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Libros para un desconfinamiento

Cuando recordemos los meses de confinamiento y su luctuosa estela, entre tanta sombra yo me quedo con la luz que había en cada carta que iban redactando los de Fulgencio Pimentel, que recibía con ilusión y expectación en mi buzón digital. Esta es la última carta, la número trece. Fue un placer su lectura. De veras que sí.

Arrivederci.

Libros para un desconfinamiento (XIII)

CÓMO ESTÁS

«Hoy no ha pasado nada. Ni hoy. Tampoco hoy (…) Los días son como los pinos. Todos parecen iguales (…) El tiempo pasa sin que pase nada»… ¿Seguro?

Ciertamente ha pasado el tiempo desde la primera carta que les enviamos. En estos casi tres meses de confinamientos (porque estarán de acuerdo con nosotros en que no es lo mismo una fase 0 que una fase 2 con todas estas libertades recobradas, tantas que ahora no sabemos qué hacer con ellas ← sarcasm) les hemos escrito sobre reclusiones, veranos imposibles, improbables, soñados; paseos, cine, crímenes, historias de terror. Sobre la mar, sobre el amor. Sobre los niños, niñas, niñes. Sobre ciencia ficción y sobre el cole. Escribíamos, leían y así el tiempo iba pasando mientras taladraba el sonsonete: hay que entretener a la gente porque la gente está aburrida. Desde esa premisa se han grabado infinitos podcasts, se han empezado a escribir muchísimas novelas y se han hecho más directos de Instagram de los que hayan podido ustedes soportar. De tanto decirnos que estábamos aburridos, al final nos lo hemos creído. Siguiésemos trabajando o no, lo bueno era aburrirse, era lo que estaba bien visto. Afirmar lo contrario habría sido como decir que tenemos mucho mundo interior, que nos sobramos con nosotros mismos, sin aliño; una sacada de pecho muy poco cristiana, de mal gusto, digna de un demonio del ego como nuestro querido Limónov.

Igual hemos sido todos una miajita pesados; quizá lo pertinente era guardar silencio y contemplar el nacimiento de otro verbo sepultado por el aburrirse, un misterio agazapado detrás de las horas más anodinas del día. Ese misterio no tiene nombre pero está a nuestro alcance y es una fuente infinita de asombro. Hemos sido tan tozudos y ciegos como lo fue una vez el gigante de Manuel Marsol y Carmen Chica, empeñándonos en que no estaba pasando nada cuando en realidad estaba pasando de todo a nuestro alrededor, siendo nosotros los que no estamos acostumbrados, en realidad, a no hacer nada. El tiempo del gigante habla sobre el paso del tiempo. Es un libro grande y majestuoso, como su protagonista, que lleva un árbol metafórico plantado en la cabeza que va mudando hojas y dando frutos con el paso de las estaciones. Pasan y pasan los días y las páginas coloridas de este álbum ilustrado lleno de bosques, montañas, truenos, vacas volando, nubes, hormigas y lagos que el gigante va atravesando hasta que por fin alcanza a decir: «Hoy tampoco va a pasar nada. Y se está bien así».

Aburridos o no, el tiempo ha pasado, eso es seguro. Cuesta recordar un periodo en el que más «¿cómo estás?» hayamos escuchado. Convertida en un continuo velatorio, nuestra vida y las de los otros han girado necesariamente en torno a esta pregunta durante estos meses. No sé si saben ustedes que tenemos en nuestro catálogo a un coleccionista de frases: Gueorgui Gospodínov. Lo demuestra en Novela natural y también en Física de la tristeza, la novela en la que enumera las posibles respuestas a la dichosa cuestión («una pregunta terrible que puede asaltarte literalmente desde cualquier esquina»). Nos situamos ahora mismo en un «más o menos». Nunca diremos, al menos no por ahora, que estamos «bien» (¡qué ordinariez!), pero es verdad que nos ha costado mucho admitir que hemos estado tristes. En una entrevista en El Cultural, dijo Gospodínov, a propósito de la tristeza, que «la propia palabra búlgara es muy específica a nivel fonético. (…) Si usted intenta pronunciarla hay una especie de atragantamiento, algo gutural que se queda sin decir, sin poder articular. Es la tristeza de lo que se quedó sin decir. Hay una peculiar cultura del silencio en la familia búlgara sobre temas personales». Esa es la búsqueda que Gospodínov hace en Física de la tristeza a través de su historia familiar y la de su país durante el siglo XX. Cuando se publicó, el libro agotó en su país la tirada en un día, convirtiéndose en el más vendido de aquel año, además de hacerse con todos los galardones posibles y algunos imposibles a nivel europeo. Pensamos que el búlgaro es un pueblo noble y culto y casi tan borrico como el nuestro; de ahí que también nosotros tuviéramos la pregunta atascada en la garganta durante estos meses.

