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Trieste

Trieste (Daša Drndić, 2015)

Daša Drndić
2015
Automática editorial
536 páginas
Traductora: Simona Škrabec
Ilustración de la portada: Natalia Zaratiegui

Acabo esta novela abatido, horripilado, espeluznado y nada consolado. Nada raro por otra parte, cuando la materia narrativa tiene que ver con las abominables acciones perpetradas por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial contra los judíos, gitanos, partisanos, discapacitados, etc.

Si uno desea conocer de primera mano lo que es la maldad humana en estado puro, aquí encontrará unos cuantos testimonios capaz de llevarte al borde de la náusea, sin apenas esfuerzo. Cuando al ser humano lo despojan de tal condición, se convierte en un objeto, en una materia sin valor, en una «carga» que se manipula como cualquier otro producto, una carga que será procesada, y reducida a cenizas y que luego en sacos será arrojada al fondo del mar o enterrada, a fin de no dejar los nazis rastro de sus atrocidades.

Cuando la guerra acaba y los miembros de las SS y del tercer Reich son juzgados, ninguno de ellos reconoce sus crímenes, ni la maldad implícita en los mismos. Más allá de la obediencia debida, de alegar que estaban librando una guerra, que cumplían con su deber, ninguno de ellos se cuestiona, si degradar a seres humanos, darles tiros en la nuca al pie de las fosas comunes, matar a los prisioneros a golpes o dispararles como si fuesen conejos, mientras corren aterrorizados o vejarlos hasta reducirlos a un amasijo de carne arrumbada, lanzar bebés al aire y tirotearlos como si fuese una modalidad del tiro al plato, y finalmente gasearlos y matarlos haciéndoles creer que les van a dar una ducha reparadora, nada de todo esto es cuestionado por estos soldados, nada es puesto en entredicho, nada es simiente de remordimiento alguno, era el sistema decían, así eran las cosas se defendían.

Una vez finaliza el exterminio quienes no son llevados ante la justicia, vuelven a sus hogares, a sus roles de padres ejemplares, de maridos perfectos, mientras escuchan música clásica en sus gramófonos y podan sus rosales, y leen la prensa y llevan vidas tranquilas en sus oficios, residiendo en las ciudades que les vieron crecer, hasta que un buen día alguien (esos pocos que lograron sobrevivir a los campos de exterminio) los reconocen por las calles, y entonces son llevados hasta la justicia, y unos son condenados a cadena perpetua, y muchos otros son liberados a los pocos años por causas humanitarias, declarados enfermos y muchos ni siquiera van a la cárcel, pues se han borrado tantas huellas como se han podido y los jueces imponen sentencias irrisorias, donde la muerte de varios miles de personas se salda con unos pocos años de cárcel en el peor de los casos.

Y la reflexión que uno se hace es que la violencia siempre genera violencia y daño y malestar y no trae nunca nada bueno, y el que sobrevive y no se ciega con la venganza, a duras penas consigue sobrellevar el pasado, la tristeza, la amargura y muchas son las víctimas que tras dejar los campos deciden suicidarse.

A su vez, los hijos bastardos que tuvieron los nazis, o aquellos fruto de las violaciones perpetradas en los territorios ocupados por los nazis, o los que fueron a parar a los Lebensborn de Himmler (que tras la guerra serían desmantelados) dejaron en el camino a miles de niños, más tarde adultos que nunca supieron quienes fueron sus padres, sus madres, su familiares. Niños que en esos orfanatos fueron víctimas de abusos de todo tipo, de maltratos, de múltiples vejaciones, pues sus agresores (bedeles, vigilantes, directores) veían en ellos la simiente del diablo, cuando hablamos de niños de muy corta edad. Otra barbarie más.

En 1935 el título de bebé ario más bello de Berlín lo obtuvo una niña de seis meses llamada Hessy Levinsons. ¿Se imaginan lo que sigue?. Sí, los padres de la niña eran cantantes de ópera, originarios de Lituania y judíos. La fotografía de la niña se utilizó para la edición de tarjetas postales de manera que Hessy recorrió todos los territorios de Alemania impresa en una postal de felicitación.

