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Comparativa

Sí en un poema cada palabra cuenta, la traducción entra en un terreno delicado. Con los relatos sucede algo parecido, y muchos de ellos los recordamos por sus palabras finales. Contaba con dos libros que contenían el relato de Maupassant titulado El miedo y los finales son parecidos pero diferentes. El primero obra de Isabel Veloso, el segundo de Assumpta Roura. Juzguen ustedes mismos, atendiendo a la versión original en francés.

El miedo
El miedo

L’homme au visage brun se tut ; puis il ajouta:

– Cette nuit-là pourtant, je ne courus aucun danger ; mais j’aimerais mieux recommencer toutes les heures où j’ai affronté les plus terribles périls, que la seule minute du coup de fusil sur la tête barbue du judas.

¿El placer del viajero?

Leyendo el relato de Guy de Maupassant Las hermanas Rondoli, me venía en mente la novela de Ian McEwan El placer del viajero. Maupassant quizás peca de aguafiestas, aunque su juicio resulta muy lúcido y agudo (teniendo en cuenta que el relato se escribió a finales del siglo XIX). El comienzo de su relato dice así:

Cambiar de lugar me parece algo inútil y fatigoso. El sueño inquieto de las noches en tren con sus dolores de cabeza y sus agujetas, despertar derrengado en ese cajón rodante, alimentarse del olor a carbón y de las execrables cenas de la fonda en plena corriente, esa sensación de mugre en la piel y de polvo en los ojos y en el vello, todo esto, creo yo, no es más que el horrible principio de lo que debe ser un agradable viaje de placer. Después del Rápido vienen las tristezas del hotel, del gran hotel lleno de gente, !y sin embargo tan vacío!, Y la cama desconocida, desoladora y sospechosa, especialmente para mí, que tanta importancia le concedo. Es el santuario de la vida. Le entregamos nuestros desnudos y fatigados cuerpos para que los reanime y los descanse entre la blancura de las sábanas y la tibieza de lo edredones. Es el lugar donde pasamos los más dulces momentos de la existencia, los del sueño y los del amor. La cama sagrada. Debemos respetarla, venerarla y amarla como lo mejor y más dulce que tenemos en el mundo. no soy capaz de levantar una semana de hotel sin un estremecimiento de asco. ¿Qué habrán hecho ahí dentro la noche anterior?. ¿Qué clase de gente desaseada y repugnante habrá dormido en ese mismo colchón?. Pienso entonces en los seres horribles que encontramos cada día, en los desagradables jorobados de carnes granujientas y manos negras, que llevan a imaginar cómo tendrán los pies y el resto de su cuerpo. Se me vienen a la mente todos aquellos que traen consigo asquerosos olores a ajo o a humanidad, los deformes, los purulentos, las secreciones de los enfermos y todas las fealdades e inmundicias del hombre. Y pienso que todo eso ha pasado por la misma cama donde yo voy a dormir. Me dan náuseas tan solo con meter el pie.
¿Y las cenas de los hoteles? Interminables escenas de mesa redonda entre gentes aburridas o grotescas, o bien terribles y solitarias cenas en la mesita de un restaurante, frente a una vela mortecina cubierta con una pantalla. ¿Y qué me dice de las desaladoras noches en una ciudad desconocida?. ¿Hay algo más lamentable que la caída de la tarde en tierra extraña? Caminamos al azar en medio de un movimiento y una agitación tan sorprendentes como los de los sueños. Miramos esos rostros, que no hemos visto nunca y que nunca más veremos, oímos voces que hablan de cosas que no son diferentes como en una lengua que no comprendemos. Experimentamos la atroz sensación de estar perdidos. Tenemos el corazón en un puño, las piernas fláccidas y el alma abatida. Andamos como si huyéramos; lo hacemos para no volver al hotel donde nos sentiríamos aún más perdidos, porque es como regresar a casa, pero a una casa de todos, y en la que todos pagan. De modo que terminamos por desplomarnos en la silla de un café iluminado, cuyo reflejos dorados son mil veces más agobiantes que la sombra de la calle. Y es en ese momento, delante de una caña babeante traída por un camarero a la carrera, cuando nos sentimos tan abominablemente solos, que nos asalta una especie de locura, una imperiosa necesidad de salir de allí, ir a cualquier otro sitio con tal de dejar aquí la mesa de mármol bajas araña resplandeciente.
Nos damos cuenta de pronto de que realmente estamos solos en el mundo, siempre y en todas partes; en los lugares conocidos, el trato familiar nos crea la ilusión de fraternidad humana. Precisamente en estas horas de abandono, de negro aislamiento en las ciudades lejanas,pensamos largo y tendido, y vemos las cosas con claridad. En esos momentos reconocemos la vida tal y como es, fuera de la óptica de la eterna esperanza, al margen del engaño de las costumbres adquiridas y de la confianza en la llegada de la felicidad siempre soñada.

