Antes de pasar a la posteridad como Novalis, el romántico Friederich von Hardenberg, se enamoró de una joven de doce años. No sabemos si Hardenberg se enamoró de la niña, del concepto del amor, de su juventud, de su inocencia, de su aura virginal o de todo ello. La narración no es erótica, ni hay ningún asomo de voluptuosidad. Lo que Hardenberg siente por Sophie es algo más platónico. La chica, como le hacen ver los allegados de él no tiene nada extraordinario, sino más bien una belleza distraída y la naturaleza de una niña de doce años. La autora, Penelope Fitzgerald (Lincoln, 1916) mediante capítulos muy breves nos presenta a Herdenberg, a su familia y sus innumerables hermanos, sus padres, sus amistades, el círculo de Jena, del que forma parte, y por ahí pululan Goethe, Fitche, lecturas del Robison Crusoe del Wilhelm Meister. De fondo, las consecuencias de la revolución francesa, el auge de Napoleón, los estertores del siglo XVIII. El ritmo de la narración es endiablado, sumamente ameno, la autora apenas se impone y su narración resulta límpida, subyugante y trágica. Personajes como Bernhard surgen y perduran con apenas dos trazos. Aquellos que conozcan algo de la vida de Novalis sabrán la mala suerte que corrió Sophie y buena parte de los hermanos de Novalis. Tras la muerte de su amada (Sophie muere al poco de cumplir los 15 años) Novalis sabe que tendrá una vida interesante (y desgraciadamente muy corta, pues murió a los 29 años), a pesar de lo cual, preferiría estar muerto, dice. La figura de Hardenberg antes de ser un poeta reconocido, fama que le vino tras morir Sophie, combinará su labor como poeta, con la de ingeniero empleado como director de minas de sal, algo que a él le resultará de lo más natural.¿Podría alguien que no fuese un artista, un poeta, comprender la relación entre las rocas y las constelaciones? se pregunta.
Mondadori. 230 páginas. 1998. Traducción de Fernando Borrajo.