Niklas Frank, hijo de un criminal nazi, abominó de su padre, de su pasado, de todas las cosas horrendas que este hizo. Es de los pocos que lo ha hecho. Frank piensa que lo que habría que haber hecho es haber ejecutado a todos los nazis, sin juicio ninguno. Porque si no nos encontramos con lo que luego ha pasado, que todo aquello ha germinado, que los nazis supervivientes, fueron luego arropados, justificados, minimizando entre todos ellos y a la larga, todo aquello, porque «El silencio se ha convertido en una enorme losa de cemento armado».

«De la Alemania nazi nació una red de canales subterráneos y que ahora llaman el duelo, la tristeza y el olvido, y que son como los tres ríos míticos que nunca se secan: Aqueronte, Cocito y Lete».

Thomas Bernhard cree que al Partido nacionalsocialista le sucedió el Partido católico, y que «ambas son dos enfermedades contagiosas, enfermedades del espíritu». (que Haneke plasmó maravillosamente en su película La cinta blanca) Y respecto de Salzburgo dice esto: «el ser de esa ciudad es enfermizo, perverso y contaminado y que no difiere de otras muchas ciudades europeas católicas que estaban orgullosas de su nacionalsocialismo, o como fuera que se llamaran entonces».

La voz de la narración que articula todo el relato es la de Haya, una mujer que llegando al final de su vida, decide echar la vista atrás, y mirar el pasado no desde la complacencia, sino metiendo las manos en el fango, en la mierda, removiendo lo que haya que remover, pues quizás esa y no otra es la manera de recuperar la dignidad, de asumir las contradicciones, de dejar de mirar para otra parte y asumir que ella, como casi todos los demás, sí sabía, y no hizo nada, mientras a su vez su hijo, un hijo robado, a la par, va recuperando su identidad, a medida que va conociendo quien es él, quienes sus padres, quien su madre.

Cuando se organiza el traslado en trenes de quienes iban a ser exterminados en los campos de exterminio, la opinión de los que como Elvira Weiner lo veían desde fuera, en el territorio neutral suizo, (neutralidad convertida en pasividad y en cooperación), mientras los trenes abarrotados de gente aterrorizada, esperaban en las estaciones durante horas, antes de partir hacia una muerte segura, era esta:

Sabíamos que esas personas iban a Alemania, sabíamos que entre ellos había judíos, sabíamos que existían los campos de concentración. Pensábamos que nosotros ya les habíamos ayudado y que si ellos continuaban ululando en la noche era su problema, es lo que pensábamos. Les habíamos dado mantas y café y sopa. Y si ellos continuaban rebelándose, no nos parecía correcto. Pensábamos: esta gente monta tanto alboroto que no nos dejan dormir. Eso es lo que nuestros vecinos escribían en los diarios.

En estos tiempos tan líquidos y desmemoriados, esta monumental novela de Daša Drndić (con una trabajada traducción de Simona Škrabec), muy bien editada por Automática Editorial,(la bonita portada es obra de la ilustradora navarra Natalia Zariategui) es más necesaria que nunca, para que nadie olvide lo que sucedió en Europa hace apenas 70 años, ahora que las carreteras y los trenes de media Europa se pueblan de refugiados y los mares se llenan cada día de cadáveres de niños y adultos, y el horizonte se cubre de verjas, muros y concertinas, es momento de no olvidar que nuestra pasividad, nuestra inoperancia, el dejar abandonados a su suerte a miles de personas, es abocarlos a una muerte segura. Es momento de exigir a las instituciones que actúen, que no se inhiban, que se pongan el mono de trabajo y hagan de las leyes un instrumento útil, capaz de salvar vidas y no de quitarlas.

Verde agua

Verde agua (Marisa Madieri)

Marisa Madieri
Editorial Minúscula
2000
204 páginas
Posfacio de Claudio Magris
Traducción: Valeria Bergalli

Ante el éxodo masivo que están sufriendo hoy en día miles de personas, huyendo de sus países de origen, este libro, sirve como un testimonio, de todos aquellos, que a lo largo de la historia se han visto obligados a dejar su hogar y a sobrevivir como buenamente pueden (si lo consiguen) en otra parte.

