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Los senderos del mar. Un viaje a pie (María Belmonte)

La bilbaína María Belmonte Barrenechea debutó hace un par de años con su magnífico libro Peregrinos de la belleza: viajeros por Italia y Grecia. Allí, María dotaba a esas figuras reales de vida y sí, las hacía bailar sobre el papel.

En Los senderos del mar, un viaje a pie, la protagonista –a lo Montaigne- es ella, si bien los datos autobiográficos afloran someramente, y no son lo más importante del texto y tampoco lo mejoran, si bien creo que ayudan a personalizar el relato, en una suerte de recorrido sentimental, donde María rememora a su madre muerta, a sus abuelos, alguna velada romántica, su etapa adolescente en Biarritz, escenas de pánico pirenaico, etc.

Si nos ceñimos a las cinco excursiones a pie que María emprende por la costa vasca, comenzando por el litoral francés, en Biarritz y finalizando en Bilbao, esto daría para apenas media docena de páginas, que podrían encajar bien en un artículo de alguna revista dominical, acompañándolo con las bellas fotografías que aparecen en el libro.

Costa vasca francesa

Si el libro se extiende más allá de las 200 páginas es porque la autora, a base de digresiones, enriquece sus caminatas a pie con toda suerte de anécdotas, datos, informaciones, ya sean –entre otras- de contenido histórico, paleontológico, mitológico (como en su visita a Guernica), geológico, astrofísico, biológico (¡qué interesante lo que nos refiere sobre los árboles!) y prosaico. De tal manera que María nos puede hablar de cómo se forma un arco iris, de los albores de la hidroterapia con las divertidas anécdotas de los baños acontecidas en el Balneario de Gräfenberg, de la caza de las ballenas siglos atrás, las andanzas náuticas de Elcano (que tan bien plasmó Sergio Martínez en su novela Las páginas del mar) del modo en el que las playas pasaron de ser campos de trabajo a lugares de ocio y recreo y la llegada de los primeros bañadores, los carromatos regios que gastaban las reinas de antaño, de la potencia naval que fue el País Vasco en el siglo XVI donde en Terranova los lugareños hablaban en vasco, de los incendios que asolaron San Sebastián, de aquellos que como Josetxo Mayor dedican el tiempo libre que les brinda la jubilación para adecentar una red de senderos e incluso aparecen en estas páginas el levantador de piedras Perurena, el corredor escalador, Kilian Jornet (quien finalmente fue y regresó con éxito del Everest. En el libro, esta aventura no había sido materializada, aún), o nos enteramos, si es el caso, de la capacidad natatoria de Lord Byron, quien fue el primero en cruzar a nado el estrecho de los Dardanelos y a quien esta proeza según nos cuenta le satisfizo más que cualquier otro parabién del que la literatura le hiciera acreedor.

María transmite bien su entusiasmo y esa sensación que experimentamos ilusionados al internarnos en un sendero, con una mochila a la espalda y un espíritu vivacqueante, a medida que el camino y sus desniveles nos desgasta y erosiona, al tiempo que nos renueva y vigoriza.
Es clave lo que apunta de educar la mirada. María no solo camina, su acción va mucho más allá de ser una actividad física lúdica, dado que en la medida en que conozcamos y nos interesemos por el hábitat que nos rodea, y este deje de ser un decorado, para pasar nosotros a formar parte activa del mismo, sabremos escuchar el latido de la naturaleza y sacarle todo el jugo a la flora, la fauna, la ornitología, la geología, etc, que nos circunda. El capítulo de los flysch es muy ilustrativo, porque donde nosotros no vemos otra cosa que rocas, los geólogos ven allí la historia del planeta capeada y laminada.

Se cita al ineludible Thoreau, ambientalista y caminante, si bien María no la veo como una perfecta salvaje, pues disfruta ésta de las comodidades del progreso, de una conversación amena, de la compañía de un guía, de una cena regada con un buen vino blanco, de una recuperadora noche bajo techo, huyendo de la oscuridad y de los parajes desolados a cielo abierto, pero creo que su lectura sí que nos permite desterrarnos de nosotros mismos durante unas horas, no sé si alcanzando la felicidad, pero sí algo parecido a la placidez, a una alegría serena, alimentando a su vez nuestra curiosidad –poniéndome en el horizonte unas cuantas lecturas: Patrick Leigh Fermor, Richard Fortey, Philip Hoare, Rachel Carson…-, y para quienes tenemos la costa vasca a tiro de piedra, a apenas dos horas de coche, nos da pie para fantasear con recorrer el día menos pensado los senderos del mar de María, con su libro en ristre y el ánimo inflamado.

