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¿El placer del viajero?

Leyendo el relato de Guy de Maupassant Las hermanas Rondoli, me venía en mente la novela de Ian McEwan El placer del viajero. Maupassant quizás peca de aguafiestas, aunque su juicio resulta muy lúcido y agudo (teniendo en cuenta que el relato se escribió a finales del siglo XIX). El comienzo de su relato dice así:

Cambiar de lugar me parece algo inútil y fatigoso. El sueño inquieto de las noches en tren con sus dolores de cabeza y sus agujetas, despertar derrengado en ese cajón rodante, alimentarse del olor a carbón y de las execrables cenas de la fonda en plena corriente, esa sensación de mugre en la piel y de polvo en los ojos y en el vello, todo esto, creo yo, no es más que el horrible principio de lo que debe ser un agradable viaje de placer. Después del Rápido vienen las tristezas del hotel, del gran hotel lleno de gente, !y sin embargo tan vacío!, Y la cama desconocida, desoladora y sospechosa, especialmente para mí, que tanta importancia le concedo. Es el santuario de la vida. Le entregamos nuestros desnudos y fatigados cuerpos para que los reanime y los descanse entre la blancura de las sábanas y la tibieza de lo edredones. Es el lugar donde pasamos los más dulces momentos de la existencia, los del sueño y los del amor. La cama sagrada. Debemos respetarla, venerarla y amarla como lo mejor y más dulce que tenemos en el mundo. no soy capaz de levantar una semana de hotel sin un estremecimiento de asco. ¿Qué habrán hecho ahí dentro la noche anterior?. ¿Qué clase de gente desaseada y repugnante habrá dormido en ese mismo colchón?. Pienso entonces en los seres horribles que encontramos cada día, en los desagradables jorobados de carnes granujientas y manos negras, que llevan a imaginar cómo tendrán los pies y el resto de su cuerpo. Se me vienen a la mente todos aquellos que traen consigo asquerosos olores a ajo o a humanidad, los deformes, los purulentos, las secreciones de los enfermos y todas las fealdades e inmundicias del hombre. Y pienso que todo eso ha pasado por la misma cama donde yo voy a dormir. Me dan náuseas tan solo con meter el pie.
¿Y las cenas de los hoteles? Interminables escenas de mesa redonda entre gentes aburridas o grotescas, o bien terribles y solitarias cenas en la mesita de un restaurante, frente a una vela mortecina cubierta con una pantalla. ¿Y qué me dice de las desaladoras noches en una ciudad desconocida?. ¿Hay algo más lamentable que la caída de la tarde en tierra extraña? Caminamos al azar en medio de un movimiento y una agitación tan sorprendentes como los de los sueños. Miramos esos rostros, que no hemos visto nunca y que nunca más veremos, oímos voces que hablan de cosas que no son diferentes como en una lengua que no comprendemos. Experimentamos la atroz sensación de estar perdidos. Tenemos el corazón en un puño, las piernas fláccidas y el alma abatida. Andamos como si huyéramos; lo hacemos para no volver al hotel donde nos sentiríamos aún más perdidos, porque es como regresar a casa, pero a una casa de todos, y en la que todos pagan. De modo que terminamos por desplomarnos en la silla de un café iluminado, cuyo reflejos dorados son mil veces más agobiantes que la sombra de la calle. Y es en ese momento, delante de una caña babeante traída por un camarero a la carrera, cuando nos sentimos tan abominablemente solos, que nos asalta una especie de locura, una imperiosa necesidad de salir de allí, ir a cualquier otro sitio con tal de dejar aquí la mesa de mármol bajas araña resplandeciente.
Nos damos cuenta de pronto de que realmente estamos solos en el mundo, siempre y en todas partes; en los lugares conocidos, el trato familiar nos crea la ilusión de fraternidad humana. Precisamente en estas horas de abandono, de negro aislamiento en las ciudades lejanas,pensamos largo y tendido, y vemos las cosas con claridad. En esos momentos reconocemos la vida tal y como es, fuera de la óptica de la eterna esperanza, al margen del engaño de las costumbres adquiridas y de la confianza en la llegada de la felicidad siempre soñada.

