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Las madres secretas (Mónica Crespo)

No siempre la familia es esa estructura que da amparo, protección, seguridad y ya puestos, refuerza nuestra autoestima. No siempre una madre quiere lo mejor para sus hijos y el llorar de un bebé se puede convertir en un sonsonote infernal que llevado al extremo y desquiciados del todo abocar a los sufridos progenitores a la locura y al subsiguiente crimen, como se ve en el brutal corto La hora del baño de Eduardo Casanova.

Mónica Crespo (Bergara, 1974), que debuta con este libro de relatos que lleva por título Las madres secretas, huye del relato oficial y plantea en cada relato situaciones al límite, que me recuerdan en su planteamiento a otro libro de relatos que leí recientemente, me refiero a No aceptes caramelos de extraños de Andrea Jeftanovic.

Gamunia, el relato que principia el libro me recordaba a Tepuy relato de Jon Bilbao, donde se mantenía la tensión entre dos especies que parecen condenadas a devorarse y que sin embargo deciden ayudarse. Con un final, no obstante, que pondrá al Destino de ambos en su sitio.

Hay relatos que abrazan lo fantástico con el tratamiento de una naturaleza humana que se funde ora con lo animal, ora con lo vegetal, con mujeres que se transformarán en aves o en plantas, o que postradas en una cama se sienten como un trozo de madera inerte. También se da el caso de hombres gestantes y de la posibilidad de fundar un tiempo nuevo.

La maternidad está presente, no en su visión edulcorada, realizadora para la mujer, sino más bien como amenaza, como lastre, donde el lactante puede ser un peligro para la madre, donde el hijo puede nacer siendo un depredador, donde una madre barrunta la posibilidad de acabar con uno de sus vástagos. Se pueden añadir más situaciones, como el escenario de ser madre a través de un vientre de alquiler, y albergar esa sensación, que bien puede ser infundada, de que ese hijo nunca será tu hijo al 100% o una concertista para quien sus dos hijos pequeños y su marido se han convertido en una cárcel que le impiden ser ella misma.

Hasta la fecha el hombre ha difrutado de Una habitación propia o incluso de Torreones (a lo Montaigne) para darse al arte en todas sus manifestaciones, la mujer no, y cuando se fundaba una familia el hombre no se apartaba de su tareas habituales, tal que como se ve en el último libro de Nuccio Ordine su canon literario es casi al 100% de hombres, porque hasta hace nada las mujeres eran invisibilizadas en la literatura en particular y en el arte en general. Ahora esto está cambiando y lo que Mónica plantea en El baño es precisamente esa situación cuando la mujer, aquí una escritora, se va un hotel para poder escribir, para poder tener esa habitación propia, un irse de casa despidiendo a su familia con un Lo siento, chicos. Una situación no exenta de tiranteces porque es como ese sí, tú vete, pero atente a las consecuencias.

Si viéramos un titular en un periódico en el que se nos informara de que el escritor fulano de tal, decide dejar de escribir durante tres años para dedicarse a la crianza de su hijo o hijos recién nacidos, pensaríamos que se trata de una broma de El mundo Today. La historia de la literatura está plagada de excelsos escritores que han tenido a su lado maravillosas mujeres (según ellos) que se han encargado de todas las labores domésticas, así como de la crianza de los hijos para que sus eméritos esposos, pudieran “sacrificar” sus vidas en el altar de las letras.

Hay variedad de temas, sí, la apuesta es arriesgada, sí, pero los personajes que sustancian los relatos, como nómadas marítimos creo que no llegan a anclarse, a afincarse, a coger cuerpo, en definitiva, creo que les falta peso y contundencia, como para dejar huella, para que el rasguño se convierta en herida y la lectura en zarpazo.

