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Señora de rojo sobre fondo gris (Miguel Delibes)

Me alegro de que en el colegio entre los libros que leímos de Miguel Delibes -La hoja roja, El camino- no estuviera este, porque estoy convencido de que no hubiera entendido nada o no le hubiera sacado todo el jugo que tiene.

Cuando Flaubert hablaba de emplear en el narrar la palabra justa, Delibes en esta novela lo cumple a rajatabla, pues en 107 páginas construye una obra maestra, prodigio de concisión, claridad, emoción y alcance.

Un pintor escribe a su hija -encarcelada por motivos políticos, poco antes de que expirara el régimen franquista- una carta que le permitirá al viudo aclarar sus ideas y pensamientos, y recorrer lo que ha sido su existencia al lado de la mujer que ahora le falta, Ana, la misma con la que quería compartir su vejez, la misma que mejoraba la vida de los que tenía cerca, como si su talante, su forma de ser, fuera una varita que por arte de magia hiciera un mundo mejor, la misma que vivía por y para los demás, porque sabía que la felicidad de los seres queridos era la suya, la misma cuya energía y ánimo tiraba de su esposo, ayudándolo cuando los ángeles no bajaban y el lienzo en blanco cifraba su impotencia, la misma que cuando la enfermedad la merma, socava y transforma, decide que no quiere, para decirlo con los versos de Ungaretti Vivir del lamento, como un jilguero cegado, que la estética está por encima de una vida que no sea tal, que no encontrar su rostro en el espejo sería un desconocerse un borrarse en vida.

En un tema como este es muy fácil dejarse llevar por un sentimentalismo garrafonero, por eso la novela me resulta tan meritoria, porque Delibes no se regodea en el dolor, en la tragedia, sino que de manera sutil, progresiva, crea una atmósfera, que en el leer nos destroza por dentro y podemos experimentar un dolor reconfortante al ver lo que la literatura es capaz de lograr, al ver cómo en tan poco espacio y con que profunidad es posible honrar la memoria de un ser querido -Ana, es el trasunto de Ángeles de Castro, la mujer de Delibes, que murió a los 50 años-, con tamaña sensibilidad, de una manera tan bella, tan humana; una novela esta que quizás nos permita dar valor a lo esencial, a aquello que vale la pena, a aquellas personas que cuando nos faltan nos empequeñecen.

Me han gustado mucho las reflexiones sobre el genio creador y sobre la pasión lectora –vicio o virtud– de Ana, en la que todo aquel espíritu lector creo que se reconocerá.

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El anarquista que se llamaba como yo (Pablo Martín Sánchez)

A Pablo Martín Sánchez (Reus, 1977) le sirve una anécdota mínima, a saber, buscar su nombre y apellidos en google y descubrir que hubo un anarquista que tenía su mismo nombre, para armar una novela de más de seiscientas páginas -que me trae en mientes este artículo de Jaime Fernández. Arriesga Pablo cuando en la adenda final, después del epílogo, incorpora sus dudas sobre lo que ha escrito, sobre si el final de Pablo es tal como nos lo cuenta o no, a la luz de la carta que le envía alguien que pone en tela de juicio la versión del suicidio.

La escritura siempre es una lucha del escritor consigo mismo y Pablo se mide con una narración que comprende desde el nacimiento de Pablo en 1890 hasta su muerte en diciembre de 1924, a los 34 años, uno menos de los que tenía Pablo cuando escribió la novela. Un proyecto sin duda ambicioso, pues leerlo es como contemplar un mural, o una obra de El Bosco, con cientos de figuritas dispersas por el lienzo.

Pablo tiene entre manos la ardua tarea de enhebrar en su relato -en el oximorónico fresco histórico que pergeña- más de tres décadas de la historia de España; la narración transcurre en Béjar, Salamanca, Madrid, Barcelona, y sale también fuera de nuestras fronteras: París, Nueva York, Buenos Aires…- donde pululan decenas de personajes, donde se suceden un sinfín de acontecimientos, donde Pablo, que parece estar dotado con el don de la ubicuidad, estará en todas las salsas.

El narrador omnisciente no solo sigue las andanzas y las desventuras amorosas de Pablo -que alimentan buena parte de la narración y del suspense de la novela, en su vis más folletinesca, cuando ya desde niño, Pablo mientras acompaña a su padre, inspector de educación, se enamora en Béjar de una niña, de Ángela, con la que su relación, será una no relación, una imposibilidad amorosa- sino que ejerce de faro panóptico que registra una realidad aumentada, o una historia enriquecida, de tal manera, que no sólo sabemos lo que le sucede a Pablo, sino también, el contexto donde aquello sucede, con hechos que se suceden al mismo tiempo, actos pretéritos o incluso futuros, y también, merced al halo fantástico de la literatura somos capaces de saber qué dicen esas cartas que escriben los que van a morir, sin que sus destinatarios nunca lleguen a recibirlas.

