Leí esta novela de Bolaño hace casi 20 años, cuando se publicó. La leí con escaso aprovechamiento y una gran empanada mental. Quería releerla. Respecto al acto de releer pongo aquí las palabras del sabio Juan Goytisolo:
Nuestra percepción literaria y humana de las grandes creaciones novelescas cambia con la edad. Cada relectura, conforme ascendemos al cenit de la vida y luego descendemos de él, descubre lo que no supimos ver en nuestra lectura anterior, y si el lapso transcurrido es de medio siglo, la diferencia entre lo leído y releído es proporcionalmente mayor. Lo que la obra dijo al joven que fui no interesa al viejo y curtido lector. Nuestro yo se ha transmutado y por eso leemos un libro nuevo. Así ha ocurrido con la novela de Hermann Broch, La muerte de Virgilio, a la que me asomé apenas cumplida la treintena, cuando la devoré en su reciente traducción francesa, en el mismo ejemplar marchito que ahora releo editado por Gallimard.
I
La voz narradora es la de Juan, un escuincle virgen de 17 años, poeta, lector compulsivo, integrante de los real visceralistas, que se verá cogiendo de repente día y noche con distintas mujeres, ora Rosario, ora (pro nobis) María, ora Lupe, en una narración impregnada de semen, muy lúbrica (con todo un reguero de mamadas, gargantas no lo suficientemente profundas, masturbaciones digitales, multiorgasmos, polvazos con nocturnidad y alevosía, pollas asfixiadoras y letales como alfanjes…) en sus primeras casi doscientas páginas, donde el sexo y la literatura son los dos pilares de la obra, mientras la narración es leer el diario del joven, sus andanzas por las librerías de DF en 1975, robando libros, leyendo y cogiendo, leyendo y cogiendo, leyendo y cogiendo: sexo y lectura como alimentos primarios, escribiendo sus poemas en tugurios bajo la mirada de las meseras que lo idealizan, con la pretensión de que sus poemas lleguen a formar parte de alguna antología, espectador de las correrías de los escurridizos Arturo Belano y Ulises Lima, de las hermanas Font, de Quim, el padre de las mismas, recorriendo los bajos fondos, donde hay prostitutas como Lupe, patibularios, padrotes como Alberto, y el joven observa, cuenta y toma autoconsciencia de lo que escribe y reconoce que a veces no recuerda, que no sabe, que no entiende y así el correoso diario, es ora una laguna mental, ora un oasis, donde brota el humor, la ironía, los juegos de palabras, los retruécanos, las voces de la calle, con mil referencias a los libros que Juan lee, o quiere leer, o robar, para luego leerlos, o metérselos en vena, vampirizando lecturas ajenas, pues la literatura para Juan no es un alimento primario, como decía antes, sino más bien como una droga dura, lo propio de aquellos para quienes no hay nada más allá de los libros y Juan deja a su tíos con los que vive, para a pecho descubierto y alocadamente -tras tres meses frenéticos- ir a vivir, o sea, encamarse con Rosario, para enfermar y sanar, para perderse y enmadejar sus cuerpos tantas veces como su deseo y sus fluidos les permitan y reaparecer luego bajo las hojas de un libro, a la sombra húmeda, fértil y balsámica de la poesía, para concluir la primera parte de la novela con una alocada y frenética despedida -no sólo de año- y fuga.
