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La Brigada 22 (Emilio Gancedo)

Julio Llamazares debutó en la novela con Luna de Lobos, una historia de maquis. Emilio Gancedo (León, 1977) hace lo propio en La Brigada 22, pero sin la espesura ni feracidad de aquella.

Sabemos que leer consiste para el lector en dejar en suspenso su incredulidad, aquí, abismados en los confines de la fábula se nos exige incluso demasiado, pues creo que las líneas narrativas casan de una manera muy forzada, juntando los destinos de Francisco, ciudadano de provincias gris y anodino, asperjado por las letanías domésticas diarias de su madre, que descubrirá el veneno del periodismo, para acabar tirándose al monte, llevándose a la espalda al teniente Tosantos encargado de investigar las andanzas de un grupo de militares, sitos estos al margen del tiempo, en un pequeño espacio fragoroso en la montaña, que siguen resistiendo al fascismo, desconocedores del advenimiento de la democracia.

Gancedo registra bien el día a día en la ciudad, el eterno retorno (aquí pienso en lo que decía Piglia: el héroe que se enfrenta con la monotonía, la repetición, la vulgaridad y el tedio y pasa otro lado, es clave en la construcción de la forma de la novela), plomizo, mate, de Francisco allá por los años ochenta del siglo pasado. Y gana muchos enteros cuando la acción se traslada a campo abierto. Gancedo tiene callo después de haber escrito Palabras mayores y sabe situar bien las palabras por boca de los mayores: la madre de Francisco, el barrendero, el pastor, aunque a veces las proclamas salmódicas de la madre acaban resultando incluso caricaturescas, transitando entonces la narración a tiro hecho.

La Brigada 22 se puede entender como un ejercicio de resistencia, la encarnación de un ideal, la defensa de unos principios que muchas corrientes trataron y tratarán de desbaratar, defendiendo el blanqueamiento histórico, la desmemoria, el olvido, o recurriendo directamente al falseamiento y a las mentiras, fiándolo todo a la muerte de la inteligencia.

Pepitas de Calabaza. 2019. 275 páginas

Lecturas periféricas

Dicen (Susana Sánchez Arins)
La noche feroz (Ricardo Menéndez Salmón)
Luna de lobos (Julio Llamazares)

Para una tumba sin nombre

Para una tumba sin nombre (Juan Carlos Onetti)

Leer a un autor muerto tiene algo siempre de homenaje póstumo. Como afirma aquí Aínsa, Onetti, apartado voluntariamente de los saraos e inmune a la corrosiva vanidad literaria, no tuvo nunca muchos lectores en vida. Después de su muerte creo que esto tampoco ha cambiado. Quizás todo esto tenga que ver con lo que afirma Ricardo Piglia en su libro Teoría de la prosa, a saber, la referencia política actúa como un elemento atado a una función interna en la historia, nada que ver con el agregado progresista de alguien que enuncia en un texto posiciones políticas para dejar contentas a ciertas redes de lectores o a ciertas buenas conciencias que necesitan que esos elementos circulen en un relato. Por otra parte como afirma también Piglia, Onetti aspira a que sus textos sean leídos solamente en relación a sus propios textos. Esto evidentemente presenta al lector ciertos inconvenientes, tal que te metes de lleno en el universo Onettiano de Santa María, y vas descubriendo los ecos, correspondencias, relaciones, solapamientos, en el espacio y en el tiempo de ese mapa en 3D o te quedas a dos velas.

Lo que presenta Onetti aquí es un texto autorrefencial, donde se van alternando el punto de vista del narrador con testimonios de otros personajes, en cuanto a unos hechos de los que podemos dudar de su veracidad, a cuenta de una mujer, Rita y un chivo blanco, presencia animal que nos puede recordar al gallo de El coronel no tiene quien le escriba. Rita se prostituye aquí para que al chivo, al muy cabrón, no le falte de nada. Bien puede ser esto falso, pues el narrador reconoce haber contado algunas deliberadas mentiras.

Sobre hechos inciertos y diferentes puntos de vista, Onetti emplea la narración para conocer, si bien el saber siempre es elusivo, correoso y aquí aún más. Lo que se me hace muy visible es la atmósfera opresiva, decadente, lúgubre, miserable, en la que transcurre la narración. Hay imágenes muy poderosas como aquellos momentos de la carreta camino del cementerio que me abocan a Mientras agonizo de Faulkner de quien bebe Onetti.