Archivo de la etiqueta: Literatura Francesa

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Los ojos azules pelo negro (Marguerite Duras)

Abstruso es un adjetivo que le va bien a esta novela de Marguerite Duras (1914-1996). No resulta fácil comprender -quizás porque Duras seguía avanzando, sin mirar atrás, hacia lo indecible-, no tanto lo que sucede, sino lo que sienten los dos protagonistas de esta novela, un hombre y una mujer. Él y Ella. Él ve salir de su campo de visión a alguien que ama o desea, alguien con ojosazulespelonegro y rompe a llorar. A su mesa se sienta una mujer que trata de consolarlo, quizás porque se apiada de él, porque siente un dolor parecido. Él la contrata, le ofrece dinero a cambio de que ella le acompañe a su habitación, de que duerma a su lado, de que le ofrezca compañía. Entre ellos no hay deseo sexual, más bien aborrecimiento, dado que a él le gustan solo los hombres. Se suceden como en una noria los días, los despertares y los anocheceres, hablan, se cuentan cosas con cuentagotas, se miran, son un mar de lagrimas, a veces se exploran y palpan, ella deja la habitación en ocasiones y tiene una aventura con otro hombre, son ambos testigos de los tráficos (lo que ahora llamamos cruising) que tienen lugar en una playa cercana. A su vez en la narración se inserta una escena teatral que se va cincelando dónde los personajes serían ellos mismos, Él como director que decide la duración de su relación y ella la actriz que se pone a su servicio, bajo sus órdenes. Finalmente parece que un beso entre ellos pudiera ser semilla de algo, despejado el horizonte de quimeras y aferrándose al carnal que tiene más a mano, aunque sea ella.

Duras deja el lenguaje en los huesos, y lo poco que se narra es reiteración, sus personajes se reducen a pronombres, Él, Ella, que se van borrando, disolviendo en su inanidad, como si quisieran ser solo éter, pensamiento, idea, como si hubiera que abolir el cuerpo -continuamente se habla de la muerte, del asesinato, como esa salida que quizás aliviara la pena de ambos, a la vez que se pone a Dios en escena como si en su destino éste tuviera algo que ver- y dejar solo algo de tan puro y cristalino transparente.

Todo lo aquí enunciado es elucubrar, especular, al quedar abierta la novela a la interpretación, a que cada cual le otorgue el significado que considere adecuado.

Me pregunto cómo sería para Clara Janés traducir un texto tan correoso y sucinto como este.

En el mensaje que incorpora el libro, firmado por la autora (se puede leer abajo íntegro), esta nos habla de que “aquí está la historia de un amor, el mayor y más terrible que me haya sido dado escribir”. Me pregunto si este amor tan terrible me ha llegado a remover y a conmover. Me respondo que no, que el lenguaje aquí es más freno de mano que caja de cambios. No obstante como hay que estar a las Duras y a las Maduras leeré más a Marguerite. Se aceptan sugerencias.

Mensaje de Marguerite Duras

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En el café de la juventud perdida (Patrick Modiano)

Van cinco con esta las novelas que leído de Patrick Modiano (Boulogne-Billancourt), el cual a medida que lo leo me va demostrando que tiene un estilo propio, muy reconocible y para mí, deleitable.
Se dice a menudo que algunos escritores siempre escriben la misma historia una y otra vez, hablaríamos de un eterno retorno, como el experimentado por Roland, el protagonista de la novela, el cual como Walter Benjamin hacía con los pasajes de Paris, éste hace lo propio con el registro de esas zonas neutras parisinas en las que se asienta, tratando así de conjurar los fantasmas del pasado, las heridas y llagas de su juventud, los rostros que no quiere volver a ver, las infaustas experiencias que quiere desterrar, ese pasado que nunca acaba de pasar y sí de posar, pues como una piedra en el corazón cuesta mucho despojarlo de uno mismo, y por mucho que cambie de domicilio, de barrio, París es como un tablero de ajedrez donde los peones como él tienen movilidad reducida y la realidad les viene cercada o enmarcada por unos límites que parecen imposibles de superar, salvo quizás a través de la muerte, que sería la liberación definitiva, que le permitiría a Roland y la joven que conoció en un café en su juventud, una tal Louki, cortar con la maroma umbilical que la liga a una realidad de la cual siempre estar huyendo, donde su estado ideal, el de Louki es la huida, el tránsito, el deambulamiemto, y aquí el despeñamiento. Y como en sus otras novelas encuentro aquí una prosa notarial que levanta acta de un mundo extinto, un registro topográfico de un París que se metamorfosea, un intento siempre vano de dejar constancia de nuestro paso por la tierra, a fin de dejar de ser simples so(m)bras del pasado.