Al estar lejos comprendemos lo cercano, lo breve y lo vacío que es todo; al buscar lo desconocido nos percatamos, por fin de cuán mediocre es la vida y de lo pronto que se acaba; al recorrer el mundo vemos lo pequeño que es y lo semejante en todas partes. !Ay! Bien conozco yo las noches de paseo sin rumbo por calle remotas. Las temo más que a cualquier otra cosa.

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El Horla (Guy de Maupassant)

El insoslayable ensayo de Alberto Savinio, Maupassant y “el otro”, me hizo querer leer El Horla, relato, o novela corta, que según Savinio estaba al nivel de los relatos fantásticos de Poe. Muy sustancioso es este libro editado por Cátedra que reúne El Horla (su segunda versión) y otros relatos de Maupassant, con edición y traducción de Isabel Veloso, donde ésta reivindica la figura vilipendiada de Maupassant, pues escritores como Savinio lo despachaban sin muchos miramientos, pues decía éste que la obra de Maupassant le resultaba banal y superficial, muy lejos de la obra, por ejemplo de Proust, mucho más intelectual. Maupassant, menos intelectual y más sensorial, sensitivo y voluptuoso (precursor incluso del futuro surrealismo, según Veloso), no podía competir con Zola, Flaubert, Poe o Hoffmann, y lo consideraban un segundón, lo que no le impedía ser un escritor muy leído y apreciado por el público, aunque ciertos estamentos no encajaran bien sus críticas hacia la religión, el sinsentido de las guerras, siempre devastadoras, capaces de sacar lo peor de uno mismo (en relatos como La loca o Madre Sauvage), o ciertos ramalazos antisemitas. Además Maupassant no se casaba con ninguna causa, secta, o partido político, era un espíritu libre y pendenciero, a quien su sexualidad desbocada e impetuosa le hiciera contraer la sífilis, afectando a su nervio óptico y después a su cerebro, abocándolo a la locura, de la que se liberó suicidándose, en 1893 a la edad de 43 años.

Antes de morir Maupassant experimentó la locura y la presencia en su Yo de ese Otro que lo ocupaba. El Otro toma en la novela de Maupassant el nombre del El Horla, y en un lapso de unos pocos meses vemos como un hombre que vive solo va anotando en su diario el desmoronamiento que va sufriendo, a medida que la ocurrencia de ciertos sucesos extraños, agravados por la soledad, lo angustian y atemorizan; temores de andar por casa, como no ver su reflejo en un espejo, el tallo de una flor que se rompe de cuajo sin motivo aparente, la sensación de que alguien le sigue al salir a pasear por un bosque (lo que convierte la naturaleza en algo amenazante) y algo aún más terrorífico como es el miedo a perder la razón y ser consciente de que se va perdiendo, con experiencias como el hipnotismo, donde uno puede perder el control de sí mismo, para convertirse en un títere de otro.

El narrador, al que Maupassant da su voz cuando confiesa sus temores y desvelos, tiene la sensación de que su vida se le va de las manos y que El Horla (novela hoy muy prestigiada, de alargada sombra y que se cita por ejemplo en El ala izquierda de Cartarescu) es invencible, que no hay forma de librarse de él. Sí, hay una, aquella que solucionaría su problema, resolución radical que queda flotando en el ambiente, que Maupassant consumaría seis años después de escribir esta fantástica y pavorosa novela.

