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No aceptes caramelos de extraños (Andrea Jeftanovic)

Andrea Jeftanovic (Santiago de Chile, 1970) plantea en estos once relatos incómodos, situaciones límite que buscan remover (y en mi caso consiguen) al lector, a través por ejemplo de la relación incestuosa mantenida entre un padre y una hija, bajo el curioso título de Árbol genealógico, donde la incitadora en esta ocasión es la hija que da la vuelta a la moral imperante como una media de seda o de esparto, creando entre ellos un mundo o paraíso al margen de todo y de todos.

En Marejadas, una llamada nocturna alertará a una madre del accidente de su hijo, lo cual da pie para que sus padres separados se reencuentren, se fundan, se renueven y arrostren la pérdida filial, siempre imposible de remediar, siempre indeseada: más abismo que horizonte, más devenir que porvenir.

En Primogénito la llegada de un bebé a una familia impele a la hermana mayor, que es una niña pequeña, a tomarla con la recién nacida llegada y hostigada y la niña (o demonio) se ensaña y se desquita con ella, borrándola del mapa, a fin de que no la saquen del tablero de juego, ante una convivencia que se piensa imposible.

En Medio cuerpo afuera navegando por las ventanas una pareja en la cincuentena trata de renovar o avivar su amor, sin saber bien qué hacer con el sexo, con su pasión extinta, con su deseo orillado o fijo-discontinuo, rescoldo avivado con el lanzazo de la infidelidad, dándole una oportunidad a una realidad virtual y pixelada, que les brinda un deseo renovado, otra piel más brillante, otro cuerpo que es el mismo y distinto, un anonimato –que no es tal- que muda lo trillado en esperanza.

En La necesidad de ser hijo (relato que ya había leído dentro de la recopilación titulada Mi madre es un pez), la autora reflexiona sobre los hijos ninguneados, marginados, ante las ínfulas revolucionarias de sus padres, crecidos estos a la buena de Dios, mientras sus progenitores trataban de cambiar el mundo, anteponiendo sus ideales políticos o su egoísmo o su irresponsabilidad, a la crianza de los hijos, los cuales llegados el momento, reivindican su necesidad de ser hijos antes de ser padres, pues hay ahí una falla, un vacío, un error proclive a repetirse.

La desazón de ser anónimos, cifra la incomunicación en la que nos movemos, la impersonalidad, ese vacío que sustituye al aliento vital, y la necesidad de nombrar las cosas, para dotarlas así de identidad, de cuerpo y sustancia, de dar un nombre al otro, para que deje de ser un fantasma, un eco, una sombra, un cuerpo ocupado, impersonal e innominado.

En la playa, los niños, lo que podría ser un día de fiesta y alegría se malogra con algo tan habitual como el ahogamiento, en este caso de un niño, y el remordimiento de una madre que no estuvo atenta y el mar, siempre vomitando cuerpos con ojos de agua.

Mañana saldremos en los titulares, uno de mis relatos favoritos, con un triangulo sexual donde un hombre se aviene con dos mujeres y luego entre ellas, con un aliento homicida que aviva la narración.

No aceptes caramelos de extraños aborda el tema de las desapariciones de niños. Aquí una niña de once años que nunca regresó del colegio. Un dolor infinito el de su madre, compartido, por todos aquellos que han vivido y viven situaciones análogas.

En Miopía, hay celos entre hermanas y abusos paternos -hacia una niña miope que a los doce años ya descubre que los labios de un hombre son más ásperos- e indiferencia materna.

En resumen, lo que aquí ofrece Andrea Jeftanovic con una prosa descarnada y depurada, sin hacer concesión alguna a lo sentimentaloide, puede llegarnos a saturar (como me pasó cuando vi Biutiful), o incluso a estrangularnos con este rosario de cuentas infelices, pues parece que no hay auxilio, ni amparo que valga ante tanto dolor y tanta tristeza y tanta pérdida, para estos humanos que pueblan los relatos, cuyo sino es fatal y trágico y quizás la única puerta a la esperanza es la que se ofrece en el último relato, en Hasta que se apaguen las estrellas, donde la muerte hace su trabajo cuando toca, no antes, aunque medien la enfermedad, los hospitales, los medicamentos, las pruebas y aunque ese estar en las últimas parezca el cuento de nunca acabar; un irse, natural, al aire libre, acompasado con el apagarse de las estrellas.