Lecturas periféricas | Huellas. Tras los pasos de los románticos

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Peregrinos de la belleza. Viajeros por Italia y Grecia (María Belmonte)

María Belmonte
Acantilado
2015
312 páginas

Leía este libro de María Belmonte y pensaba en otro de Stefan Zweig, Momentos estelares de la humanidad. Sus temáticas en nada se parecen, pero María logra lo que en su día obraba Zweig en ese libro y es que la lectura del mismo sea para el lector algo muy gozoso, una experiencia incluso proclive a la exaltación.

Algo tiene que ver en esto también que uno (el lector) en mayor o menor medida esté prendado por la cultura griega y/o latina, como le sucede a la autora, declarada filohelena. Esa pasión que María siente, logra transmitirla muy bien al lector, y lo hace recurriendo a las semblanzas de ocho personajes, todos escritores y todos ellos masculinos, que encontraron en Italia o en Grecia, su razón de ser, su sitio en la tierra, su tierra prometida. Peregrinos que tenían distintas motivaciones para dejar sus lugares de origen, su mayoría residentes en el norte de Europa, y mudarse al Sur, a fin de realizar el conocido como Grand Tour (que universalizó Goethe, tras publicar su novela Viaje a Italia), ya fuera buscando una mayor permisividad hacia sus tendencias sexuales, o bien la luz y el benigno clima sureño, incluso y aunque resulte paradójico, vivificarse ante la contemplación de ruinas, o monumentos griegos o latinos.

Así, antes nuestros ojos pasarán Johann Winckelmann, Wilhelm von Gloeden, Axel Munthe, D. H. Lawrence, Norman Lewis, Henry Miller, Patrick Leigh Fermor, Kevin Andrews, Lawrence Durrell. A los que hay que sumar la presencia del incasable viajero Bruce Chatwin en su estancia en Grecia, y próximo a Fermor.

Decía antes que todos los personajes, todos estos viajeros, son masculinos. Todos no, cada capítulo se cierra, con un paseo de la autora, que opera como otro personaje más, por los Santos Lugares, recorriendo ésta los sitios por donde siglos atrás anduvieron estos peregrinos de la belleza, estos bebedores de luz, preñados de cielo y mar, buscando una Arcadia, encontrándola y disfrutándola durante un período (más o menos largo) de sus vidas.
Pero no hay que llevarse a engaño, la autora vuelve a Grecia para «entrever tal vez, durante unos instantes la sombra de aquel mundo antiguo desaparecido para siempre en la rueda del devenir».

Si las semblanzas de todos estos personajes resultan subyugantes (mi favorita es la de Munthe. Quiero leerme La historia de San Michele), si uno no puede menos, a medida que vas leyendo, que sentir mucha envidia, ante unas vidas tan intensas y gozosas, tan dadas a esa mezcla de holganza (aunque también hubo quien, como Munthe buscaba continuamente ir al límite, ponerse a prueba físicamente hasta la extenuación para poner a raya el amago de depresión, o el caso de Leigh Fermor, curtido en travesías imposibles o Andrews, otro infatigable caminante) y labor creativa, mediante una escritura que se alternaba, con amenas conversaciones, en villas frente al mar, donde liberados casi todos ellos de responsabilidades familiares, sin progenitores a quien cuidar ni hijos a los que atender, sin ninguna tarea doméstica que alterase su ánimo, en disposición plena y total para la llamada de las Musas, lo que parece claro es que todo tuvo su momento (registrado en las obras que todos estos escribieron sobre sus estancias en Grecia e Italia, obras como Nápoles 1944, La vida de San Michele, Las islas griegas, El coloso coloso de Marisa, Maní, Roumeli, El vuelo de Ícaro, La celda de Próspero, Limones amargos, etc), y que éste ya ha pasado, y ahí las páginas con las que María cierra cada capítulo dan fe de esto. Taormina, Corfú, Nápoles, Capri, etc, ninguno de estos lugares es como era hace cien años. Las dos guerras mundiales y el turismo de masas han cambiado la fisonomía de estos santos lugares, para mal y cuesta reconocer en ellos su esencia, su identidad.

Leyendo a María, suscribo lo que escribía Rafael Argullol sobre esa plaga conocida como el provinciano global.

Maria Belmonte con esta maravilla de libro editado por Acantilado, me ha tenido unos cuantos días fascinado, embebido, subyugado, viajando sin salir de casa. Y ahora, huérfano.