Al estar lejos comprendemos lo cercano, lo breve y lo vacío que es todo; al buscar lo desconocido nos percatamos, por fin de cuán mediocre es la vida y de lo pronto que se acaba; al recorrer el mundo vemos lo pequeño que es y lo semejante en todas partes. !Ay! Bien conozco yo las noches de paseo sin rumbo por calle remotas. Las temo más que a cualquier otra cosa.

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El Horla (Guy de Maupassant)

El insoslayable ensayo de Alberto Savinio, Maupassant y “el otro”, me hizo querer leer El Horla, relato, o novela corta, que según Savinio estaba al nivel de los relatos fantásticos de Poe. Muy sustancioso es este libro editado por Cátedra que reúne El Horla (su segunda versión) y otros relatos de Maupassant, con edición y traducción de Isabel Veloso, donde ésta reivindica la figura vilipendiada de Maupassant, pues escritores como Savinio lo despachaban sin muchos miramientos, pues decía éste que la obra de Maupassant le resultaba banal y superficial, muy lejos de la obra, por ejemplo de Proust, mucho más intelectual. Maupassant, menos intelectual y más sensorial, sensitivo y voluptuoso (precursor incluso del futuro surrealismo, según Veloso), no podía competir con Zola, Flaubert, Poe o Hoffmann, y lo consideraban un segundón, lo que no le impedía ser un escritor muy leído y apreciado por el público, aunque ciertos estamentos no encajaran bien sus críticas hacia la religión, el sinsentido de las guerras, siempre devastadoras, capaces de sacar lo peor de uno mismo (en relatos como La loca o Madre Sauvage), o ciertos ramalazos antisemitas. Además Maupassant no se casaba con ninguna causa, secta, o partido político, era un espíritu libre y pendenciero, a quien su sexualidad desbocada e impetuosa le hiciera contraer la sífilis, afectando a su nervio óptico y después a su cerebro, abocándolo a la locura, de la que se liberó suicidándose, en 1893 a la edad de 43 años.

Antes de morir Maupassant experimentó la locura y la presencia en su Yo de ese Otro que lo ocupaba. El Otro toma en la novela de Maupassant el nombre del El Horla, y en un lapso de unos pocos meses vemos como un hombre que vive solo va anotando en su diario el desmoronamiento que va sufriendo, a medida que la ocurrencia de ciertos sucesos extraños, agravados por la soledad, lo angustian y atemorizan; temores de andar por casa, como no ver su reflejo en un espejo, el tallo de una flor que se rompe de cuajo sin motivo aparente, la sensación de que alguien le sigue al salir a pasear por un bosque (lo que convierte la naturaleza en algo amenazante) y algo aún más terrorífico como es el miedo a perder la razón y ser consciente de que se va perdiendo, con experiencias como el hipnotismo, donde uno puede perder el control de sí mismo, para convertirse en un títere de otro.

El narrador, al que Maupassant da su voz cuando confiesa sus temores y desvelos, tiene la sensación de que su vida se le va de las manos y que El Horla (novela hoy muy prestigiada, de alargada sombra y que se cita por ejemplo en El ala izquierda de Cartarescu) es invencible, que no hay forma de librarse de él. Sí, hay una, aquella que solucionaría su problema, resolución radical que queda flotando en el ambiente, que Maupassant consumaría seis años después de escribir esta fantástica y pavorosa novela.

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Mi Cristina/El mar (Mercè Rodoreda)

En los 90 Alianza Editorial sacó una colección llamada Alianza Cien. Cien hacía mención a lo que costaban esos libros de bolsillo, cien pesetas, de tamaño mínimo, que se dan un aire a los que publica ahora Minúscula o a la colección de Austral que pone en el mercado grandes obras por tres o cuatro euros en sus colecciones Austral Básicos o Austral Mini.

El libro de Mercè Rodoreda (1908-1983) lo forman dos relatos bastante breves. El primero Mi Cristina nos recordará a Jonás y la ballena, pues el protagonista vivirá, no tres días, sino unos cuantos años en el interior del cetáceo hasta que logra llevar a cabo su segundo alumbramiento, al lograr escapar de aquella jaula de carne. La coña marinera viene cuando el renacido es instado por sus paisanos, no sin cierto retintín, a regularizar sus papeles pues dentro de la ballena estaba a su vez fuera del mundo. Tiene un pase.