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La sabiduría de quebrar huesos (Pablo Matilla)

Lo llamamos leer y somos nosotros rumiando palabras, en esta guerra sin cuartel pero con sillón orejero, donde matamos el tiempo, testigos del deshielo del Iceberg, del que emergerán significados y significantes, emboscados en estos quince sugerentes relatos de Pablo Matilla (Mieres, 1986), y leemos, abiertos a las interpretaciones, y no digo conclusiones para no imaginar a Baroja removerse en su tumba, porque cerrar los ojos en La sabiduría de quebrar huesos, pudiera ser dormir o bien morir, ojos que serán arrancados de sus órbitas una vez muertos facilitando donaciones, cuencas vacías como edificios en Ruina, leemos y vemos un cuerpo infantil en el suelo, el de esa Pequeña Hereje violando las normas, entreviendo un cuadro a intervalos de Degas cuando él no le tapa la visión o somos espectadores de una casa tomada en su hora cítrica, de una relación imposible que se dirimiría a zarpazos, del miedo tan común a las arañas, miedo como hilo conductor o nudo corredero, como ese Sacrificio inútil que me recuerda a los mejores relatos de Olgoso o el Deseo de nieve entre las manos de un reo que no logra sustraerse hasta su último aliento a la férula materna, a esos apegos feroces y leemos y vemos la admiración de Matilla hacia a un autor, hacia Poe y Cortázar, y ese trajinar siempre difuso de imitaciones, apropiaciones o plagios, leemos y asistimos desde nuestro orejero a la proyección de dos relatos que abren y cierran el libro: Esfir Shub y La sala del cinematógrafo, relacionados a la inversa e impregnados ambos de una aura misteriosa, de una sustancia pegajosa y viscosa que se mastica y hiede, algo proteico y multiforme que instila todos los relatos, ya sea zumbido, escozor, rugido, arañazo, miedo, pánico, ausencia, soledad, locura, violencia, dolor e incluso luz ardiente y la promesa y esperanza fragante de unas manzanas robadas.

Témenos Edicions. 2017. 160 páginas.

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Cosas aparentemente intrascendentes y otros cuentos (Pere Calders)

Esta antología que recoge 30 cuentos del gran cuentista catalán Pere Calders (1912-1994) es lo primero que leo suyo. Los relatos, cuentos y microrrelatos van acompañados con bonitas ilustraciones de Agustín Comotto y con traducción de Juan Carlos Gentile.

Creo que la intención del autor en estas piezas breves es ganarse nuestra sonrisa, risa o carcajada. Y muchas veces lo consigue. Calders maneja lo absurdo y lo fantástico y de esta manera, sustrayéndose a las convenciones, sus relatos quedan expeditos para cualquier desenlace, lo que alimenta nuestro interés, sin que sepamos nunca cómo resolverá Calders sus narraciones. Me gustan aquellos en los que el autor pone en solfa los clichés, los prejuicios, esas ideas preconcebidas con las que amasamos nuestra mirada, como en Invasión sutil, donde un mirón se empecina con un hombre al que cree sin fisuras como japonés hasta que su mujer le quiere hacer caer del burro, pues ya sabemos que no hay más ciego que el que no quiere ver. Brilla también el humor macabro en Cosas aparentemente intrascendentes, donde un inopinado incendio se lleva la vida de 300 personas, todas de buena familia. La Hedera helix me permite ver cómo mientras otros autores como Mariana Torres en sus relatos Mi cuerpo secreto, el crecimiento de un árbol en un ser humano aboca a lo truculento y al repeluco, aquí se resuelve con un final que invita a la sonrisa.
La providencia, la muerte, la reencarnación y la guerra son también objeto de análisis, para darles una vuelta, como esa Muerte que se verá obligada a concertar otra cita con un damnificado, pues éste no acepta irse así, sin haber sido avisado con antelación.
El relato más sustancioso me ha parecido La legión extranjera, donde una pareja, de jóvenes anarquistas y siempre al ala izquierda de la extrema izquierda, constatan inermes, cómo sus tres hijos, no tienen nada que ver con ellos, con su forma de pensar ni de actuar, contemplando atónitos y enfurruñados, como sus retoños, se casan, uno le sale socialdemócrata, otro separatista. Calders maneja bien el humor para poner en evidencia lo indócil del alma humana, que siempre busca su propio espacio y lugar, pasándose la disciplina del partido familiar por el forro.
En los microrrelatos finales brilla lo fantástico, como aquel señor que ante el espejo descubre que su cara pasa a ser la de su vecino y por ende acaba odiándose, sin que pueda quedarse ya a solas consigo mismo, o esa casa cuyo recibidor por circunstancias equis, tiene una forma triangular, que como ya podemos ir imaginando se irá tragando a una señora, a un cobrador de la mutua…
Y acabo con una reflexión filosófica sobre el tiempo contenida en Agujeros negros: Nosotros somos el porvenir del pasado y, a la vez, el pasado del futuro […] el hombre nunca ha tenido presente.

