Henry David Thoreau escribe este ensayo a los 45 años, en 1862, el mismo año en el que muere de tuberculosis. Es este un Ensayo frutal que se publicará después de su muerte. Si hemos de hacer caso a lo que nos dice el autor, este libro debería leerse al aire libre, en estado salvaje, a fin de poder disfrutar de la manzana (la más noble de las frutas, según él, la cual posee un aroma que para sí quisieran otras frutas como la pera) que es de lo que habla, de todos sus tipos y variedades. Dice el autor que sus pensamientos deben ser disfrutados en un estado salvaje y no en casa. Hace falta por tanto paladares duros de papilas erectas, no adormecidos por el consumo de la fruta doméstica que se echa a perder en el frutero. Thoreau quiere lo natural, lo salvaje, lo silvestre, lo primigenio. No ve con buenos ojos los injertos, la injerencia humana en el curso natural.
El autor hará hincapié principalmente en la manzana silvestre, aquella que crece fuera de cualquier huerto, de cualquier cercado. El autor va haciendo un recorrido a lo largo de toda la historia y recogiendo en aquellos libros, aquellos testimonios, en donde se cita o se dice algo que tiene que ver con las manzanas. De tal manera que por estas páginas aparecerán Homero, Plinio el Viejo, mitologías escandinava, romana (Edda y Pomona), y también poesías en las que se loan las manzanas, etcétera.
Cuando explica cómo sale adelante un manzano silvestre sí que echo de menos alguna ilustración. Hablando de manzanas, parece ineludible no referirse la sidra, a la cual dedica un apartado pequeño y dice cosas curiosas, como por ejemplo que las más apreciadas en aquel entonces, hablamos de mediados de siglo XIX, eran aquellas que tenían la piel roja.
Si hace 150 años el autor ya se lamentaba de la falta de manzanos silvestres en sus deambuleos campestres, a día de hoy, la situación lejos de mejorar ha empeorado con creces. Si se diera ahora mismo un paseo por el Cabo de Gata (no hablamos de manzanas, sino de tomates y otros productos agrícolas; una producción en masa que Thoreau aborrecería) se le caería el alma a los pinreles ante el mar de plásticos que sus pupilas salvajes observarían.
José J. de Olañeta, Editor. 76 páginas. 2010. Traducción de Esteva Serra.