La infelicidad del hombre se basa sólo en una cosa: que es incapaz de quedarse quieto en su habitación, dictó el filósofo. Pero llegó internet a mediados de los noventa del siglo pasado e importó poco entonces el estar sólo y quieto e infeliz en una habitación. Se dijo adiós al aburrimiento, al menos en teoría. Nació la adicción a las pantallas: tabletas, pecés, móviles (un segundo corazón si hacemos caso a lo que afirma Baricco en The Game), y se sumó a la ya existente hacia el televisor (lasiemprencendida). La fascinación era mayor: todo más rápido, más interactivo, más global, más adictivo, más chute, en definitiva. Y ahora, cuando los novelistas aventuran un futuro no muy lejano, les viene en mente y así lo plasman, la idea del gran apagón. Así lo leí hace semanas en Diario de un viejo cabezota, Reus 2066 de Pablo Martín Sánchez, y así lo leo ahora en El silencio (con traducción de Javier Calvo), novela cortísima de Don DeLillo. De repente, el día de la Super Bowl, todo se apaga, adiós máquinas, electricidad, aviones, frigoríficos, internet, ordenadores y móviles. Todas las pantallas apagadas. Y ahora qué. El silencio toma la palabra, o el ser humano ya sin todo el ruido de fondo, en un cuerpo a cuerpo contra sí mismo. DeLillo, en apenas cien páginas, nos sitúa ahí, en los Estados Unidos, pero vale para cualquier parte del orbe, en ese momento en el que sin previo aviso todo se apaga de repente. Podemos verlo trágicamente como el ocaso de una civilización o bien como una oportunidad ¿para hacer las cosas de otro modo? Cabe hacerse la pregunta de si toda la tecnología que nos rodea y consume, si las redes sociales que nos permiten conectarnos con todo bicho viviente ajeno a nosotros, al mismo tiempo no nos ensimisman y aíslan de quienes más cerca tenemos y quienes más necesitan recibir nuestro tiempo, afecto y aliento, si todo este tinglado nos es necesario y en qué medida lo es. Cada cual que saque sus propias conclusiones después de la lectura. DeLillo simplemente (con la habilidad que tiene el autor para irle dando capas al texto) plantea una situación que bien pudiera darse tarde o temprano. Décadas llevamos camino del precipicio, pero ni gobiernos ni ciudadanía movemos un dedo para darle un cambio radical a todo esto. Y la bola de nieve sigue creciendo. ¿Un apagón, un gran vacío, y una hoja en blanco de nuevo para empezar otra vez pero de manera diferente? ¿hay que llegar a ese punto de inflexión si este no fuera un punto final?
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Una noche en el paraíso (Lucia Berlin)
Cuando leí Manual para chicas de la limpieza, el anterior y exitoso libro de relatos de Lucia Berlin (1936-2004) ya comentaba que me parecía demasiado extenso (eran 43 relatos), que le hubiese venido bien una buena poda, tal que el conjunto restante hubiera ganado así en intensidad. Una noche en el paraíso va en esta línea. Son 22 relatos, no muy largos, con traducción de Eugenia Vázquez Nacarino, ambientados en Chile, México, Manhattan y Oakland a lo largo de unas cuantas décadas.
Las protagonistas de los relatos son mujeres, pues los hombres son de quita y pon. La mayoría de ellos sabemos de su existencia porque han dejado tirada o embarazada a alguna mujer y se han dado el piro. O bien hombres que están ahí pero como si no lo estuvieran. David. Habla conmigo por favor, le impreca una mujer a su esposo al concluir el relato Tiempo de cerezos en flor. Hay espacio para el remordimiento como esa amiga que no tiene coartada ni justificación para la muerte de su amiga, asesinada, pues cuando ella le llamaba por teléfono no atendió a su (última) llamada. O bien esa abuela que su flotar en el mar viene a ser como un baño placentario, como una vuelta a la vida previa, liberada ya de las cargas familiares, libre al fin y agradecida por ello a la Virgen.
En los relatos de Lucia el amor, la necesidad de querer, es una pulsión irrefrenable, así vemos por ejemplo cómo en Andado, un romance gótico, una joven que se siente subyugada por un hombre y más tarde conquistada y con el que hace el amor,en su primera vez, se enterará de que ha sido mancillada ¿por un momento tan breve y confuso? ¿lo sabrá la gente al mirarme? se pregunta. Otros relatos ofrecen ciertas novedades como Perdida en el Louvre donde la protagonista se pasea por París sin que tanta belleza la conmueva, entre otras cosas porque va sola y no tiene a nadie con quien compartir ni lo que ve ni lo que piensa. En ese relato hay una sentencia interesante: Morir es como derramar mercurio. Enseguida resbala para volver a mezclarse en la amalgama palpitante de la vida.