Editorial Comba. 2015. 172 páginas.

Estos últimos meses y años por estos devaneos literarios míos -aunque unas novelas las haya disfrutado más que otras- he descubierto el talento de muchas escritoras latinoamericanas, como las que siguen:

Matate amor de Ariana Harwicz (Buenos aires, 1977)
Distancia de rescate de Samanta Schweblin (Buenos aires, 1978)
Seres queridos de Vera Giaconi (Montevideo, 1974)
Nefando de Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988)
Temporada de huracanes de Fernanda Melchor (Veracruz, 1982)
La condición animal de Valeria Correa Fiz (Rosario, 1971)
Fruta podrida de Lina Meruane (Santiago de Chile, 1970)
Wakolda de Lucía Puenzo (Buenos Aires, 1976)
El matrimonio de los peces rojos de Guadalupe Nettel (Ciudad de México, 1973)
Valeria Luiselli (Ciudad de México, 1983)
Conjunto vacío de Verónica Gerber (Ciudad de México, 1981)
La dimensión desconocida de Nona Fernández (Santiago de Chile, 1971)
La ciudad invencible de Fernanda Trías (Montevideo, 1976)

A otras muchas como Cynthia Rimsky, Rita Indiana, María Moreno, Margarita García Robayo, Alia Trabucco Zerán, Paula Ilabaca, Mariana Enríquez, Paulina Flores, Laia Jufresa, Lilianza Colanzi, Pola Oloixarac, espero poder leerlas próximamente.

Lo que no está y no se usa nos fulminará

Lo que está y no se usa nos fulminará (Patricio Pron)

Me han debido dar el cambiazo al sacar este libro en la biblioteca -miraré las cámaras de grabación para confirmar este extremo- porque los adjetivos que le dedican en la contraportada del libro a la prosa que gasta en estos relatos Pron, a saber, sobriedad, ironía, originalidad y elegancia, en esta ocasión y en estos relatos no los comparto. Puede ser también que alguien -otro lector malintencionado- haya tomado posesión de mi cuerpo y me haya hecho poner el acento en relatos en los que sufro su prosa anodina, funcionarial, cansina (como en el relato Umeak kontatu zuena). Más que original hubiera preferido algo más radical, pues hacer un relato con formato de notas a pie de páginas (con una letra demasiado minúscula), o manejar los paréntesis, como el que maneja un emoticón, no acabo de verlo, o La repetición, el relato más largo, 40 páginas, creo que estira demasiado un idea mínima, o en Este es el futuro que tanto temías en el pasado, donde Pron se convierte en personaje del relato (autoficción de la que también tiraba Mairal en La uruguaya, con críticas de por medio) que echa mano de otros para suplantarlo, jugando con la idea del doble (algo que me recuerda a lo que leía en Homo Lubitz, donde un director de cine hacía lo propio), mientras va por ahí de gira literaria (que me recuerda también al Pose de Olmos). Sí he apreciado la vivacidad de Un divorcio de 1974 y los devaneos metaliterarios de Salon des refusés, relato que se hace en directo, en el que iremos viendo cómo se toman esas decisiones que se supone es narrar, Piglia dixit. En esta ocasión -y no acabo de entenderlo, pues las dos novelas que había leído de Pron las había disfrutado mucho, lo que me ha fulminado ha sido el aburrimiento. Me ha ganado el tedio por K.O así que fuerzas no albergo para proferir nada más.