El mar se basa en los diálogos que mantienen unos rentistas de imaginación disparada, elucubrando estos sobre las noticias que aparecen en la prensa mientras que la realidad se va filtrando en su cháchara, ya sea en forma de niños, jilgueros o amas de casa, que les apartan de sus pensamientos triviales a la par que les enteran de las circunstancias de otros que no tienen su misma suerte y despreocupación vital. Rodoreda demuestra aquí su buen oído y su talento para los diálogos.

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Manual para mujeres de la limpieza (Lucia Berlin)

43 relatos (de los 76 que publicó en vida) forman este libro de Lucia Berlin (1936 -2004) que causó sensación y recibió un buen número de halagos, tanto de la crítica especializada como del público, hace un par de años y que hizo incluso que algunos por vez primera leyeran relatos.

No creo que todos los relatos brillen ni mucho menos al mismo nivel (se trata de un amplio recopilatorio póstumo, en cuya elección de los relatos la autora por tanto no participó) pero en estas más de cuatrocientas páginas de una prosa expresiva y seductora sí que uno aprecia el humor, la agudeza necesaria en todo aquel escritor que quiera escribir bien y que precisa y se sostiene en una mirada inteligente y en un narrar que sea capaz de mostrar, tanto como de desvelar, y de hurgar en los orificios de la realidad, como es el caso de Lucia, cuyos personajes y recurriendo en gran medida a su propia experiencia y avatares autobiográficos (su múltiples matrimonios e hijos, el usó del corsé ortopédico, su alcoholismo, su existencia errabunda, que se compendian bien en uno de los relatos más extensos, A ver esa sonrisa), en su mayoría, pueblan los bajos fondos de un realismo que es aquí espejo y también ventana a través de la que se filtra una realidad proteica, mestiza, heteróclita, en la cual ambienta la autora sus relatos: lavanderías, psiquiátricos, cárceles, centros de abortos clandestinos, barracas caravanas, hospitales, consultas, playas…y en donde no se edulcora nada, más bien al contrario: tenemos a madres que según sus hijos salen por la puerta para ir al colegio, ellas hacen lo propio para encaminarse hacia alguna licorería a calmar su sed, está presente la soledad en la vejez, la enfermedad y sus secuelas, la moral correosa, la incomunicación, los abusos sexuales, el maltrato, el infanticidio… La naturaleza humana se nos muestra aquí al natural, en todo su jugo y crudeza y está sustanciada en el amor, siempre esquivo y en la lucha, como la de esas mujeres apesadumbradas que dicen estar agotadas de tanto bregar. Ahí creo que reside el espíritu de estos relatos, en la capacidad humana para sobreponerse a todo (que no sabemos si es nuestra bendición o nuestra condena), para luchar hasta el final y para buscar también el Carpe diem que da título a uno de los relatos, la alegría y la felicidad en cualquier lugar y ocasión (como acontece en los voluptuosos relatos acuáticos, donde la vida deviene -episódicamente- bonancible, ligera, bella), donde la narradora no juzga, censura, ni reprueba a sus personajes, sino que los deja hacer, errar, descomponerse, renacer si es el caso, como si los estuviera escuchando apoyada en la barra de un bar, en una conversación que bien podría ser un floreo, pero que no lo es.

En los relatos la clave está en saber rematarlos y Lucia lo hace bastante bien, porque cuando leemos relatos a menudo corremos el riesgo de finalizarlos con caras largas y un monosílabo interpelador, con un ¿y?. Sin embargo aquí Lucia buena parte de sus relatos los clausura de tal manera que logra dibujar en nuestros rostros ora una sonrisa, ora una mueca alegre, ora un velo húmedo en la mirada.

Dice Berlin por boca de sus personajes que les puede el romanticismo y creo que algo (o mucho) de ese romanticismo, contagioso, hay aquí en el enjuiciamiento de estos relatos, como si fuera menester llevar a cabo de vez en cuando una especie de justicia poética, dando relieve y sacando del anonimato a una escritora que muerta hace casi 15 años está ahora en boca de todos. Es un decir.