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Vanas repeticiones del olvido. Obra dramática reunida (1992-2022); Eusebio Calonge

Dice Eusebio Calonge en una entrevista que la escritura nace de un grito. Lamento entonado aquí por un corifeo de personajes marginales, que lejos de musitar el estribillo alegre de la autorrealización, el éxito o los sueños cumplidos, manifiestan el ruido fiero de la podredumbre, la miseria, el fracaso, entonada por difuntos, tullidos, prostitutas, ¿locos? (Han hecho que tus razones no parezcan más que los gritos de un loco), payasos venidos a menos, presos, condenados, contrahechos.
Seres condenados a la desdicha, el hambre, la sed, el desamparo, las encrucijadas, para quienes solo existe, no el pan candeal, fragante y tierno del paraíso, sino el carbón negro del purgatorio.
Vagabundos, errantes, enterrados en vida, perdidos sin norte, con bolsillos vacíos y un porvenir careado, si no apestoso. Artistas sin público, sin carpa, sin aserrín, no vistos por nadie, pululan, menudean como sombras o fantasmas o espectros que (paradójicamente) asustan de puro carnales como son.
Muros que los albergan o encierran. Soñadores fracasados, oxímoron, si pensamos que el sueño es el terreno del éxito y la realización personal. Esperanza, no en qué, sino en quien.
La marcha fúnebre de una famélica legión de fantasmas, espectros, animas insepultas, muertos en vida, embalsamados en vida.
Humor negro: una residencia de personas mayores como un campo de concentración..

Leo, por boca de Rampló:

Todavía hay para quienes las palabras
significan algo
.

Así es, palabras, las contenidas y reunidas en estas veinte obras teatrales, muy capaces de emocionar y remover al ser leídas, en el momento, y al ser reverberadas después. Así resuenan las palabras del pedófilo, cascarón vacío despojado del monstruo; las de la joven María que va camino de la muerte, a través del purgatorio del cáncer, y los poemas como válvula de escape, una escritura contra el dolor; las de Camuñas: «habría que defenderse de quienes nos arrastraron hasta aquí, de quienes nos envenenaron la sangre»; las de Marcial: «por eso no podemos ver al enemigo, porque tiene nuestro mismo rostro: el odio nos hace iguales».

«Un cadáver al que no dejan descansar porque lo necesitan como reliquia que venerar o como restos que profanar. Podre, hedor y descomposición llenando sus discursos vacíos, un cadáver que arrastran a su horizonte»

O las palabras del Maestro:

Ya está todo pagado… He pagado tantas veces… He pagado con mi vida a cambio de vuestro olvido como de vuestro silencio. A cambio de ser pisoteado…, aplastado contra la tierra… La tierra en mi boca, en mis ojos, cubriendo mis ojos, empapando mi sangre. Tanta sangre debajo de la tierra. Sangre de todos los que no tienen nombre, un surtidor que nadie escucha. ¿Quién escucha al que grita desde la historia?

Obras de Eusebio Calonge reunidas por obra de Pepitas Calabaza, y la mayoría interpretadas por la compañía teatral La Zaranda.
Dicen que para leer una obra teatral es menester realizar una lectura escénica. No sé si he sido capaz de haberla llevado a cabo o no, pero si sé que estas obras (cuya lectura me ha tenido ocupado, entretenido y emocionado durante todas las navidades) me traen en mientes una canción de Sabina, aquella del rosario de cuentas infelices que calla más de lo que dice, pero dice la verdad.
Aquí hay mucha verdad y mucho arte. El del artista capaz de servir de transmisor entre la soledad de un ser humano y el infinito.

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El tiempo recobrado (Marcel Proust)

En el último volumen de la saga el narrador vuelve al salón de madame Verdurin. Y lo hace a través de la narración de los hermanos Goncourt, recogida en sus Diarios. Ofrece así otro punto de vista al de Proust. No parece que esas figuras que encarecen los Goncourt sean tales, una vez medie la intimidad y así le sucede al narrador al leer cómo se alababan ciertas personas que no deberían ser objeto de alabanza.
Me recuerda esto la canción de Los Secretos: pero cómo explicar que me vuelvo vulgar al bajarme de cada escenario.

Si los hechos históricos apenas permean la narración más allá de caso Dreyfus, en este último volumen nos encontramos insertos en la primera guerra mundial y aunque al narrador le parezca mentira que a una sola hora en coche de París se esté librando una guerra y sigan viviendo a cuerpo de rey, las malas noticias también vienen del frente, se sabe la cantidad de vidas jóvenes que la guerra está segando, como las 600.000 alemanes muertos en la batalla de Méséglise, y llevándolo al terreno particular, Roberto, el amigo del narrador, que aquí tiene mucho peso, muere en el frente. Mejor suerte correrá Morel que volverá del frente con una cruz de guerra.