Creo que si lees esta primera parte con 20 años es muy posible que sufras unos cuantos derrames seminales, si lo lees con 40, con el cuerpo ya más templado y cierto distanciamiento, el derrame o con(e)moción puede ser cerebral, ante un alud de nostalgia, aunque todos sepamos que no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca…
II
Cesárea Tinajero, de la que ya se habla en la primera parte, actúa en esta segunda parte como mcguffin. La narración se fragmenta y cuartea en el tiempo y en el espacio. Se suceden múltiples testimonios que irán arrojando luz tenue sobre Arturo Belano y Ulises Lima. Voces que hablan desde mediados de los setenta hasta mediados de los 90, ubicadas en DF, Barcelona, Londres, Madrid, París, California…
Bolaño va tejiendo una red con su prosa axial, una red donde los personajes se cruzan, interactúan y acuestan (a veces), una red donde caigo sin remisión, donde me dejo asperjar por la prosa de Bolaño, !bendita prosa!, con momentos (hay un sinfín de ellos) como la historia de Auxilio, la de Mary Watson (una micronovela en sí misma), o la de Xosé Lendoiro, que me resultan muy a menudo emocionantes, apasionantes, ante una narración portátil, intensa, vagabunda, andariega, aireada, poderosa, vívida, deslocalizada, reveladora, que se gasta -y nos consume, desarma y quebranta- Bolaño, mediante un maremagnum de entrevistas, algunas de los cuales se retoman para seguir avanzando algo más en los detalles, de tal manera que sobre la oscuridad, la novela irá aportando luz (aunque sea indirecta), y sobre los personajes, que son sombras o poco más que un nombre, ir dándoles sustancia y consistencia; a Arturo, que parece un trasunto de Bolaño y tiene el don de la ubicuidad, a Ulises, a Quim, a Auxilio, a Cesárea, a Xóchitl, a Lupe, a Juan, y a tantos otros, que acabarán una vez finalizada la novela revestidos con una pátina de familiaridad y cercanía, donde todas estas andanzas, aventuras, correrías, amores y desamores y trabajos precarios, de Arturo y Ulises y de su círculo (o corona de espinas) de amistades, se me antojan máscaras que encubren otras cosas: la soledad, el desamparo, la tristeza, en definitiva: ese tempus fugit que nos devora a zarpazos, mientras el correr (o despilfarro) de los años y la consiguiente responsabilidad vaya poniendo las cosas en su sitio y se busquen entonces relaciones serias, en vez de divertidas, y este enunciado que aparece en la novela “la vida era maravillosa y a los problemas los llamábamos sorpresas”, pierda la candidez, para ver ya en la madurez sólo problemas, mientras esa luz parpadeante y siempre distante que es el futuro, nos guiña un ojo o nos saca la lengua o dispone un dedo, sobre sus labios formando una cruz, y pidiéndonos silencio, un silencio fósil: arma filosa que siempre nos hiere de muerte, porque aunque la novela sea una celebración y exaltación de la oralidad, lo que queda al finalizar la novela (con una tercera parte que continua la primera y el sexo se ve reemplazado por la búsqueda por el para mí oximorónico Desierto de Sonora de Cesárea), es su reverso: el silencio y la búsqueda de un “sentido” que son ventanas en blanco por las que se asoma o entra el vacío.
III
La novela entre otras muchas cosas es una mordaz crítica contra el mundillo literario en todas sus manifestaciones y corrientes ya sean editores, escritores consagrados o arribistas, suplementos culturales, criticos literarios (que dan pie a secuencias peregrinas como el duelo con espadas entre el crítico Iñaki y el escritor Belano, a quien no acabo de entender que le siente mal una crítica cuando parece ser que él está más allá de eso) etc, por parte de un Bolaño que creo que nunca quiso vivir de la literatura, sino que escribía para vivificarse -cada palabra escrita, un latido- (perdón por la ñoñez pero a estas horas de la noche y recién acabada la novela, voy que ni toco el suelo, que cantaba aquel) y que hoy ya tiene el rango de clásico moderno. Pitol decía en Una autobiografía soterrada que Bolaño iba camino de pasar a la posteridad.
Si el realismo pasa porque leyendo nuestra vida sea más intensa, Bolaño es realista. Si el visceralismo pasa por convertir la literatura en sangre, leer los Detectives salvajes es una transfusión que no nos salvará la vida, pero que nos hará tomar al menos conciencia de ella, o no, a saber, porque ando bajo el influjo de Bolaño y sé que todo lo que diga ahora mismo podrá ser usado a favor suyo.