Una novela de estas características o deviene una obra maestra, que no me lo parece –amén de que resulte entretenida-, o es proclive a la dispersión, por mucho que el autor se haya visto en la necesidad de condensar la narración. La corrección es el segundo turno del talento, decía Andrés Neuman en un aforismo. Creo que la novela sí que hubiera precisado una buena poda, porque el riesgo que se corre es que ante tal sinfín de aventuras y de personajes, ante semejante maremágnum, la narración languidezca y el interés se diluya. Creo que hacía falta centrar más la narración en Pablo, en su figura, pues la narración no deja de ser una biografía, y es más lo que ocurre de puertas hacia afuera –casi toda la novela- que lo que sucede de puertas de Pablo hacia adentro. Echo de menos una mayor introspección; incidir menos en el contexto y más en el personaje. Tengo fresca la lectura de la que ha sido para mí –de momento- la mejor novela que he leído este año, me refiero a No cantaremos en tierra de extraños, una novela donde también les acontecen muchas cosas a un exanarquista y a un exsoldado republicano, pero donde Ernesto logra en 300 páginas, a través de un magnífico trabajo de precisión y de concreción, y de un sobresaliente ejercicio de estilo, ofrecer un relato excepcional, en un marco también histórico –al final de la Segunda Guerra Mundial en Francia y en la España de la posguerra-, donde la pareja formada por Manuel y Montenegro resulta memorable.

Pablo quería rescatar del olvido con su novela a su homónimo y lo consigue. Quería rendir tributo a todos aquellos anarquistas que quisieron acabar con la dictadura de Primo de Rivera, y lo logra. Decía Barrunte, el personaje de Será mañana “Todos morimos, pero sólo unos pocos lo hacen por los demás”, así Pablo Martín Sánchez.

Acantilado. 2012. 624 páginas

No cantaremos en tierra de extraños

No cantaremos en tierra de extraños (Ernesto Pérez Zúñiga)

Ernesto Pérez Zúñiga
Galaxia Gutenberg
2016
298 páginas

Podríamos entender la última y magnífica novela de Ernesto Pérez Zúñiga, No cantaremos en tierra de extraños, en clave Homérica. Donde un héroe, no griego sino ibérico, tras librar una guerra, la civil española, y perderla, cruza los pirineos vencido y acaba, primero en un campo de concentración y más tarde en un sótano, bajo el yugo de un vejestorio que lo mantiene cautivo durante un tiempo. Así, nuestro héroe, que atiende al nombre de Manuel o Quemamonjas (en su pasado fue anarquista), no cruzará los mares en barco durante diez años, rumbo a Ítaca -que aquí son Las Quemadas, en el sur de España- sino que lo hace a pata. Abandona Francia y junto a Montenegro, sargento jefe, ex soldado republicano, perteneciente al grupo de los Nueve, a quienes De Gaulle dejó tirados -no cumplimendo éste su promesa de dirigir sus fuerzas hacia España sustrayéndola así del fascismo- al que conoce en un hospital en Toulouse, emprenden su éxodo a dos hacia España, no digo hacia su país, porque para ellos ahora España es también una tierra de extraños. Y el retorno que acometen es una Odisea.

Estamos en 1945, en los estertores de la Segunda guerra mundial. Manuel dejó su pueblo a la carrera, y allí a una mujer embarazada, Ángeles, su Penélope, que no sabe si sigue viva y un hijo en proyecto que tampoco sabe si llegó a ser tal. Su afán, su objetivo, su razón de vivir en definitiva pasa por ir al encuentro de lo que hasta el momento solo son sombras, fantasmas, fantasías, que pueblan sus sueños y lo trastornan. En ese afán es determinante Montenegro o Monteperro, pues para éste, ya sin ejército, sin gloria y sin país, venido a menos, secundar a Manuel se convierte en un objetivo noble que alimentará su porvenir y fortalecerá su quehacer. Y ambos, como dos almas en pena, malnutridos, mal vestidos y con las fuerzas justas se ponen en marcha, y cruzan los pirineos por Navarra, bajan a Soria, cruzan la Mancha, llegan al Sur y el país que vemos a través de sus ojos es el de un país miserable, también en lo moral, algo parecido al lejano oeste de las películas (otra de las claves de la novela), donde todo se sigue resolviendo a tiros, donde la violencia y el odio son el pan suyo de cada día, donde los vencedores lo son en un país apagado y los perdedores son fantasmas que deambulan sin sombra.

