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Viajar (Herman Melville)

Ocho años después de la publicación de la en su día ninguneada novela Moby Dick (que debo releer pues su lectura o me dejó en su día huella alguna) Herman Melville (de quien recomiendo leer su Bartleby el escribiente), entre 1858-1860, escribe estos ensayos que tienen mucho que ver con su espíritu viajero y se manifiestan en el primero de ellos, en Viajar, donde advierte que el placer y el sufrimiento van de la mano en cualquier viaje, nos dice que para ser un buen viajero hay que ser joven, despreocupado y buen paseante. Nos cuenta que viajar nos enseña una profunda humildad, ampliando nuestro altruismo hasta abarcar la humanidad al completo. Enunciado el último que no resulta del todo cierto, pues la estupidez vemos hoy que no se corrige viajando. Hoy hablaríamos más de turistas que de viajeros.
En Los mares del sur, el segundo ensayo, nos habla de Magallanes y su travesía por el Pacifico al que dio nombre, o de aquellos como Christian, el rebelde del Bounty de quien leí lo que escribió Judith Schlansky en Atlas de islas remotas, que se afincó en la isla Pitcairn, donde murió rodeado de hijos un nietos fruto de sus relaciones con las mestizas, y propone que dejen a las gentes de la Polinesia en paz, con su lengua y sus costumbres, si lo único que podemos ofrecerles a modo de progreso son: hospitales, cárceles y hospicios. No le hicieron mucho caso pues estas islas cayeron en manos de franceses, americanos, neozelandeses, etc.
El libro se cierra con el paso de Melville por Roma donde se extasia contemplando las estatuas romanas, eternos ejemplos de la perfección del arte antiguo, estatuas o bustos de Sócrates, Julio César, Séneca (al que presenta como avaricioso y codicioso), Platón
Lo aquí dicho por Melville me resulta demasiado escaso y a día de hoy existen otros textos mucho más jugosos en relación con el arte escultórico o con el acto de viajar. Hace dos siglos lo aquí enunciado por Melville quizás tuviera cierta repercusión pero leído hoy no le encuentro apenas ningún aliciente.

Gadir. 2011. 95 páginas. Traducción de Elizabeth Falomir Archambault.

9788494044144

El cocodrilo (Fiódor Dostoievski)

Fiodor Dostoievski desata su vis más cómica en El cocodrilo para ofrecernos un relato donde el absurdo toma el mando, tal que un fulano, sin darse cuenta es absorbido por un cocodrilo, sin que la historia devenga gore. Una vez instalado cómodamente el okupa forzoso dentro del animal, quiere éste aprovechar la coyuntura para sacar de ese ingerimiento algo provechoso, entregado al estudio y a sus pensamientos, porque lo que le sobra en esa caverna animal es tiempo.

A su alrededor, su amigo hace lo posible por sacarlo de allí, mientras se suceden las escenas a cual más absurda, como considerar la posibilidad de que la nueva situación laboral del engullido adopte la forma de una comisión de servicios o incluso llegar a valorar la posibilidad de empadronarse allí dentro.

Mientras, los periódicos se hacen eco de la noticia -a su manera-, y se preocupan más de salvar al animal, que tras ingerir a un humano se muestra agotado, !incluso se le saltan las lágrimas del esfuerzo!, que de preocuparse por el estado del humano devorado.

La mujer del desaparecido -ante una situación que parece no incomodarla en demasía- ya ocupa su tiempo libre con otros pretendientes, mientras el dueño del cocodrilo y su mujer, una pareja de alemanes devorados por su afanes crematísticos, sólo están dispuestos a abrir en canal a su mascota a cambio de una cifra astronómica, propiedades inmuebles e incluso rangos militares.

Dostoievski se mofa de los funcionarios, de los periodistas, de la codicia, de la inhumanidad, de ese beneficio económico que se antepone a cualquier otra circunstancia -la vida humana, por ejemplo-, todo ello narrado con mucha ironía y gracejo pero sin dar los zarpazos lacerantes que soltaba por ejemplo en El jugador.

El final queda abierto a cualquier posibilidad.

Lo edita Gadir con traducción de Enrique Moya Carrión e ilustraciones de Eugenia Ábalos.