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La hipótesis de Saint-Germain

La hipótesis de Saint-Germain (Manuel Moyano)

Esta novela de Moyano se me antoja como esos episodios pilotos que se hacen y que en el caso de tener buena acogida, luego viene la serie. No tanto por la brevedad, poco más de 250 paginas, sino por su planteamiento que me resulta simplón y no va mucho más allá de esbozar sus líneas maestras. Daniel, el director de una exitosa revista de temas esotéricos recibe la visita de un hombre, Koblin, que le pone tras la pista de un millonario que parece ser el guardián del secreto de la piedra filosofal, del elixir de la eterna juventud o de ambas. Quiera que Daniel y Koblin investigando determinen que el millonario pudiera tener un pasado nazi y eso haga que éste ponga todos los medios a su alcance para que lo investigado no vea la luz y no se hundan así sus negocios, y lo que acontece en el tiempo presente deviene anodino, con temas fiscales y tensiones sexuales no resueltas de por medio. Ya en las postrimerías el libro se vuelve interesante, cuando el multimillonario, un tal Muram, se explique audiovisualmente y es ahí cuando echo mucho en falta pasar del enunciado a meterse de lleno en la historia, pues lo que despacha Muram, sus encuentros con Einstein, la manera en la que se selecciona a aquellos que logran escapar de una muerte segura antes de que la tierra estalle, no pasa del enunciado y así todo resulta poco más que anecdótico y episódico, lo cual en una novelas de estas características no se explica. Dicho sea de paso, en la serie Estoy vivo también venía un fulano del futuro (no como Muram en calidad de historiador), sino a matar a todas las investigadoras que habían descubierto una energía capaz de hacer que los humanos colonizaran otros planetas y aniquilaran a los colonizados, como el enviado.
Me recuerda esta novela de Moyano, del que hace unos meses leí El abismo verde, a El Monte Análogo de René Daumal. Aquella me gustó bastante más que esta.
En la faja panegírica leo que Moyano puede llegar a convertirse en nuestro Julio Verne contemporáneo. ¡Ay, qué bueno es hacer al humor a diario¡

Examen de ingenios

Examen de ingenios (J. M. Caballero Bonald)