Estos relatos exudan vida, sí, son vitalistas, la vida palpita y rezuma en ellos y Lucia sin grandes alardes, sin una prosa recargada, consigue emocionar, merced a una ternura que sin echar balones fuera, logra algo parecido a una reconciliación con la naturaleza humana, a menudo tan alterada, levantisca, mostrenca e inconformista. Creo que solo por eso ya vale la pena dedicarle unas horas a leer estos relatos de Lucia.
El dependiente (Bernard Malamud)
Desde que leí este insoslayable artículo de Enrique Vila-Matas, leer a Malamud era una necesidad. Recorriendo las estanterías de una franquicia de esas que venden libros de segunda mano, me di de bruces con esta obra de Malamud, El dependiente, publicado en Estados Unidos en 1957 y aquí en 1984. Su segunda novela.
Bernard Malamud (1914-1986) no ofrece concesiones. El escenario es una tienda, donde su dueño y dependiente, el judío Morris, sobrevive a duras penas, trabajando siete días a la semana y 16 horas al día, en el barrio neoyorkino de Brooklyn en la América de mediados de los cincuenta. Le ayuda Ida, su mujer, y ambos constatan con pesar que esa tienda convertida en una tumba les está sepultando en vida, mientras van entregando todas sus horas y toda su energía, a cambio de un magro beneficio que apenas les permite subsistir y que de paso irá lastrando los sueños de su hija Helen, la cual quiere acceder a la universidad, donde se cifran todas sus esperanzas de cambiar de vida, para mejor.
El gran personaje de la novela es Frank, un joven italoamericano que cae en la tienda por casualidad, donde comenzará a trabajar como dependiente y que trastocará las existencias de Morris, Ida y Helen, al tiempo que atrae nuevos clientes, con sus nuevos bríos, tácticas de venta, y un público gentil que ve con mejor ojos detrás del mostrador al joven italiano que al marchito judío Morris.
Helen es una ávida lectora. Lee a Tolstói, Flaubert, Dostoievski. Frank se quiere congraciar con ella, y lee lo mismo que ella lee. Caen Madame Bovary, Anna Karenina, Crimen y castigo. La cabeza le duele, las historias le deprimen. Se siente hermanado con Raskólnikov y la necesidad de ambos de confesarse. y de redimirse, podemos añadir. Frank viene del fango, de la oscuridad, de la imposibilidad, pero hay algo ahí dentro que le obliga a pensar en sus actos, a reconocer sus errores, a tratar de enmendarlos, pero todo lo sale mal. Se enamora de Helen con locura, pero la caga hasta al fondo y ésta le rechaza. Otro desistiría, cogería las de Villadiego. Frank no. Frank es un coloso. Frank es inteligente, agudo, tenaz. Su naturaleza es un pedernal. El presente va con orejeras y Frank solo mira al frente, al futuro, hacia ese objetivo que se le escapa una y otra vez.
Morris y Frank se parecen porque ambos piensan y reflexionan sobre lo que hacen y los efectos que se derivan de sus acciones y sus certezas nunca lo son. A ambos les mueven sentimientos de compasión, de piedad. Malamud emplea a Frank para reflexionar sobre los judíos, y así Frank habla de cómo el sufrimiento para los judíos es como una pieza de tela, con la que pueden hacerse varios trajes.
Frank en las postrimerías me trae en mientes la canción de Plá, Carta al Rey Melchor. Unos mandan a la mierda sus firmes principios de republicanos, otros se despojan de sus frenillos, llegado el caso.
Deprimente novela, sí. Esperanzadora también. Soberbio Malamud.
NOG (Rudolph Wurlitzer)
He leído o creo haber leído Nog.
La prosa que se gasta Rudolph Wurlitzer (Ohio, 1937) es del mismo pelo que la de Erickson en Días entre estaciones, que me horripiló. Como hacía Erickson, Wurlitzer cuando no sabe qué hacer con sus personajes los pone a follar o él se saca la polla y ella se la come. Sí amigos, placer licuante a tope. Vida líquida y seminal.
Lo demás resulta caótico, errabundo, un chapurreo donde un fulano divaga, delira, fantasea, recuerda, borra sus recuerdos, los reconstruye, mientras recorre Estados Unidos con tres recuerdos y un pulpo de mentirijillas, por ríos, montañas, cañones o canales, acompañado de una mujer y de otros tipos que no sé si son entes asociados, disociados o consorciados del narrador. Si la primera parte, a pesar de la alucinación del personaje resulta pasable, la segunda mitad es un plomo.
Lo bueno es que uno aprende palabras nuevas como tipi, cabás o fregata, pero para tan magro resultado no vale dejar cinco horas leyendo esto, o quizás sí.
En breve, Wurlitzer publica por estos lares Zebulon y tenía ganas de leerla, pero después de tamaña decepción, en caso de abundar más en Wurlitzer sería ya masoquismo, aunque parece ser que al tratarse esta de su primera novela, que la escribió con 30 años, allá por 1968, me resulta un tanto a medio cocer y que las novelas que sucedieron a esta son mejores. Veremos. O leeremos. O.
Underwood. Traducción de Rubén Martín Giráldez. 2017. 190 páginas.