor, Pellicer, Pérez Álvarez, Pérez Zuñiga, Puertas, Quero, Reig, Repila, Rodoreda, Rodríguez (Luis), Rodríguez Fischer, Rosa, Sachez, Santos, Sanz (Marta), Sastre, Sotomayor, Tallón, Tizón, Tomeo, Torrente, Torné, Ugarte, Umbral, Unamuno, Valcárcel, Valente, Valero, Valgañón, Valle-Inclán, Vallejo, Vico, Vila-Matas, Vilas, Vivero, Zabaleta, Zaldua, Zapata.

Al leer este texto saldrá a su encuentro nuestra sorpresa, hilaridad, incredulidad, estupor, fantasía y muchas cosas más que estas obras sean capaces de producir en nuestro interior.

Una propuesta de lectura sería leer estas 533 entradas a razón de una por día, dejando así operar nuestra desmemoria, de tal manera que una vez llegado a su final volviéramos a releerla en una suerte de bucle que sólo ultimaría nuestro éxitus.

Eterna Cadencia. 2018. 160 páginas. Traducción de Matías Battistón.

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Nuestro mundo muerto (Liliana Colanzi)

El libro lo conforman ocho relatos y una vez leídos no me he dejado huella ninguno de ellos. Pululan ideas interesantes como la de los primeros colonos en Marte, pero la labor del escritor es desarrollarlas y acabarlas con éxito y no he visto nada de esto por ninguna parte. La prosa de Liliana Colanzi (Santa Cruz, Bolivia, 1981) me parece muy mortecina, muy de manual, muy de buscar temas resultones que quedan muy bien en la contraportada del libro pero que leídos nos convierten en esclavos de Morfeo.
Esperaba muchísimo más, porque tenía entendido que Liliana era un promesa o una realidad, no lo sé exactamente, pero a mí no me ha parecido ni una cosa ni la otra. Será que he leído recientemente novelas muy potentes de autoras como Rita Indiana, Fernanda Melchor o Mónica Ojeda (La mucama de Omicunlé, Temporada de huracanes, Nefando) y esto me ha resultado muy deslavado, escasamente absorbente, relatos que emiten como estrellas luz muerta hacia este mundo nuestro.

www.devaneos.com

222 patitos (Federico Falco)

Ya no compro novelas, hay una edad en la que las historias inventadas dejan de interesar. Ahora solo me llaman la atención las biografías, los ensayos, las memorias de los grandes hombres que ayudan a entender el mundo, que explican cómo fueron, cómo son las cosas.

Esto lo afirma Ada, la protagonista de uno de los doce relatos del mismo nombre, de Federico Falco (General Cabrera, 1977) que conforman 222 patitos. Un sentimiento el de Ada que comparto. A veces al leer novelas acuso cierto cansancio como si lo ahí expresado fuera una fotocopia deslucida de la realidad o una fotografía mate del pasado, algo apagado y mortecino. Es cierto que en los ensayos, biografías y autobiografías uno encuentra a menudo el aliento que necesita, así Ordesa, por ejemplo, sin que sea necesario acudir si quiera a los grandes hombres, ni pretender el entendimiento del funcionamiento del mundo.