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El cuerpo secreto (Mariana Torres)

Lo siniestro y lo macabro se hermanan -ya desde la portada, con una joven ahorcada- en estas piezas breves -algunas de apenas un párrafo- donde la sustancia narrativa brilla por su ausencia en la mayoría de las piezas, que son como imágenes que se nos presentan cual fotografías espeluznantes que en todo caso tendrían la capacidad de revolvernos y horripilarnos, pues la mayoría de los cuentos abundan en lo escabroso, en lo sórdido, en lo tenebroso. El efecto de los textos de Mariana Torres (Angra dos Reis, 1981) me resulta demasiado limitado, tanto como su alcance, que va poco más allá del de una declaración de intenciones, de los relatos que estén por venir, si fuera el caso.
Leyendo esto tengo la sensación de hallarme ante la presencia de unos textos que parecen elaborados en un laboratorio y madurados no al aire libre, sino en una cámara frigorífica, la de una sala de autopsias, por ejemplo.
Relatos que son como esa fruta que tiene muy buena presencia (aquí serían manzanas con gusano), pero que no (me) saben a nada.

Páginas de espuma. 2015. 136 páginas

La noche en que caemos

La noche en que caemos (Alejandro Morellón)

Hay autores que fían sus relatos a un léxico abundante y deslumbrante como Escapa (Mientras nieva sobre el mar) u Olgoso (Los demonios del lugar). Otros demuestran su fértil imaginación como Chirinos (La manzana de Nietzsche) o Pàmies (Si te comes un limón sin hacer muecas) y otros sacan a pasear su lado más salvaje como Sergi Puertas (Estabulario), Valeria Correa Fiz (La condición animal) o Jon Bilbao (Estrómboli). En el caso de Alejandro Morellón, su estilo me parece una incógnita para la que no tengo, de momento, ecuación. Leyendo esta gavilla de relatos que forman La noche en que caemos (ganador del 51º premio Fundación Monteleón Libro de cuentos 2013) tenía todo el rato la sensación de que las narraciones se sucedían a medio gas, que precisaban algo más salvaje, más bestia, algo que me removiera de veras, pero una vez finalizada la lectura creo que el estilo de Morellón es este, el de un terror o desazón asordinado, como se manifiesta en relatos como La noche en que caemos (ese elemento espacial me trae en mientes el fantástico relato de De Lillo, Momentos humanos de la tercera guerra mundial) o La herida, aunque sí es cierto que hay también alguna concesión a una vis más burra y humorística en Una máquina excelente. El palíndromo de Nadia es un experimento curioso, que me recuerda en aquello de jugar con la temporalidad de la narración al relato Wife in reverse de Dixon. En Plato de sopa sin retorno parte de la sorpresa nos la hurta el mismo título. Ta i sí que me ha sorprendido, pero una vez pasamos de lo real a lo fantástico el relato ya va como gallo sin cabeza o como un taxi sin paradas, que viene a ser lo mismo. Cuando el niño era niño me recuerda a una novela que leí hace nada de Moyano (La hipótesis de Saint-Germain), que abordaba también la inmoralidad. El relato de Morellón ofrece muchas posibilidades pero no las explota, pues juega con pólvora mojada. Diana sigue sin venir me recuerda bastante a otro relato de Morellón, a El estado natural de las cosas, con un final que cambia la estratósfera por el abrazo con ese manto gaseoso y postrero que es la atmósfera.

No sé si la novela con la que Morellón quedó finalista del Nadal, Y he aquí un caballo blanco, verá la luz algún día.

Una cosa más antes de acabar. No entiendo por qué motivo este libro tiene una letra tan chica (algo así como una Arial 9) cuando hay unos márgenes generosos que podrían reducirse y que permitirían así aumentar algo más el tamaño de la letra sin que se sumasen muchas más páginas, lo cuál tampoco creo que fuese un mayor problema, pues el libro tiene apenas 140 páginas.

Las reseñas de todos los libros citados están en el blog, por si queréis echarle un ojo. O los dos.

Eolias ediciones. 2013. 140 páginas.