La mujer de arena supuso mi entrada en el universo narrativo de Kôbô Abe (1924-1993). Lectura que disfruté. El mapa calcinado es una novela notable de ¿suspense? que se principia con una desaparición. Tema manido. Sin ir más lejos, la última novela de Domingo Villar que leí recientemente, El último barco, comienza así. En la de Villar la desaparecida de su domicilio era una joven. En la novela de Abe, una mujer dejará en manos de un detective privado la búsqueda de su esposo, desaparecido hace ¡!!6 meses!!!.
No se pliega la estupenda novela de Abe a los requerimientos del bestseller. No se lo pone nada fácil el autor al lector, que al no abrevar en los lugares comunes, lo descoloca continuamente: el mapa son arenas movedizas. Ante la avidez, ansia y sed experimentada al arrostrar una novela policial, predispuestos siempre a una acción trepidante y una narración en cascada, que vaya poblando el escenario de posibles culpables, Abe, se sale en este mapa calcinado por la tangente y busca otros derroteros, con naturaleza de extravío.
Al hilo de la desaparición, sobre la mesa, la cuestión de qué debe prevalecer: el derecho a desaparecer o el derecho a que te encuentren si desapareces sin previo aviso. El detective, cuyo interior es un mar bravío, ha fantaseado con dejarlo todo, desaparecer también: desaparición entendida como acto de coraje y valentía, de ahí que el caso que lo ocupa lo trastorne más de la cuenta al no sentirse a la altura.
Desazón, náuseas, arcadas, resaca, dolores estomacales, devienen la narración introspectiva, sinestésica. Cuando esta se abre y eleva, la mirada del narrador busca cielos, nubes, crestas de edificios, neones, carreteras sin fin, postreras luces, fundidos en negro.
La trama se concentra y adensa en muy pocos personajes: la mujer que solicita la investigación, su hermano, el desaparecido, un subalterno del desaparecido, el superior del detective, su ex mujer y un bar que será el hilo de Ariadna que no le permitirá al investigador salir del dédalo tokiota, ya que actúa como una caja negra averiada que despista más que esclarece.
El hermetismo que alimenta y encofra la narración se ve aliviado en parte, a modo de respiradero, aunque sin sustraerse a lo sórdido, por la voluptuosidad, el voyeurismo, alanceado el detective por la picazón del deseo manifiesto ante la mujer del desaparecido, o bien a través de unas fotos eróticas, que lo abocan a un estudio fotográfico, convertido en lupanar.
Otros flecos de la investigación le permiten al autor abordar temas más sociales como las mafias, la prostitución masculina, los taxis ilegales, los millares de desaparecidos anualmente en Japón, la llegada del gas ciudad echando por traste el negocio del gas propano, etc, pero hay una cuestión que prima sobre el resto y es la soledad, en la medida en que a pesar de estar rodeados de miles de personas, cada cual sentirá su yo como un departamento estanco poco permeable a los otros, donde el autor busca responderse en la novela en qué consiste la identidad, qué somos, cómo nos ven y qué saben los demás de nuestro ser verdadero, cuál es la frontera entre una desaparición temporal y la definitiva, si la soledad (la novela de Abe data de 1967, ahora, este problema de la soledad, a pesar de las redes sociales no deja de aumentar) no deja de ser otra desaparición, en vivo y en directo, frente a todos los demás, que nos ven sin vernos, ni sentirnos. Ciudades como sumatorios de desaparecidos, que se desconocen y ningunean: pura modernidad, pura tragedia.
Eterna Cadencia. 2016. 320 páginas. Prólogo de Ednodio Quintero. Traducción de Ryukichi Terao