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Sobre el agua (Guy de Maupassant)

Guy de Maupassant emprende una travesía de 7 días a bordo de su embarcación Bel-Ami, acompañado por dos marineros. Recorre la costa francesa desde Antibes hasta Saint-Tropez. Lo escribe en 1888, cinco años antes de su muerte. Es curioso leer como en aquel entonces Saint-Tropez era una villa marinera de difícil acceso. Durante la singladura, aquejado por una soledad flotante, Maupassant aborda diferentes temas, ya sea denostar las guerras: «Hemos visto la guerra. Hemos visto a los hombres transformarse en brutales, enloquecidos, matar por placer, por terror, bravuconería, por ostentación. Cuando el derecho ya no existe, la ley está muerta, toda noción de lo justo desaparece, nosotros hemos visto fusilar a inocentes hallados en una carretera y convertidos en sospechosos porque tenían miedo. Hemos visto matar perros encadenados a la puerta de sus amos para probar revólveres nuevos, hemos visto ametrallar por placer vacas tumbadas en un campo, sin ninguna razón, por el mero hecho de disparar su fusil y por puro divertimento«, lo absurdo de tratar de imitar la naturaleza, ya sea a través de la pintura en particular, y del arte en general, los dones de la soledad que le permiten vivir libre de ataduras, sustraerse así a la servidumbres de la amistad que siempre exigen según él, correspondencia, dedicación, compartir la intimidad, al margen de los chismorreos, habladurías, cotilleos, que tanto gustan a sus compañeros, o lo que sucede cuando el individuo pasa a formar parte de la masa: «Hay una frase popular que asegura que «la multitud no razona» ¿Y cómo es que no razona la multitud si cada uno de los que la integran razonan? ¿Cómo es que una multitud hace espontáneamente lo que ninguna de sus unidades haría? ¿Por qué tiene la multitud impulsos irresistibles, determinaciones feroces, arrebatos estúpidos que nada es capaz de contener, y por qué realiza, arrastrada por tales arrebatos, irreflexivas acciones que ninguno de los individuos que la componen sería capaz de realizar? Que un desconocido lance un grito, y súbitamente se apodera de todos una especie de frenesí, y todos, movidos de un mismo impulso, al que ninguno intenta resistir, arrebatados por un mismo pensamiento, que se hace de un modo instantáneo común a todos ellos, aunque sean de castas, opiniones, creencias y costumbres distintas, se abalanzarán sobre un individuo, lo degollarán, lo ahogarán sin motivo, casi sin pretexto, mientras que, tomados aisladamente, serían capaces de arriesgar sus vidas por salvar al que están matando«. Reflexiona también sobre su profesión de escritor, sobre cómo este registra todo cuanto ve, cómo se convierte en un rapiñador desalmado, como chupa la vida de los demás, para alimentar sus obras:»Si habla, sienta a veces plaza de maldiciente, y eso porque tiene clarividencia de pensamiento, y desarticula con él todos los resortes de los sentimientos y de los actos de los demás. Si escribe, verterá en sus libros, sin poderse contener, todo cuanto vio y llegó a comprender y sabe; y no hará excepciones ni con sus allegados ni amigos, poniendo al desnudo con cruel imparcialidad los corazones de las personas a quienes ama o ha amado, llegando incluso a la exageración para conseguir un efecto mayor, sin que le preocupen nada sus afectos, y sí únicamente su creación». Apuesta Maupassant, creo que de boquilla, por la soledad, por ese retorno a un estado primigenio, al contacto más estrecho con la naturaleza, si bien tampoco puede evitar el contacto social, el reconocimiento, los saraos, las fiestas, como se verá cuando reciba la invitación de uno de sus amigos para verse.
Brilla el humor con anécdotas hilarantes y absurdas como la que se refiere a un preso en el principado de Mónaco.
Dice Maupassant que pocas cosas hay más bonitas que ver en una ciudad iluminada desde el mar. Es evidente que en el mar se viaja de otra manera, el paisaje cambia, accedemos a lugares que de otra manera nos están vetados y que no tiene nada que ver con hacerlo por carretera. Este periplo, este cúmulo de pensamientos, de ideas errantes, como afirma Maupassant, resulta ameno de leer, divertido a ratos, y nos permite conocer a Maupassant más allá de sus relatos y novelas como Los domingos de un burgués en París o El doctor Héraclius Gloss.

Marbot ediciones, 2008. 183 páginas. Traducción de Elisenda Julibert.