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Azucre

Azucre (Bibiana Candia)

Azucre
Bibiana Candia
Pepitas de Calabaza
2021
145 páginas

En 1853, cientos de jóvenes gallegos se embarcan con idea de hacer las américas, para regresar a su hogares convertidos en adinerados indianos. El lugar de destino es Cuba y sus plantaciones de caña de azúcar. Esa es la expectativa y su ilusión. La verdad será mas cruda y sangrante. El viaje, cruzando el charco, lo será en vaivén hacia el corazón de las tinieblas, no obstante asoleadas, calcinadas por un sol de injusticias; muchas serán las arrostradas. Injusticias siempre alentadas por la avaricia.
Sobre la noticia de estos esclavos gallegos, Bibiana Candia (A Coruña, 1977) construye, no tanto una novela histórica ladrillar, sino algo más ligero, una nouvelle en la que dar voz y cuerpo a todo este bloque de jóvenes gallego, en apariencia indisoluble, asumido desde una voz que es el «nosotros», pero que luego como un ladrillo bajo la acción de la maza, se ve desmenuzado en personas de carne y hueso como Orestes, el Rañeta, el Tísico. Hermanados todas estas pobres almas en su desamparo e indefensión. Mayúscula es la sorpresa, al ser ellos, jóvenes blancos españoles, los que correrán la misma suerte que sus hermanos negros y criollos.
Esas voces que no pudieron apagarse entonces, que surcaron los mares hasta llegar a sus destinatarios en formas de epístolas, son las que avivan y dan cuerpo y alma a este relato que leído del tirón resulta aristado, y por eso lacerante.

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Ni Fuh ni Fah y otras historias del ancho mundo (Julio Camba)

Se cumple el 28 de febrero el sesenta aniversario de la muerte de Julio Camba.
Los setenta y dos artículos recogidos en este libro publicado por Pepitas de Calabaza, son jocosos y vigentes, dado que sus reflexiones de todo tipo, fruto de una mirada sagaz e inteligente, hoy leídas, captarán, a nada que el lector sea mínimamente despierto, su interés.
El tono socarrón e irónico de los artículos, su reducida extensión, la falta de arabescos en los textos, por parte de un autor que no se consideraba escritor, dado que tal apelativo le resultaba pedante, dota el artículo de la expectativa y su materialización.
Cuando uno prende hoy la televisión y ve a un majadero belicoso y macilento afirmando que no le teme a la guerra, ante semejante desprecio por las vidas propias y ajenas, aferrarse a los textos de Camba deviene casi una necesidad, un a-premio.

Yo sintetizaría así la historia de Rusia: primero, clases: luego, lucha de clases, y, al final, todo cuarta clase. Ahí lo tienen. Camba en estado puro. Se puede uno enrollar como una persiana, soltar un discurso y llegar a creérselo, pero Camba, que vio y vivió mucho mundo, regresó de sus múltiples viajes con la mirada bruñida en el pedernal de la experiencia, mirada desencantada, escéptica, lúcida y por eso deslumbradora. No necesitaba Camba hablar de oídas, ni reproducir como un loro lo que otros pensaban.

Camba era un pionero. Leer estas crónicas suyas hace cinco décadas tuvo que ser la leche. Sus artículos los leo como una especie de gabinete de las maravillas o curiosidades, en las que el autor te habla de los caballos inteligentes de Elberfeld que sabían hacer complicadas operaciones matemáticas, de las sempiternas (a su pesar) patillas del emperador Francisco José, de los gatos lisboetas (y la relación entre los mininos y el grado de civilidad de un país), del creador del paraguas, de la necesidad de los británicos de juntarse en un club para callarse, de la increíble y nada creíble soledad de los multimillonarios como Rothschild, del jugador puro que es el jugador mental, o del gastrónomo olfativo que bien sabe que el aroma es el alma de todo buen producto, o bien de las manifestaciones del final de ciertos comportamientos, profesiones o guías de viaje; ya sean los matones, los duelistas, los aireadores de buzos, la Baedeker. O aquello que convierte a un escritor inédito circunstancial en otro en esencia. En fin que con Camba no te aburres, al contrario. Su humor actúa como un bálsamo, como un lenitivo.