Presente, otra vez, monsieur de Charlus, cuyo deterioro físico se hará visible, porque aquí uno de los personajes principales es el Tiempo. El mismo que el narrador se empecina con sus resucitaciones de memoria, en recuperar o recobrar, como si su ser fuera una mina a cielo abierto, cuya extracción de sí mismo, en un aluvión de recuerdos fuese su último empeño y también su legado.

Si Boecio recurría a la escritura, a la filosofía y a Dios para obtener un consuelo en sus últimas horas antes de morir, Proust, enfermo los últimos años de su vida, necesita de todo este lenguaje para crear un universo que pueda habitar y recorrer, buscando la esencia de las cosas, fuera del tiempo.

Y Proust piensa mucho aquí en su escritura:

me daba cuenta de que ese libro esencial, el único libro verdadero, un gran escritor no tiene que inventarlo en el sentido corriente, porque ya existe en cada uno de nosotros, no tiene más que traducirlo. El deber y el trabajo de un escritor son el deber y el trabajo de un traductor.

Para el escritor, el estilo es como el color para el pintor, una cuestión no de técnica, sino de visión.

Los verdaderos libros deben ser hijos no de la plena luz y de la charla, sino de la oscuridad y del silencio.

La obra del escritor no es más que una especie de instrumento óptico que ofrece al lector para permitirle discernir lo que, sin ese libro, no hubiera podido ver en sí mismo.

Volviendo al Tiempo, las reminiscencias en cuanto a la magdalena en la infusión de té, para el narrador son equivalentes a las que pueden encontrar en las Memorias de ultratumba, o en Sylvie de Gérard de Nérval. También en la obra de Baudelaire.

Decía que Roberto ocupa aquí un papel relevante, y también el narrador recupera la figura de Rachel, una de sus novias y la relación que está mantiene con Berma, la actriz de la que el narrador, entonces un crío, se quedaba prendado en El camino de Swann.

Si morir es ir apagando las luces en nuestro interior, como si de una casa se tratase, y próximamente vacía, así el narrador ya al final se plantea escribir una obra, que ya estaba escrita, después de 3743 páginas de texto bien apretado, y piensa en el rostro de su madre en el beso de buenas noches que anhela y no llega y así el círculo se cierra y el final es el comienzo.

Seis meses en compañía de Proust. No ha sido tiempo perdido, pero dudo que haya dejado en mí la semilla de la relectura.

En busca del tiempo perdido.

1. Por el camino de Swann
2. A la sombra de las muchachas en flor
3. El mundo de Guermantes
4. Sodoma y Gomorra.
5. La prisionera
6. La fugitiva
7. El tiempo recobrado

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La mano de nieve (Manuel Fernández Labrada)

La mano de nieve
Manuel Fernández Labrada
Ediciones Libertarias
2015
191 páginas

Nemo (nadie, en latín), el personaje de la novela de Manuel Fernández Labrada (responsable del magnífico blog literario Saltus Altus), puede traernos ecos de una novela de Gonzalo Hidalgo Bayal publicada el año siguiente a esta, titulada así, Nemo, como su personaje.

Aquí, Nemo también es un forastero que llega a un pueblo innominado persiguiendo una sombra, a Dora, personaje que opera como un macguffin. Lo que sabemos de ella, viene de oídas, fruto de la especulación, de la maledicencia, de los dimes y diretes o quien sabe si de la cruda realidad que exige ser confirmada. La narración de Nemo, en primera persona, se ofrece al lector como una pesquisa.¿Quién es Dora? ¿Qué relación tenía Dora con Teo, el hermano de Nemo, muerto en un accidente de tráfico, de quién Dora era su ahijada? ¿Qué pinta en todo este asunto ese abogado arribista, metomentodo, hocicón?

El encuentro entre Nemo y Dora se irá posponiendo, mientras a Nemo le irán saliendo al paso personajes de lo más pintorescos, pues sin poder alojarse en el hotel rural, en el que conocería a Dora, que lo regenta, encontrará cama y techo en una casona de un pueblo; casa que sin ser victoriana, presenta un aire misterioso, como sacada de un cuento de Edward Bulwer-Lytton, al igual que los habitantes de la misma: Segis, un joven naturalista que pasa el tiempo nocturno cazando insectos en sabanas blancas; Domiciano, viudo, el padre, atizado antaño por un tren y hogaño siguiendo muy de cerca el curso del mismo desde las vías que acarician la valla de la huerta, persiguiendo el fantasma de la titiritera que dejara en su corazón la semilla de la ausencia, de la que brotaría después la flor venenosa de la locura y sus malabares; Dina, la hija, escritora inédita, encadenada a la casa, al padre, al hermano, a un porvenir alicorto entrevisto por la mirilla de una puerta clausurada, con tendencias suicidas y una mano mellada.

