Buena suerte es la primera novela de Manuel Benet (Valencia, 1976), publicada por Playa de Ákaba. Un tocho de más de 450 páginas que en mi opinión hubiera precisado una buena poda. Los que saben de esto, como EVM ya han dicho que escribir es sobre todo corregir y saber que cualquier texto siempre es susceptible de ser reducido a la mitad.
Tengo la impresión de que sobre un argumento muy endeble que abunda en la fatalidad, lo dramático (malos tratos, homicidios involuntarios y voluntarios…) y la predestinación y entrelazando muy forzadamente las existencias de la media docena de personajes -Marcus, Valeria, Alex, Miguel, Anna, Sofía- que habitan estas páginas, se busca la manera de enmarañarlo y desentrañarlo todo, mientras se va hinchando el relato con elementos introspectivos, largas disertaciones sobre la depresión de Marcus y su crisis de pareja, sobre la imposibilidad de olvidar, acerca de cómo aquello que hacemos y de lo que huimos y nos atormenta es algo que siempre sale a flote, aniquilando cual hongo radiactivo todo. Benet se demora y se recrea en su narrar y esto va en detrimento del ritmo y de la tensión de la que la novela se alimenta, pues en su afán de contarlo todo, rehén de su ánimo detallista logra que una narración marcada por la medianía se desinfle, pierda interés y muera por inanición. Me refiero a páginas como ésta:
Salía a la calle y veía todas esas personas tan atareadas de arriba para abajo, andando deprisa por las aceras, con sus trajes en sus monos de trabajo sus uniformes. Moviéndose en sus coches, saliendo del tren, corriendo hacia el autobús, volviendo a casa por la tarde, cansados o tan solo hastiados. Las observaba las noches de los fines de semana a través de los ventanales de los restaurantes y bares, exhibiendo la mejor de sus sonrisas, fingida o real, irradiando simpatía, fingida o real, ganas de divertirse, fingidas o reales. Personas que un día conocían a alguien, comenzaban a salir, cine, restaurantes, museos, conciertos, sexo, hablaban de todo un poco y si las cosas marchaban y no tenían que volver a empezar de nuevo con personas diferentes, se presentaban a sus respectivas familias en comidas familiares, se conocían todo lo que creían que pueden conocerse o quizás todo lo que se toleraban, compraban o alquilaban una casa que encajase en sus ingresos o no, un coche, dos coches, muebles, electrodomésticos, vajilla, juegos de cama, accesorios para el hogar, para él y para ella, ropa para el trabajo, ropa para el fin de semana, ropa para dormir, la compra semanal, Internet y la televisión por cable, videoconsolas, bicicletas para ir por la ciudad, practicar algún deporte por recomendación del médico, y cuando lo marcaba el calendario, las ganas o los accidentes, se casaban o no y tenían hijos o no, suyos o adoptados, a los que criarían y educarían para tratar de que repitiesen uno tras otro sus mismos pasos, o para que hiciesen todo aquello que ellos no habían sido capaces de hacer. O los estudiantes, a primera hora de la mañana siempre cargados con sus libros y apuntes, asistiendo a sus clases magistrales, subrayados con lápices de colores y sus portátiles, sus calculadoras científicas y sus teléfonos de última generación, llenando las bibliotecas de sillas vacías con mochilas encima, estudiando sesudas carreras durante años y años con la esperanza de poder labrarse una exitosa carrera profesional que les diese mucho dinero y éxito, que les permitiese asistir a conferencias por todo el mundo, participando en debates en Internet en lo que solo ellos y los de su gremio estarían interesados y con los que se sentirían muy importantes, tratando de ser más y más productivos, como si no hubiera pruebas suficientes de que nada de eso los iba a librar de una muerte segura.
Si el talento y el ingenio es la levadura que hace que fermente la masa de palabras que los escritores meten en el horno, aquí la novela queda a medio a cocer, o en el mejor de los casos, me resulta un pan sin sal. Una primera novela, casi siempre, dista mucho de ser una obra maestra, pero también es cierto que hay primeras novelas brillantes, como pude comprobar recientemente.
Playa de Ákaba. 2017. 455 páginas.