Anagrama. 2008. 132 páginas. Traducción de María Teresa Gallego Urrutia

Patrick Modiano en Devaneos | Un circo pasa, El callejón de las tiendas oscuras, La hierba de las noches, Accidente nocturno

Joseph Delteil

En el río del amor (Joseph Delteil)

Pienso en Joseph Delteil que deja su pueblo y se muda a París en 1922 y allá a sus 28 años se faja en la escritura de una novela (esta que nos ocupa con la que llamaría la atención de figuras surrealistas como Louis Aragon y André Breton) que le permitirá viajar mentalmente, a él y a nosotros lectores, hasta lugares recónditos -nada menos que hasta Sajalín, Pekín, Mukden, al río Amur…- fantasear y entregarse al aliento cálido de la voluptuosidad, entre guerras orgiásticas, con mujeres guerreras al frente de distintos ejércitos, y dos personajes, dos desertores bolcheviques como un falo de dos cabezas, la de Borís y la de Nikolái, que desean y aman a las mismas mujeres hasta que en su camino se cruza la correosa Ludmila que los seducirá a ambos, los trastornará, los separará y acabarán río abajo, como esas vidas que van a dar a la mar, todo ello para referir acontecimientos violentos, trágicos, amorosos, sensuales, con una prosa poética, fragante, descriptiva, toponímica, cuyo barroquismo y orientalismo o nos ensimisma y transporta a regiones superiores o alimenta nuestra indiferencia y pasotismo. Me he quedado a medio camino.
La portada del libro me recuerda al cartel de la película El desconocido del lago.

Editorial Periférica. 2017. 136 páginas. Traducción de Laura Salas Rodríguez.

Édouard Levé

Édouard Levé (Suicidio)

La tristeza me persigue pero yo soy más lento, podemos enunciar a modo de pórtico.

Leo que Édouard Levé en su novela Autorretrato, en su última páginas hablaba de un amigo suyo que se suicidó volándose la tapa de los sesos a los 25 años. Suicidio va dedicado a este amigo. Al contrario de la mayoría de novelas fúnebres que vienen a ser cartas abiertas, ya sean a hijos, padres, madres o hermanos muertos, con las que los que se quedan explicitan lo jodido que es no tenerlos nunca más a su vera, aquí Levé dice no sentir dolor, ni pena por la ausencia de su amigo. Al morir joven, su amigo queda así idealizado, sin verse afectado por el óxido del tiempo, como aquel niño cuyo padre muere joven y cuando el hijo rebasa la edad del padre y llega a la vejez tiene la sensación de que se ha convertido en padre de su padre y se queda con la mirada perdida como las vacas mirando al tren sin entender nada y así Levé nos va hablando de su amigo, y no sé si lo que dice de este es cierto o se lo inventa, porque lo que manifiesta son algunas cosas objetivas y otras muchas son pensamientos del difunto o aspectos de su forma de ser. A la hora de hablar de su amigo le serían de utilidad a Levé además de lo que conocía de primera mano en su trato e intimidad con el difunto, los tercetos encontrados y que se reproducen al final de la novela, en los que el muerto ya adelanta que la felicidad le precede, la tristeza le sigue y la muerte le espera. Al poco de entregar este libro a su editor Levé a sus 42 años hace lo propio y se ahorca. Cuando uno lee las páginas finales no entiende el suicidio como algo dantesco, desgarrador, sino todo lo contrario, más bien como una forma de vivir la muerte, pues como dice Levé morir a los noventa es morir la muerte. Tanto su amigo como Levé quieren ser dueños de sus vidas, y buscan el escenario, el momento y la forma de irse ante de ser arrollados por el destino. Se toman esa libertad para hacer con su vida lo que quieren, como recogía Henri Roorda en su libro Mi suicidio, porque su vida es suya y a nadie más le pertenece, aunque como sopesa el amigo muerto o Levé ambos saben que se puede entender su marcha como un acto de egoísmo, donde no solo se va y descansa ya para siempre el que se suicida, sino que de paso arrastra en su caída hacia el vacío a todos aquellos familiares y amigos que lo querían mucho y vivo.

Eterna Cadencia. 2017. 95 páginas. Traducción de Matías Battistón