La autora de la novela, Marisa Madieri (1938-1996), tuvo que abandonar tras La Segunda Guerra Mundial, cuando era niña, como otros 300.000 italianos, Istria, localidades dálmatas o en su caso, Fiume, al pasar estos territorios, de manos italianas a manos croatas, y tener que exiliarse como refugiados a los Silos de Trieste, que la autora describe en estos términos:

«Conocí así por primera vez el Silos, donde vivían acampados miles de refugiados istrianos, dálmatas o de Fiume con nosotros. Era un edificio inmenso de tres pisos, construido durante el imperio de los Habsburgo como depósito de semillas de cereales, con una amplia fachada adornada con un rosetón y dos largas alas entre las que se abría una especie de patio interior, donde los niños iban a jugar en tropel y las mujeres tendían la colada. El exterior de este edificio es aún hoy visible cerca de la estación del tren.

La planta baja, el primer piso y el segundo estaban casi por completo sumidos en la oscuridad. El tercero, en cambio, estaba iluminado por unas grandes claraboyas que había en el techo, que no se podían abrir. En cada piso, el espacio se encontraba subdividido por tabiques de madera en muchos y pequeños compartimentos, llamados box, que se disponían sin interrupción como las celdas de una colmena. Entre ellos se abrían calles principales y callejuelas secundarias de enlace. Los box estaban numerados y algunos tenían incluso nombre, como una villa. También las calles tenían nombre: la calle del dálmata, la de las Pola, la calle de la capilla, o la de los lavabos […]

Entrar en el Silos era como entrar en un paisaje vagamente dantesco, en un nocturno y humeante purgatorio. De los box se elevaban vapores de cocción y olores disparatados, que se unían hasta formar uno intenso, característico, indescriptible, una mezcla dulzona y rancia de olor a sopa, a coles, a fritos, a sudor y a hospital.»

La narración no cae en el derrotismo ni en el sentimentalismo. Todo lo contrario. La voz de Madieri, es la de una superviviente, y su mirada es una mirada luminosa, no viciada por el desamparo, ni menoscabada por el infortunio y la austeridad, ni por todas las trabas que ésta irá encontrando en su camino. Madieri es mucho más que una refugiada, y encuentra sustento en el cariño de su familia, en el estudio, en las lecturas (que la hacen soñar, al leer Guerra y Paz, con una vida grande, bella y dolorosa, que ella algún día alcanzaría) en la escritura, en sus hijos, en su marido, el escritor Claudio Magris (que escribe el posfacio, muy ilustrativo, del libro), sabedora Madieri de que «toda vida contiene la semilla de su destrucción»

La mirada de Madieri es un mirada limpia, transparente, esperanzadora, una mirada que no juzga, que no critica, y su narración describe unos hechos históricos, de tal manera, que quizás de otra manera no llegaríamos a ellos, desde la anécdota, desde la mirada de un ciudadano de a pie, que constata que todo es más complejo, en lo tocante a las ideologías y en muchas de nuestras acciones, de lo que nos puede parecer a simple vista.

Más allá de ser este diario un testimonio valioso sobre el hecho de lo que supone ser un refugiado o lo que implica el exilio, la parte del libro que más me ha gustado son las palabras que la autora le dedica a su madre, la cual, a su manera, es la gran protagonista de esta historia, no sólo por dar a luz a Marisa, sino porque su madre sabía que sólo a través de la educación, del estudio, se llegaba a algo, se era dueño y señor de un futuro, de una esperanza, un madre que se dejó la piel toda su vida hasta la extenuación para que sus hijas estudiaran, una madre la cual nos dice Madieri que le fue arrebatada demasiado pronto, justo cuando habría podido empezar a devolverle aquello que hasta entonces sólo había recibido.

La primera vez, me invitó mi compañera de pupitre Marina, […], sentí en aquella ocasión una alegría confusa, una gran turbación y el deseo de rechazar la invitación. A la timidez se unía la vergüenza de no tener nada adecuado que ponerme. Yo sabía que todas las chicas tenían vestidos elegantes y vaporosos para las fiestas, […], mi madre me leyó el pensamiento. Llevó al Monte de Piedad, como había hecho otras veces, su brazalete de metal blanco y amarillo, después de haberlo lustrado a conciencia con un paño para que brillara, y su abrigo de piel probablemente de conejo, muy gastado. Esto le permitió comprarme una falda acampanada y un conjunto formado por una rebeca y un jersey de cuello redondo, de orlón color verde Nilo. Guardé aquel conjunto durante años, con celo, a pesar de que el tejido de fibra sintética, con los lavados, se volvió cada vez más largo y más ancho, hasta deformarse del todo.

También verde agua se llamaba aquel color, que para mí es aún hoy el color del amor«.