La narración cambia a menudo de narrador, enriqueciéndola, a lo que hay que sumar los flujos de conciencia de personajes contradictorios y sustanciosos como Manuel y Montenegro y de cuantos personajes van surgiendo, e incluso la voz de los huesos del padre de Montenegro que pasan a ser un personaje de peso más de la novela, la cual me resulta a ratos lorquiana cuando aparecen en escena Leonor la Loca, el resto de las mujeres, el Amo, el Torero, el Cura y cuyo final te desarma de tal modo que solo puedes decir entre lágrimas eso de: siempre nos quedará Toulouse.

La novela, merced al ingenio y al talento de Ernesto es muchas más cosas de lo que aquí se enuncia, porque el texto es muy capaz de sugerir (la prosa que se gasta EPZ raya a gran nivel), de evocar, de inducirnos a la reflexión (sobre la libertad, los ideales, la violencia, la sinrazón, ¡y sobre tantas otras cosas¡), de divertirnos en grado sumo, pues la narración es una aventura épica, suma de muchas peripecias, un cúmulo de afanes y de mal fario, de penurias y de desamparo, de intemperie y también de lágrimas calientes capaces de vivificar cualquier corazón, donde el amor, el desamor, la ternura, la esperanza, la tragedia, el rencor, la envidia y el odio, se unen y se solapan, se confunden y se aniquilan, en un teatrillo sentimental, en un carnaval de máscaras, que nos lleva a pensar en un Demiurgo, titiritero tal que se entretiene con sus marionetas -nosotros los humanos- haciéndonos pasar las de Caín.

En la portada del libro vemos a un hombre corriendo, jugándose la vida, cruzando un puente con un bebé en brazos mientras silban las balas, que no vemos. La literatura no salva vidas. La literatura no hace un mundo mejor. Pero novelas como la presente, sí que creo que hacen mejor el mundo de la literatura, y quizás -digo quizás- sí que hagan también un mundo mejor, si el pasado y la memoria de ese pasado nos permitiesen aprender de nuestros horrores y ser a su vez menos mostrencos y cazurros.

Pío Baroja

Las inquietudes de Shanti Andía (Pío Baroja)

Pío Baroja (1872-1956) publica Las inquietudes de Shanti Andía en 1911, antes de cumplir los cuarenta años. Fue el primer libro de los muchos que dedicaría al mar: El laberinto de las sirenas, Los pilotos de altura, La estrella del capitán Chimista, etc.

Baroja se inspira en las novelas de Edgar Allan Poe y Stevenson, entre otras, para pergeñar este apasionante relato náutico, donde no faltan como en toda novela de aventuras marítimas que se precie los amotinamientos, los abordajes, los naufragios, el cautiverio, la fuga de los presos, singladuras por todos los mares y océanos (recorriendo las islas del Pacífico, luchando con los huracanes del Atlántico, con los tifones del mar de la China, con los bancos de hielo del cabo de Buena Esperanza…) los tesoros escondidos que luego afloraran, etc.

El protagonista es Shanti, quien ya en su vejez, asentado en un pueblo de la costa guipuzcoana rememora lo que ha sido su existencia; los años escolares que recuerda con amargura, una vida plagada de aventuras, primero en su mocedad, como la aventura de la gruta del Izarra, y luego ya de adulto como marino pródiga en viajes, amores y desamores, cuyas andanzas se complementan -y son el sustrato de la novela- con las de su tío Juan de Aguirre, al que su familia dará por muerto y oficia su funeral, embarcado éste en un barco negrero, y a quien le suceden toda suerte de aventuras, que nos referirá en el manuscrito que antecede al epílogo final.

No faltan las referencias a las tensiones políticas que se vivían en España entre carlistas y liberales, es curioso leer el contraste entre los parajes norteños de los pueblos costeros guipuzcoanos y lo que acontece en Cádiz, esa ciudad luminosa, de plazas alegres y calles rectas, de iglesias blancas como huesos calcinados, caldeada por el sol, donde el joven Shanti conocerá las bondades del buen tiempo, la miel de amor, la hiel del desamor.

Baroja mezcla lo poético y melancólico en la descripción de los paisajes exteriores e introspectivos, con lo explícito que sucede en el mar, donde se refiere al detalle, por ejemplo, todo aquello que tiene que ver con los barcos negreros, donde a los hombres, mujeres, viejos y niños negros que iban a ser vendidos como esclavos se les conocía como «madera de ébano y fardos» y que las más de las veces no eran otra cosa que pasto de los tiburones.

La narración es un divertimento continuo y la edición que he leído, de Cátedra, nos permite ver como Baroja va construyendo su narración, haciendo ficción, sobre lo que otros muchos han escrito antes; una narración fruto de una laboriosa labor de documentación, en constantes acotaciones de lecturas ajenas, donde el mérito estriba en que aquello que leemos tenga vida propia. La tiene. Creo que Shanti y Juan de Aguirre, son dos personajes perdurables, de una novela que me anima a leer más novelas de Baroja.