Vamos con una hipótesis. Mañana, una nueva orden gubernamental, no más insólita que otras, nos ofrece una disyuntiva: podemos permanecer recluidos en nuestra guarida, en esta asfixia que podría prolongarse para siempre; o emigrar, salir por fin a la luz, pero, eso sí, yéndonos muy lejos, a alguna tierra prometida o ignota, adonde nos dé la gana, pero abandonando el mundo que conocemos, que amamos u odiamos pero es el nuestro, probablemente para siempre. Aquellos que se decidan por lo segundo, deberán ir ligeros de equipaje: todo lo que podrán llevar consigo deberá caber en una maleta. Serguéi Dovlátov vivió en carnes propias esa situación inconcebible; en su ajada maleta: unos botines, un gorro de invierno, unos guantes de chófer, un cinturón de cuero, una camisa de popelín, y poco más. En La maleta, cada uno de esos objetos conduce a Dovlátov a un asombroso registro de la tragicómica verdad que fue su mundo antes del exilio. Dovlátov es un mago de la exactitud, del despojamiento, pero también de la ironía. La más grande ironía de su viaje fue que nunca más abriera ni diera uso a ninguno de los objetos de su maleta. Quedaron atrás, como atrás quedaron amores, traiciones, proyectos y todo lo que fuimos. Se ríe Dovlátov de sus tesoros, y también los ama. ¿Qué habría en nuestra maleta? Sabemos que la de Megg & Mogg contendría un buen arsenal de dildos, y no les afeamos la elección. Pero es preciso saber cómo querremos recordar nosotros esto. De hecho, ¿queremos recordarlo?

Bien, hemos estado tristes. Y si hemos estado tristes, lo más probable es que nuestra memoria lo haya grabado con mayor ahínco. «Cuanto más emotiva es la experiencia, más probabilidades tiene de ser recordada», leemos en Comerse el tarro. Aún en este siglo XXI en el que se intuye que veremos de todo, la memoria sigue siendo un enigma para la ciencia. Sea como sea, una parte importante de lo que se sabe está aquí, en el precioso vademécum ilustrado de las portuguesas Isabel Minhós Martins, Maria Manuel Pedrosa y Madalena Matoso. La memoria es solo un capítulo de este manual dedicado al estudio del cerebro, cargado de preguntas siempre pertinentes y a veces postergadas, igual que aquel «¿cómo estás?». Un ejemplo: «¿cómo nace un pensamiento?». Tal vez las horas de sofá sean la causa del renovado interés por los extraños motores que dominan nuestra mente; al menos, del nuestro. Y así, nos detenemos a releerlo con gustirrinín, familiarizándonos con conceptos como sinapsis, hipocampo o amígdala a través de nuestra propia experiencia confinada («¿habré creado sinapsis sólidas durante esta clausura?», «¿qué es lo que me ha pasado, qué me ha calado hondo?»). Preguntas, más preguntas: ¿estas vivencias de hoy se convertirán mañana en recuerdos de corto o largo plazo?, ¿qué sonidos u olores codificará nuestra memoria, qué se almacenará y qué recuperaremos finalmente? Ojalá no recordemos solo los largos días de teletrabajo, sabiendo como sabemos que la memoria trabaja a fuerza de repetición y machacamiento.

Es seguro es que muchas cosas se esfumarán, incluidas algunas cuestiones importantes para saber quiénes somos. Durante mucho tiempo creímos que recordar era algo así como hacer una foto y almacenarla en un cajoncito de la mollera. Según esta idea, recordar sería como recuperar esas fotografías, pero el mecanismo es un poco más complejo. Afortunadamente tenemos una solución ancestral y pertinente como el pan y la sal: el registro. Somos conscientes de que les hemos hablado de él muy hace nada, pero El libro del futuro nos ha parece hoy un recurso más relevante que nunca, y eso que el futuro de uno siempre es relevante, ilusionante y acongojante. Cuando el presente se tambalea, urge registrar lo que nos pasa, más aún si nos hacemos la promesa de que no lo volveremos a leer hasta dentro de muuuchos años, cuando el mundo sea un paraíso postpandémico, un mundo otro, mejor o peor. Ganador de un 2º premio a los Libros Mejor Editados del Ministerio de Cultura y exportado ya a siete países, El libro del futuro es sencillamente un libro-cápsula del tiempo, que acogerá como un cofre de titanio tanto la esencia como el detalle, el sentimiento gordo y el capricho del paisaje. Una vez completado el registro de nuestro mundo (gracias a las pautas que propone el libro), el autor o autora de su particular «libro del futuro» deberá enviar la carta incluida al final del mismo, firmar el juramento y sellar la funda protectora. Nosotros seremos los albaceas de cada niño o adulto, con el compromiso firme de devolverle la carta que se dirigió a sí mismo al cabo de quince años, para darle acceso al pasado y al futuro de su pasado, recobrado al fin en el presente.