En todos los relatos está muy presente la muerte, humana y animal, a saber, un perro que es atropellado, en Muerte de Beba, y al que hay que buscar la manera de enterrar. Un perro que tiene una camada, en Un perro azul y su dueña va apagando, ahogándolos, uno a uno, todos los cachorros alumbrados. Otro gato, en El hombre de los gatos, cuyo dueño que está trastornado encierra en una jaula, cual pájaro, hasta que los barrotes pasan a ser una segunda piel y no queda otra que matarlo para aliviar su sufrimiento. Una madre, en Doscientos veintidós patitos, que en su juventud trató de suicidarse y en su senectud cuando acaricia la posibilidad de rematar lo que empezó se va al otro barrio merced a una bala perdida mientras toma el fresco en la fachada de su casa. O bien, en El pelo de la virgen, una niña cuyo hermano pequeño muere, mientras un compañero de clase de su hermana (de la que está prendado) se piensa culpable al sustraer los cabellos que la joven había dejado en una capilla junto a una Virgen, buscando así la sanación del hermano. O bien en Historia del Ave Fénix, el que muere es un pajarraco, en una atracción de feria, llamado a ser el Ave Fénix, reducido todo a un ardid para sacar dinero a los lugareños. Encontramos un respiro en Un hombre feliz, donde tras muchos ires y venires, el protagonista del relato encuentra la paz y la felicidad. No falta tampoco en algún relato como en Las casas en la otra orilla, el manejo de lo desconocido, la figura de ese extraño que se acerca a un menor con no sabemos qué intenciones, donde una cosa lleva a la otra, y donde salir corriendo resulta la mejor opción. Hablaba de muertos, y los muertos siguen. En El tío vidente, hay un incendio que el tío prevé y una sobrina, hacia la que siente algo que se barrunta sin llegar a explicitarse, que sería víctima del fuego, pero donde a la parca le dan cambiazo. En Pinar hay más muerte, con un relato que me recuerda mucho a Fin de Monteagudo. Se reúnen un grupo de amigos, en unas cabañas, y suceden cosas extrañas, fantásticas, donde una chica se volatiliza. En Cuento de Navidad, las reuniones familiares son el momento propicio para sacar los muertos a pasear y dejar que el pasado fluya por el presente, invocando a los que ya no están y sentándolos en el banquete del ahora.

No entresacaría ningún relato porque algunos como Doscientos veintidós patitos que ofrecen muchas posibilidades como la intención de un sucidio en una familia, narrado por una madre a toro pasado, se queda en agua de borrajas, o en Ada, esa imposiblidad de arraigar de Ada, al pasar de la ciudad al campo al casarse, su posterior desamparo, su consumirse en aquel páramo que para su marido es un oásis, tampoco me acaba de cuajar.

Édouard Levé

Édouard Levé (Suicidio)

La tristeza me persigue pero yo soy más lento, podemos enunciar a modo de pórtico.

Leo que Édouard Levé en su novela Autorretrato, en su última páginas hablaba de un amigo suyo que se suicidó volándose la tapa de los sesos a los 25 años. Suicidio va dedicado a este amigo. Al contrario de la mayoría de novelas fúnebres que vienen a ser cartas abiertas, ya sean a hijos, padres, madres o hermanos muertos, con las que los que se quedan explicitan lo jodido que es no tenerlos nunca más a su vera, aquí Levé dice no sentir dolor, ni pena por la ausencia de su amigo. Al morir joven, su amigo queda así idealizado, sin verse afectado por el óxido del tiempo, como aquel niño cuyo padre muere joven y cuando el hijo rebasa la edad del padre y llega a la vejez tiene la sensación de que se ha convertido en padre de su padre y se queda con la mirada perdida como las vacas mirando al tren sin entender nada y así Levé nos va hablando de su amigo, y no sé si lo que dice de este es cierto o se lo inventa, porque lo que manifiesta son algunas cosas objetivas y otras muchas son pensamientos del difunto o aspectos de su forma de ser. A la hora de hablar de su amigo le serían de utilidad a Levé además de lo que conocía de primera mano en su trato e intimidad con el difunto, los tercetos encontrados y que se reproducen al final de la novela, en los que el muerto ya adelanta que la felicidad le precede, la tristeza le sigue y la muerte le espera. Al poco de entregar este libro a su editor Levé a sus 42 años hace lo propio y se ahorca. Cuando uno lee las páginas finales no entiende el suicidio como algo dantesco, desgarrador, sino todo lo contrario, más bien como una forma de vivir la muerte, pues como dice Levé morir a los noventa es morir la muerte. Tanto su amigo como Levé quieren ser dueños de sus vidas, y buscan el escenario, el momento y la forma de irse ante de ser arrollados por el destino. Se toman esa libertad para hacer con su vida lo que quieren, como recogía Henri Roorda en su libro Mi suicidio, porque su vida es suya y a nadie más le pertenece, aunque como sopesa el amigo muerto o Levé ambos saben que se puede entender su marcha como un acto de egoísmo, donde no solo se va y descansa ya para siempre el que se suicida, sino que de paso arrastra en su caída hacia el vacío a todos aquellos familiares y amigos que lo querían mucho y vivo.

Eterna Cadencia. 2017. 95 páginas. Traducción de Matías Battistón