Natalia Ginzburg
Acantilado
2002
165 páginas
Traducción: Celia Filipetto
En el prólogo Ginzburg se lamenta de que no haya una uniformidad de estilo en esta recopilación de ensayos escritos entre 1944 y 1960. Esta no uniformidad, no afecta para nada al resultado: es brillante.
Ginzburg titula el libro con el nombre de uno de los ensayos Las pequeñas virtudes, donde reflexiona principalmente acerca de qué importancia hemos de darle al dinero, o qué mensaje hemos de transmitir a los hijos, acerca de este bien que tanto bien y mal genera, aportando un punto de vista muy particular. Y lo finaliza hablando sobre aquello que los padres desean para sus hijos, cuando a menudo se desesperan ante su aparente indolencia y apatía, cuando quizás no sean sino el germen de algo, bajo la premisa de que «las posibilidades del espíritu son infinitas«. Ginzburg lo fía todo a la vocación, esa vocación que los padres deben conocer, amar y servir con pasión, para ofrecer ese ejemplo a sus vástagos, porque la autora cree que «el amor a la vida genera amor a la vida».
Quizás el libro debería haberse titulado Las relaciones humanas, que me parece el ensayo más jugoso. En este ensayo, casi un Tratado, de una manera soberbia, Ginzburg hace un repaso por la manera que tenemos de relacionarnos con los demás, desde la niñez, pasando por la adolescencia y tras el ingreso en la vida adulta. Ginzburg usa la primera persona del plural, porque creo que sabe que su voz es la voz de otros muchos, que se identifican con lo que Ginzburg enuncia: una verdad descarnada. El texto como espejo.
Otro de mis ensayos favoritos es Mi oficio, donde Ginzburg nos habla de su labor creadora, de ese medio en el que se siente bien, donde siente que hace pie, que esto de escribir lo hace bien, o menos mal que el resto de las tareas que realiza. Una escritura que no cura las heridas, más bien una necesidad.
Es un oficio que se nutre también de cosas horribles, se come lo mejor y lo peor de nuestra vida, en su sangre fluyen tanto nuestros sentimientos malos como los buenos. Se alimenta y crece en nuestro interior.
El hijo del hombre es un ensayo que me permite entender mejor a Ginzburg. Ahí nos transmite bien su precariedad, su angustia, el miedo que entró en su cuerpo y ya no salió más. No hay paz para el hijo del hombre, dice. No valen las mentiras cuando un hijo ha visto el espanto y el horror en la cara de sus padres, dice. Un ensayo ligado al que principia el libro, Invierno en los Abruzzos, la región donde la autora vivió una temporada exiliada en 1945 junto a su marido, desterrado por Mussolini, quien moriría en la cárcel de Regina Coeli pocos meses después de llegar a Roma.
Hay un par de ensayos donde Ginzburg da su particular visión de la entidad británica. Imposible no reírse con las invectivas de la autora contra la comida (y la bebida y los pubs) y la manera que tienen los ingleses de referirse a la misma, y sus palabras me recuerdan mucho a las de Julio Camba, que se expresaba en su crónicas en términos parecidos. No sólo habla Ginzburg de la comida, sino también el pasotismo de los peatones que no se asombran ante nada de cuanto sucede en las calles, de ese campo que no huele a campo, de esas dependientas estúpidas, sin cinismo, sin prepotencia, sin desprecio hacia el cliente, dueñas de un mirar inerte, vacío, ovejuno. La clave está en que Inglaterra es un país triste, silente, que no transforma en nada al que cae por allá.
El alma no se libera de su vicios, tampoco adopta otros nuevos. Igual que la hierba, el alma se mece en silencio en su verdeante soledad, abrevada por una lluvia tibia.
Hay otros relatos como Retrato de un amigo, donde Ginzburg nos habla de los dones de la amistad, y Él y yo, donde las diferencias (superficiales) no son sino otra manera de unir aún más a dos personas que se aman.