Una lectura necesaria.

Madre Noche

Madre Noche (Kurt Vonnegut, 1962)

Kurt Vonnegut
1962
Círculo de lectores
230 páginas
Traducción: J.C. Guiral

No solo con el número de los asistentes a las manifestaciones el baile de cifras es de risa, con los muertos en los bombardeos pasa parecido. En los bombardeos llevados a cabo en Dresde en 1945 durante la Segunda Guerra Mundial, la cifra de muertos oscila entre 200.000 y 20.000. Más allá del número de muertos, lo que sucedió en Dresde fue otro acto de barbarie más sufrido por la población civil.

Uno de los bombardeados fue Kurt Vonnegut, que se encontraba en esa ciudad los días de los bombardeos, como prisionero americano y retenido junto a otros muchos, en un matadero.

Respecto a este hecho, que a Vonnegut le marcó, dejo dicho esto en el prólogo de su novela Matadero Cinco.

[…] Sólo hay una única persona de todo el planeta que ha extraído algún beneficio (del bombardeo). Yo soy esa persona. Escribí este libro, que me hizo ganar mucho dinero y forjó mi reputación tal y como es. De una manera u otra, he obtenido uno o dos dólares por cada muerto.

Madre noche arranca así:

Me llamo Howard W. Campbell, Jr. Soy norteamericano de nacimiento, nazi por reputación y apátrida por vocación.

Howard está a la espera de ser juzgado por crímenes de guerra. Lo que nadie sabe, salvo tres personas, dos de las cuales ya están muertas a esas alturas, es que Howard es un espía, y que su papel de exitoso propagandista nazi es una representación, tan lograda y minuciosa, tan eficiente en su papel que logra engañar a todo el mundo.

En la novela aparece varias veces el término paranoia, esquizofrenia, lo cual viene al caso pues cuesta entender que semejantes atrocidades pudieran llevarse a cabo, del exterminio de seis millones de judíos hablo, por parte de unos alemanes, a priori, inteligentes, instruidos, cultos, capaces de apreciar tanto el arte, la música clásica, la poesía, la filosofía, como capaces despreciar a otros seres humanos, no arios, tanto como para eliminarlos físicamente por millones.

El rol de Howard es oportuno, porque se trata de un artista, de un escritor dado a fabular, y para él este rol de espía (trabajo al que se ve abocado o al que parece no ofrecer mucha resistencia), le da la oportunidad de ser otro, de interpretar un papel, siempre en esa ambigüedad que le hace pensar al lector, hasta que punto Howard creyó o no en todas las mentiras que ira perpetrando y que difundirá luego por la radio, mentiras que muchos otros abrazarán como la fe verdadera, como el único bastión al que agarrarse, ante un mundo que iba camino de la perdición (según el régimen nacionalsocialista de Hitler), en caso de caer éste en manos de los judíos, comunistas, socialistas, negros, etc.

La historia comienza con Howard en la cárcel esperando el juicio y luego la narración va al pasado, a los años en los que Howard se halla en Alemania y un mando americano lo capta como espía, y luego lo encarcelan y lo liberan un par de veces, hasta que finalmente Howard decide entregarse a las autoridades israelitas para que lo juzguen.

El toque Vonnegut consiste en que Campbell confiese su pasado a unos vecinos judíos, una madre y su hijo que viven en el mismo edificio y que estuvieron en Auschwitz. Momento cumbre de la novela, cuando el hijo, ahora doctor, no quiere saber nada del asunto, pues él es doctor, (y se siente más que) judío, o que sionista, y no quiere impartir justicia, ni cobrarse venganza, y la actitud de Howard no hace otra cosa que incomodarlo, aunque al final logran poner a Campbell en las manos de unos judíos que lograrán así cobrarse tal preciada pieza.

Los personajes de la novela como el reverendo Lionel Jason David Jones, doctor en Cirugía Dental y doctor en Teología, el Führer negro, el conserje del inmueble donde reside Campbell especialista en substancias o Bernard B. O´Hare cuyo único afán es hacerle pagar a Campbell todo su mal, están grillados y se ponen tantas máscaras en su quehacer diario, es tal su desquicie, que aquello es un circo, porque nada es lo que parece, como tendrá ocasión de comprobar Howard cuando descubra que Helga Noth, su amor extinto y luego recuperado, con quien formaba su “nación de dos”, no es ella, sino Resi, su hermana pequeña, siempre enamorada de él, desde sus diez años, edad a la que ya peroraba como si tuviera 18 años.