Ha pasado tiempo, más de dos meses desde nuestra primera carta. Con esta nos despedimos. Aunque volveremos a escribirles, prometido, no pasarán quince años. De hecho, nos animaremos a hacerlo con frecuencia pachona, como se escribía antes a la tía en Caracas. Escribir sobre nuestro presente, y escribir también sobre mascotas, familias, drogas, pepinillos, nos gusta y nos hace menos idiotas. A quienes nos han leído, les damos las gracias del alma. Confiamos en que tampoco ellos se hayan aburrido, y confiamos en que estén algo menos tristes ahora. Confiamos en ellos, y en nosotros, y confiamos sin duda en el milagro del mensaje en la botella. Arrivederci!

Retiro

Retiro (Dovlátov)

Qué tendrá la literatura para que levante tantas pasiones y se erijan monumentos de cuerpo entero o bustos, y uno vaya a Mondoñedo y se encuentre con Cunqueiro, o vaya a un garito en Pamplona y comparta barra con Hemingway o vaya a Lisboa y vea a Pessoa en Chiado mientras te tomas un café, y haya escritores como Chejfec que de mocete transcribía párrafos y páginas enteras de Kafka con la idea de que se le pegara algo a la hora de escribir, o aquel que duerme con su novela favorita debajo de la almohada, o bien aquellos escritores que como María Belmonte siguen las huellas de otros escritores, peregrinos de la belleza, por Italia o Grecia, o como Richard Holmes se ponga tras las huellas de los románticos como Stevenson o Gérad de Nerval, como si recorriendo y viendo las cosas que estos vieron, sus biografías fueran más vívidas, más veraces, o como Eduardo Berti que se traslada hasta el sitio en el que vivió Jósef, como plasma en su última novela Un padre extranjero o como sobre la figura de Pushkin se crea -en la residencia en la que permaneció durante los dos años de exilio lejos de San Petersburgo al que fue castigado por el zar Alejandro I- algo parecido a un parque temático -el Zapovednik Puskhinskiye Gory- en tributo a su gloria, ya inmortal. Sobre este último es sobre el que Dovlátov (1941-1990) construye su novela, donde prima el humor absurdo, la gamberrada -con un estilo que me recuerda al de Picabia, de quien hace poco leí con agrado su Pandemonio– el tono disparatado, sarcástico, irreverente, un aire disidente que se mofa del comunismo, pues como dice «todos piden tierras para el pueblo cuando en verdad lo que este quiere (el pueblo) es vodka y nada más, pues no sabría qué hacer con las tierras». Vodka y alcohol hay mucho en la novela porque el narrador, alter ego del autor, es un escritor -al que no le publican nada y al que el éxito y el reconocimiento se le escurre una y otra vez- alcohólico, quien consigue salir de Leningrado y buscar algo de sosiego en un lugar alejado del mundanal ruido donde trabajará como guía turístico mostrando al pueblo la grandeza de Pushkin, una grandeza de la que Dovlátov se burla, pues todo aquel que no manifiesta algo parecido al fervor hacia el genio de las letras rusas se ve poco menos que como un disidente. El sosiego que encuentra allí el narrador se ve puesto en peligro cuando su mujer y su hija dejen el país y se trasladen a los estados unidos y no sepa si acompañarlas o no. El parque le permite a Dovlátov mostrar una muy particular galería de personajes, a los que hay que sumar los inquilinos de la covacha en la que se alojará, que da lugar a escenas descacharrantes. Si se siguen vertiendo al castellano más novelas de Dovlátov (la presente, bellamente editada por Fulgencio Pimentel), por estos pagos tendrá un lector.


Fulgencio Pimentel. 2017. Traducción y notas de Tania Mikhelson y Alfonso Martínez Galilea. Ensayo biográfico de Lino González Veiguela. 214 páginas.