Julio Camba en Devaneos

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Los que sufren (Pablo González Sánchez)

Los que sufren
Pablo González Sánchez
editorial dosmanos
2021
190 páginas

El mundo avanza gracias a los que sufren

La novela Los que sufren de Pablo González Sánchez (Puerto de Santa María, 1994) nos lleva al pasado. Las acciones de la banda terrorista E.T.A en Andalucía, la respuesta policial, la guerra sucia, la canción La cadena de Juan Pardo nos sitúan en 1983.

El narrador nos cuenta su historia. No es un narrador fiable, a sabiendas de sus atributos: locura, idoicia (así el texto llega a dislocarse).

Relato el de Pablo febril, delirante, en un terruño masticado por el sol. Tiempo consumido en corridas de toros, ventilándose sol y sombras, asistiendo a peleas de gallos, a la guerra sucia que emponzoña y parangonea a unos y otros. Y ahí está nuestro narrador en todos estos saraos, víctima de la violencia contra las personas, contra los animales, y él mismo como protagonista estelar en la muerte de su padre, confesión hecha en el vestíbulo de la novela.

La figura paterna entrevista como una sombra animosa, un árbol que ha de ser talado. Y el confeso asesino requiere la intervención de su padre y hermano, no la de la madre muerta (sin que alcancemos a conocer cuál fue la participación de su padre en la misma), precisa su comparecencia en su cerebro para explicarse y expiarse, para darse la aprobación y una suerte de imposible redención, ya que la única y verdadera liberación llega con la muerte.

El sufrimiento, un gigantesco corazón convertido aquí en fiereza y garra, en un delirio literario embriagador, en luces que nos llevan al galope hacia la salida, hacia el cartel de EXIT(us).

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Hamnet (Maggie O’Farrell)

Pocas cosas son capaces de conmovernos tanto como la muerte de un hijo. La novela de Maggie O’Farrell (con traducción de Concha Cardeñoso) es, en gran medida, el relato de un duelo. La manera en la que una madre, Agnes, afronta la muerte de su retoño: el pequeño Hamnet. El padre de la criatura es Shakespeare (pero aunque se llamase John Done, el resultado sería casi el mismo, a no ser por su final, en la que realidad y ficción se (con)funden). Figura que resulta velada, alejada. Nacen sus hijos, y él para sentirse vivo ha de poner tierra por medio. Los hijos, las tareas domésticas, la cercanía de sus padres son un pozo negro en el que se ve sumido y del que necesita salir para así poder respirar y darse a su pasión: la escritura.

La crianza de los tres hijos corre a cargo de su mujer. La novela comienza con la convalecencia de su hija Judith. Parece que va a morir. Su hermano mellizo Hamnet, haría cualquier cosa por salvar su vida y entregar la suya a cambio. Literal. La narración hace confluir la historia presente, la enfermedad de Judith (la peste como contexto) con el momento en el que Agnes conoció al preceptor de latín y de aquellos polvos estos lodos.

La narración es ágil, telegráfica. Las frases son cortas (¿saben de esa sensación en la que vas quitando frases, una tras otra, y aquello “resiste” igual?). El lenguaje resulta eficaz (si la pretensión de la autora fue la de dejar el rostro del lector como una parabrisas, sin dar abasto ante un brutal aguacero). El tema elegido es uno de esos que conciernen a todo pichigato. Nada es más desgarrador que ver morir a un hijo, asistir a su final, velarlo y luego amortajarlo, para ver como desaparece entre terrones de tierra. Y luego la ausencia, el dolor, el duelo…

Si, todo esto es emocionalmente dramático, desolador, desgarrador (sumemos todos los epítetos que queramos), pero la novela, en términos literarios (más allá de la capacidad que tiene la literatura para crear personajes de ficción más reales que los propios), me ha dejado tan frío como si mi naturaleza hubiera devenido permafrost.