Ese pequeño mundo, tan bien descrito por el autor, que Nemo habitará durante las semanas vacacionales estivales, en ese pueblo, es el meollo de la novela. Y aunque a Nemo le mosquee que lo tilden de turista, sabe que lo es, pues nunca alcanzará el estatuto de forastero, de aquel capaz de enraizar en tierra ajena, y aunque Dina se empecine en vivir vicariamente a través de sus novelas románticas, Nemo sabe que los príncipes azules son un cuento, y lo más que se ve capaz de ofrecer es un mínimo interés hacia lo que escribe Dina; metáfora esta de todo escritor cuando soplan los vientos de la inseguridad y el desvalimiento.

Manuel Fernández Labrada en Devaneos

Ciervos en África
Al brillar un relámpago escribimos

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La fugitiva (Marcel Proust)

«La fugitiva» o también «Albertina desaparecida«, sexto volumen de la saga de En busca del tiempo perdido. Acababa La prisionera con Albertina dándose a la fuga, sin avisar. Ahora, en «La fugitiva», se impone la ausencia de la fugada.

Proust que es muy capaz de analizar un pensamiento o un sentimiento durante trescientas páginas, aborda aquí la situación en la que se queda el narrador. Ahora que Albertina no está, la echa de menos y trata de formularse la naturaleza del amor que hacía ella creía sentir, para recorrer (rememorar) los tiempos pasados juntos, a revestirlos de esa sustancia pegajosa que es la melancolía.

Cuando Albertina desaparece el narrador siguen dándole vueltas al tema de los celos, a cómo afrentar los supuestos devaneos de Albertina (su querer hacia otras mujeres), que Andrea -amiga del narrador y a quien este volverá a frecuentar tras la muerte de Albertina- le confirmará.

De nuevo el flujo de conciencia toma la primera mitad del libro, con un caudal inagotable de pensamientos y sensaciones que el narrador necesita infligirse y evacuar para poder arrostrar la pérdida y la ausencia. Y a pesar de tamaña labor de introspección, me resulta todo muy literario pero escasamente conmovedor, pues hay mucha psicología pero muy escasa emoción. Al menos así lo he leído, con mucho distanciamiento cuando lo leído se me antoja absurdo de todo punto de vista.

El narrador ha tenido a Albertina retenida, oculta a los ojos de los demás, preocupado este no por hacerla feliz, sino por erigirse en su amo y señor, privándola de sus deseos (desviaciones para su captor), y cuando Albertina se va, en lugar de afrontar el narrador que lo que ha hecho ha sido una patochada, sigue construyendo castillos en el aire, buscando a otras mujeres que mantuvieron relaciones con Albertina, como Andrea, para de esa manera ¿recuperarla?.

En un momento determinado el narrador recibe una carta de Albertina en la que le avisa de que ha sufrido un accidente montando a caballo. La da por muerta. La pérdida deviene definitiva. Luego, más adelante, recibe otra carta en el que le hace saber que está viva y que desea regresar. El narrador sigue en sus trece, la da por muerta y abunda en la idea de olvidarla. Parece Proust empeñado en tratar unos temas determinados, sean los celos, el olvido, la ausencia, la memoria, y hace casar los temas aunque chirríen y no casen con la realidad. De alguna manera parece que quisiera compararse con Swann, sufrir los mismos celos que este experimentó con Odette, pero en su caso resultan artificiales, impostados.

Saldrá el narrador por un momento de su ensimismamiento y con su madre se marcha unos días a Venecia (viaje proyectado y deseado hace mucho tiempo)

«Y de este modo los paseos, aun los simples paseos para hacer visitas y doblar tarjetas, eran triples y únicos en Venecia, donde las simples idas y venidas mundanas toman al mismo tiempo la forma y el encanto de una visita a un museo y de una excursión por mar».

A su regreso de Venecia el relato da cuenta de dos bodas. Por una parte Saint-Loup, el amigo del narrador se desposa con Gilberta, la hija de Swann y Odette; por otra: la boda de la sobrina de Jupien con el sobrino de Legrandin.

Hay ecos en este novela también de Gomorra, pues Gilberta descubre que a su marido no le gustan todas las mujeres, sino ninguna. Al igual que a su tío Monsieur de Charlus le gustan los hombres. El narrador sigue identificando a los homosexuales por su voz, por sus maneras afeminadas; una herencia maldita, una tara, leemos.

A mi parecer, este es el libro más flojo de los seis de la saga, leídos hasta el momento.

A ver qué me depara el último libro de la saga: El tiempo recobrado.

En busca del tiempo perdido.

1. Por el camino de Swann
2. A la sombra de las muchachas en flor
3. El mundo de Guermantes
4. Sodoma y Gomorra.
5. La prisionera