Volveré a Calders, sin duda.

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222 patitos (Federico Falco)

Ya no compro novelas, hay una edad en la que las historias inventadas dejan de interesar. Ahora solo me llaman la atención las biografías, los ensayos, las memorias de los grandes hombres que ayudan a entender el mundo, que explican cómo fueron, cómo son las cosas.

Esto lo afirma Ada, la protagonista de uno de los doce relatos del mismo nombre, de Federico Falco (General Cabrera, 1977) que conforman 222 patitos. Un sentimiento el de Ada que comparto. A veces al leer novelas acuso cierto cansancio como si lo ahí expresado fuera una fotocopia deslucida de la realidad o una fotografía mate del pasado, algo apagado y mortecino. Es cierto que en los ensayos, biografías y autobiografías uno encuentra a menudo el aliento que necesita, así Ordesa, por ejemplo, sin que sea necesario acudir si quiera a los grandes hombres, ni pretender el entendimiento del funcionamiento del mundo.

En todos los relatos está muy presente la muerte, humana y animal, a saber, un perro que es atropellado, en Muerte de Beba, y al que hay que buscar la manera de enterrar. Un perro que tiene una camada, en Un perro azul y su dueña va apagando, ahogándolos, uno a uno, todos los cachorros alumbrados. Otro gato, en El hombre de los gatos, cuyo dueño que está trastornado encierra en una jaula, cual pájaro, hasta que los barrotes pasan a ser una segunda piel y no queda otra que matarlo para aliviar su sufrimiento. Una madre, en Doscientos veintidós patitos, que en su juventud trató de suicidarse y en su senectud cuando acaricia la posibilidad de rematar lo que empezó se va al otro barrio merced a una bala perdida mientras toma el fresco en la fachada de su casa. O bien, en El pelo de la virgen, una niña cuyo hermano pequeño muere, mientras un compañero de clase de su hermana (de la que está prendado) se piensa culpable al sustraer los cabellos que la joven había dejado en una capilla junto a una Virgen, buscando así la sanación del hermano. O bien en Historia del Ave Fénix, el que muere es un pajarraco, en una atracción de feria, llamado a ser el Ave Fénix, reducido todo a un ardid para sacar dinero a los lugareños. Encontramos un respiro en Un hombre feliz, donde tras muchos ires y venires, el protagonista del relato encuentra la paz y la felicidad. No falta tampoco en algún relato como en Las casas en la otra orilla, el manejo de lo desconocido, la figura de ese extraño que se acerca a un menor con no sabemos qué intenciones, donde una cosa lleva a la otra, y donde salir corriendo resulta la mejor opción. Hablaba de muertos, y los muertos siguen. En El tío vidente, hay un incendio que el tío prevé y una sobrina, hacia la que siente algo que se barrunta sin llegar a explicitarse, que sería víctima del fuego, pero donde a la parca le dan cambiazo. En Pinar hay más muerte, con un relato que me recuerda mucho a Fin de Monteagudo. Se reúnen un grupo de amigos, en unas cabañas, y suceden cosas extrañas, fantásticas, donde una chica se volatiliza. En Cuento de Navidad, las reuniones familiares son el momento propicio para sacar los muertos a pasear y dejar que el pasado fluya por el presente, invocando a los que ya no están y sentándolos en el banquete del ahora.

No entresacaría ningún relato porque algunos como Doscientos veintidós patitos que ofrecen muchas posibilidades como la intención de un sucidio en una familia, narrado por una madre a toro pasado, se queda en agua de borrajas, o en Ada, esa imposiblidad de arraigar de Ada, al pasar de la ciudad al campo al casarse, su posterior desamparo, su consumirse en aquel páramo que para su marido es un oásis, tampoco me acaba de cuajar.