    La generosidad es el único egoísmo legítimo

    J. M. Caballero Bonald

    Examen de ingenios de José Manuel Caballero Bonald habría de ser de observancia general. Sé que es pedir peras al olmo, pero que quede constancia de la propuesta. Bonald nos acerca un centón de personalidades famosas, en el buen sentido de la palabra, aquellos que lo son pues sus obras han obtenido el debido reconocimiento con el correr de los años. Encontraremos en mayor número escritores (Onetti, Fuentes, Octavio Paz, Borges, Neruda, Gelman, Echenique, Carpentier, Brines, Mutis, Cunqueiro…) que Bonald frecuentó en París, en México, en Colombia, en Madrid, en Palma de Mallorca, a los que sumaremos pintores, actores, músicos, cantaores e incluso algunos políticos. Las semblanzas -algunas ya aparecidas en La novela de la memoria o en Oficio de lector, y ahora actualizadas con el peso de la experiencia- aúnan de forma espléndida el fondo y la forma. Bonald en toda su plenisenectud gasta una prosa espléndida, lúcida, nutricia, seductora e incluso tierna (como en lo dicho sobre Ana María Matute) y la pone al servicio de esta particular autobiografía para acercarnos a nosotros los lectores esas figuras -muchas de ellas encumbradas- a las que Bonald despoja de la corona de laureles, de las galas de la fama y de la imagen -casi siempre distorsionada- que tenemos de ellos, para mostrarnos una cara más humana (me ha gustado mucho lo referido sobre Hortelano o Umbral), más cercana, no siempre amable (como la sorna que gasta con Víctor García de la Concha o José Hierro, la manera en la que como zorro viejo que es el gaditano, al hablar de Delibes padre y de su figura sin fisuras, acaba hablando de Delibes hijo), como consecuencia del trato e intimidad que Bonald tuvo con ellos, en mayor o en menor medida durante su ya dilatada existencia. De algunas figuras Bonald pone de relieve su aspecto más humano, de otros se muestra más fervoroso de la obra que de su artífice y son muy jugosos los devenires de escritores como Cela o Vargas Llosa toda vez que pasan a ser objeto de la prensa del corazón. Denotan las semblanzas, o así me parece, cierto aire crepuscular, otoñal, un acercamiento a esos dioses caídos cuando se acercan ya a su ocaso, apartados de la vida social, cuando ya han perdido notoriedad y relieve; es muy gráfica la semblanza de Alberti a este respecto, aunque hay otras más luminosas como el repliegue voluntario y balsámico de Pepa Flores, de Ferlosio (que sigue recibiendo premios) o de Rulfo, que dejaron su impronta y se retiraron de los focos antes de que los arrollara la muerte. Creadores en toda su extensión, amalgama de luces y sombras, donde transpira la tensión entre el creador y la persona, entre lo que el creador plasma en sus escritos y lo que luego es su conducta, aquella que Bonald registra y en algunos casos censura, porque Bonald rehuye el panegírico gratuito y no se anda con remilgos a la hora de censurar conductas y abaratar la obra de escritores consagrados como Azorín o Baroja o resaltar aquellas obras que no han envejecido bien como Tiempo de silencio. De la misma manera rescata del olvido, sin pomposidades canonizadoras, obras que bien pueden pasar a poblar nuestros horizontes librescos. Encontremos en el texto reflexiones de mucha enjundia sobre la pintura y en especial sobre la literatura, ya sea poesía o cuando al hablar del autor, Bonald enjuicia también alguna de sus obras: Tiempo de silencio, Mortal y rosa, El coronel no tiene quien le escriba, Pedro Páramo, Alfanhuí…
    Como reflejo de los materiales temporales que maneja Bonald durante el siglo XX, están presentes la guerra civil, la posguerra, la dictadura y la llegada de la democracia y Bonald registra las mudanzas ideológicas de algunos escritores generalmente de la falange hacia posturas más centralistas o izquierdistas, buscando luego acomodo entre las prietas filas democráticas, o nos habla de los que se fueron exiliados, los que se quedaron y comprobaron que el tiempo era el mejor disolvente ideológico, los que se asentaron en un comunismo opulento como Neruda, los que se entregaron a una creación compulsiva y fructífera o a una dipsomanía sin freno. Alcohol muy presente en estas semblanzas, pobladas de escritores noctívagos, de noches de farra y demasías etílicas y se ve que fructuosas.
    Bonald ofrece párrafos muy interesantes sobre las consecuencias del ejercicio crítico: Ya se sabe: existen círculos de adeptos que interceptan de muchas insolentes maneras el atrevimiento alevoso de la disensión.
    Cualquier reseña sobre Examen de ingenios es terreno propicio para intercalar un buen número de párrafos deliciosos, pero no quiero privaros de esa sensación de gozo que he experimentado leyendo y que se mantenía y renovaba después y antes de cada semblanza, tal que un centón me ha sabido a poco. ¡Larga vida a Bonald y bendita senectud¡.

    Seix Barral. 2017. 464 páginas

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Transeuropa (Rafael Argullol)

Leí por vez primera Transeuropa en 1999, al poco de su publicación. Ese año el Euro acababa de entrar en los mercados financieros. Diez años atrás había caído el Muro de Berlín. Rafael Argullol (Barcelona, 1949) en Transeuropa, que releo hoy, creo que transforma lo que bien pudiera ser un ensayo en una novela fallida, poniendo a Europa en el punto de mira. La Europa de los márgenes, de la periferia, aquella Europa profunda que se funde casi ya con Asia. La novela, es un relato portátil, donde un hombre se trasladará desde Barcelona a Kazán para inaugurar el puente que él ha levantado sobre el Volga; un viaje en avión y en tren que le permitirá trazar puentes con su pasado, acometiendo un viaje vertical, que le permite desvelar su pasado y enfrentarse a sus fantasmas. Todo ello sostenido por las notas de un violín, las arrancadas por su prima Vera. La narración se alucina y muda onírica a momentos, se embosca en lo fragmentario y el personaje principal, el narrador, Víctor, me resulta desleído, como esas figuras que desde el andén vemos apoyadas en la ventanilla de un tren que pasa a toda velocidad. Lo que hay son poco más que sombras, visiones, espectros, pensamientos como esquirlas, y un movimiento cifrado en ir cruzando ciudades, países: Viena, Brno, Varsovia, Moscú, Kazán, Austria, República Checa, Polonia, Rusia, República de Tartaristán… donde el narrador que viaja y se reconstruye será testigo visual de lo que ante sus ojos se expone, sin poder tampoco poder sacar muchas conclusiones de lo visto, dado que todo es en esta novela crepuscular, efímero, inasible, líquido, más allá de los puestos callejeros o la fisonomía urbana de esas ciudades que mudan de piel cual lagarto a medida que se van demoliendo y reconstruyendo, una Europa que hemos visto que durante buena parte del siglo XX devino un sudario sanguinolento. Tan solo cuatro años antes de la publicación de esta novela finalizaba la Guerra de los Balcanes.