Parejo sucede con Kraft, su vecino ruso, con quien y frente a un tablero de ajedrez, crean algo parecido a una amistad, una compañía necesaria para ambos, convertidos en pecios arrumbados por la historia, ambos espías, ambos rumiando su soledad en el (es)forzado anonimato.

Sin olvidar tampoco a Bodovskov quien traducirá al ruso las obras de Campbell, que encontrará en un baúl, a quien todo le va de maravilla hasta que deja de plagiar y decide crear, una originalidad artística, proclive a la crítica, que el régimen ruso cortará de raíz, con el fusilamiento del artista.

Vonnegut lleva la narración hasta el delirio con la aparición de revistas como “El Miliciano Blanco Cristiano”, la secta de la Guardia de Hierro de los Hijos Blancos de la Constitución Norteamericana, donde deja en evidencia el mal de una época y no a través del sarcasmo, sino de la fina ironía, con una miríada, inolvidable de personajes contradictorios y perturbados, que nos pueden parecen parecer normales, bajo el manto democrático, pero que ante el dictador de turno, Hitler o cualquier otro no dudarían en abrazar, su causa, por absurda que pudiera parecer.

Y esta novela quizás surja de la reflexión que Kurt Vonnegut se formula en la introducción de la misma.

Si hubiese nacido en Alemania, supongo que habría sido nazi, habría liquidado a judíos y gitanos y polacos, habría dejado botas sobresaliendo de montículos de nieve y me habría reconfortado con mis propias entrañas, secretamente virtuosas. Así suele suceder.

En dos palabras. Madre noche. Obra maestra.

Madame-Bovary

Madame Bovary (Gustave Flaubert, 1856)

Editorial Planeta-DeAgostini
Prólogo y traducción de Juan Bravo Castillo
2001
445 páginas

Lamento haber tardado tanto tiempo en leer esta obra maestra. La compleja y poliédrica figura de Emma Bovary, siglo y medio después de la publicación de la novela de Flaubert sigue dando mucho de qué hablar.

Emma Bovary resulta fascinante, por obra y gracia de la portentosa prosa de Flaubert, que logra mediante una historia, poco o nada espectacular, subyugarme durante casi 400 páginas. La vida de Emma es una historia de inconformismo, marcada por la tragedia final que es su muerte.

Emma no se siente a gusto en ninguno de los roles que la sociedad, imponía a las mujeres a mediados del siglo XIX. Se casa con Charles, de quien pronto descubrirá que no está enamorada, y que ni siquiera el amor que éste le tributa le sirve para nada. Tendrán una hija que criará una nodriza y que tampoco despertará en Emma, salvo algún arrebato maternal, ningún instinto, ni deseo de ejercer de madre de su hija.

Emma se cree destinada a vivir algo grande, hermoso, majestuoso, y la vida que lleva es un cárcel, una jaula dorada, si se quiere, pero algo muy pequeño, gris, anodino, incapaz todo ello de saciar sus aires de grandeza, su cosmopolitismo, su ansía de riquezas, de viajes, de vestir las mejores galas, de nadar en la abundancia.

Y Emma intentará escapar de su cárcel, a través del flirteo primero y del adulterio después con dos hombres que la seducen, y la invitan a soñar, sin que aquello no pase de ser eso, un sueño, un anhelo, una pretensión inútil, toda vez que sus amantes consideren demasiado arriesgado obligar a Emma a que esta deje a su marido para irse con ellos, ya sea con Léon, Rodolphe o finalmente de nuevo con Léon, con quien tiene una segunda oportunidad, que no prosperará tampoco.

Flaubert describe con maestría todo ese torbellino de sentimientos encontrados, deseos, anhelos, inquietudes, frustraciones, sueños, que pugnan en el interior del alma humana, no solo en el corazón de Emma, de ahí la grandeza del texto, de ahí su paso a la posteridad.

Flaubert logra una labor de introspección de tal calado, de tal precisión, de tanta fuerza y lirismo desgarrador, que ha sido un deleite perderme en las páginas de este libro, avanzar en la historia, lamentar un final, marcado por la «fatalidad» (o más bien por la imposibilidad de Emma de vivir una vida plena) así de trágico como de inevitable.