Rafael Argullol en Devaneos | Pasión del dios que quiso ser hombre

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El disputado voto del señor Cayo (Miguel Delibes)

El 15 de junio de 1977 España se enfrentaba a un examen electoral después de casi 40 años de dictadura. Los protagonistas de esta historia ambientada pocos días antes de los comicios son unos jóvenes políticos de izquierda, del PSOE se deduce, que nos permiten un acercamiento a la tramoya de la campaña política desde el interior. Una terna formada por un joven alocado, Rafa, un diputado, Víctor y Laly una mujer progresista que reivindica el papel de la mujer en pos de la igualdad. Su misión consiste en servir al partido y a tal fin deben ir a la busca y captura de los votos de la gente de los pueblos, como Cureña, vecinos a quienes tildan de paletos, a los cuales creen que sería fácil camelar con su retórica y tocando cosas que les conciernen como hablarles del precio del trigo, la colectivización de las tierras, etc. Ganar su voto lo ven fácil, mentalizarlos, no tanto. En ese encuentro entre lo urbano y lo rural, los urbanitas muestran sus aires de suficiencia. En su lenguaje hay una vena dogmática poco pegada a la realidad rural. Camino al pueblo suenan en el radiocasete canciones de la época de Pink Floyd, Leonard Cohen, The Eagles.
Hay críticas hacia al aparato, hacia los cuadros, que viven a cuerpo de rey. Ellos tampoco se sustraen a la autocrítica y al menos Rafa se considera un pequeño burgués que cumple las tres pes: pito, paladar y pereza. Siempre rondándoles la duda de si presentarse a Diputado sirve para cambiar la sociedad o bien para medrar. Hay aires de cambio, la «gente nueva» está por la píldora, aborto, amor libre. Las calles de las ciudades alfombradas de carteles y octavillas. En unas elecciones que ganaría Adolfo Suárez con la UCD.

El cine social italiano, el neorrealismo, se va ya superado por Antonioni. Delibes, como es habitual en sus novelas maneja un lenguaje delicioso. Si en la ciudad estos jóvenes hablan de manera zafia, desastrada, empleando términos como puto, macho… cuando la acción se sitúa en el pueblo Delibes da todo un recital y afloran palabras como: escriña, heniles, cancilla, chiribitas, hornillera, dujos, humeón, tetón, carrasco, cardancha, cárabo, momio, alholvas, chovas, mangar, enterizo, camella, greñura, eríos, almorrón, ringleras, chamosos, restaño, salguera, recial, ejarbe, tolmos, baribañuela, cambera, trashoguero, escañil, taravilla, halda, entre otras.

Cuando los cazavotos llegan al pueblo se encuentran a Cayo, el alcalde, que vive con su mujer y enemistado con el único habitante del pueblo. El antes paleto, en las distancias cortas gana enteros, se muestra eficaz, resolutivo, sabio, conocedor del mundo que lo circunda, sacando provecho y rendimiento de todo cuanto tiene a mano, y no abarata el lenguaje, no lo aligera con palabras huecas, no, porque Cayo habla poco y bien, y si no tiene nada que decir no se entrega en brazos de una cháchara estéril.

Los jóvenes políticos van al pueblo con ideas de redimir a los paletos, de ofrecerles un paraíso a materializar si son votados, y se dan cuenta de que Cayo es el redentor, que no los necesita, que se apaña muy bien sólo, que tiene lo suficiente para vivir, a pesar de que ellos lo consideren pobre, que no depende más que de sí mismo y de la compañía de mujer, una especie de estoicismo que entronca con lo enunciado años atrás por Thoreau en cuanto a reducir las necesidades al mínimo y a no perder el tiempo con aquello que no lo vale.

Esta novela bien nos puede servir como una lección a aprender ante una realidad, la nuestra, cada día más vocinglera y tecnificada, donde se habla de todo sin saber de nada y donde lo que entendemos por cultura es la mayoría de las veces un cascarón vacío.

Sin estar, creo, al nivel de otras novelas que he leído del maestro castellano como Los santos inocentes o Señora de rojo sobre fondo gris, es una novela muy notable, escrita en 1979, que nos sitúa en un momento crucial en la historia reciente de España, y nos permite reflexionar, entre otros muchos temas, sobre las raíces y consecuencias del despoblamiento rural (a Cayo le podría suceder el Andrés de La lluvia amarilla y a éste la demotanasia de la que nos habla Cerdá, en Los últimos. Voces de la Laponia española), sobre si hay alguna necesidad de ser gobernados por políticos incompetentes y sobre qué debemos entender por cultura o el papel que juega la experiencia en nuestra vida interior y social.