La lectura hace al hombre completo, la conversación lo hace ágil, el escribir lo hace preciso.
Francis Bacon
Historias encontradas de Eduardo Berti me puso en la pista de Julio Ramón Ribeyro (1929-1994). Un amigo me recomendó leer Prosas apátridas. !Bendita sugerencia!. Estas prosas apátridas como las denomina Julio son algo parecido a descartes que no cabían en otras novelas y ensayos, y que se reúnen aquí, en 200 parágrafos y que creo que cifran bien la agudeza y buen hacer de Ribeyro.
Se hablan de muchas cosas en estos apuntes autobiográficos que me recordaba en parte a algo que leí recientemente de Quignard, pero sin la presunción y gravedad de este. Ribeyro se nos muestra más mundano, más accesible, más de andar por casa, donde su mirada se dirige hacia una realidad escurridiza, ininteligible (mientras leía esto en un banco, se me acercó un chucho homérico a oler mi zapato, mientras su dueña lo llamaba a voz en grito, con un !Argos, deja en paz al señor!), donde reina la confusión y el caos, donde la razón se sustrae y da paso al hombre que es poco más que un punto de vista, una mirada, un espectador que contempla y asume nuestro paso fugaz por la vida, un tránsito con escaso brillo, con unos pocos momentos gloriosos («no hay nada más duradero que el instante perfecto«) y lo dice alguien que gozó de la fama literaria, un Ribeyro que mete a su hijo en la narración, para hablarnos de la irrupción de un niño en el hogar como la de los bárbaros en el viejo imperio romano. Un niño que crece, y le lleva a Ribeyro a decir: «Es falso, pues, decir que los niños imitan los juegos de los grandes; son los grandes los que plagian, repiten y amplifican, en escala planetaria, los juegos de los niños».»Un niño que crece y se alimenta de nosotros, de nuestro tiempo y que se construye con las amputaciones sucesivas de nuestro ser«.
Ribeyro diferencia erudición de cultura: «La cultura no es un almacén de autores leídos, sino una forma de razonar. Un hombre culto que cita mucho es un incivilizado«. Se afana a su vez en la demolición las imágenes edificantes, que le resultan, además, cargantes. Critica esta llamada era de la información: «La información no tiene ningún sentido si no está gobernada por la formación«. Reflexiona sobre su oficio de escritor: Lo que debe evitarse no es la afectación congénita a la escritura, sino la retórica que se añade a la afectación. Ataca el barroquismo, aquel que convierte la literatura en decoración verbal. Deja recaditos para los críticos: La evidencia de que nadie lee los exhaustivos trabajos sobre cualquier clásico de la literatura, perpetrado por los críticos literarios, pasados unos años porque «Los críticos trabajan con conceptos, mientras que los creadores con formas. Los conceptos pasan, las formas permanecen«. Se pregunta sobre nuestro afán por comprar libros, muchos de los cuales nunca leeremos: «El libro es una garantía de inmortalidad y formar una biblioteca es como edificar un panteón en el cual le gustaría tener reservado su nicho«. Reflexiona sobre los comentarios sobre sus libros: «Una buena obra no tiene explicación, una mala obra no tiene excusa y una obra mediocre carece de todo interés. En consecuencia los comentarios sobran«. Y en su labor de demolición, nos brinda esto: «Quizás lo que puede devolvernos el gusto por la lectura sería la destrucción de todo lo escrito y el hecho de partir inocente, alegremente de cero«. Hay espacio para el humor como la anécdota en la que le confunden con Gabriel García Márquez.
Se nos olvida la importancia del alfabeto, algo que si lo pensamos un poco se me antoja casi milagroso.
El hecho material de escribir, tomado en su forma más trivial si se quiere -una receta médica, un recado- es uno de los fenómenos más enigmáticos y preciosos que puedan concebirse. Es el punto de convergencia entre lo invisible y lo visible, entre el mundo de la temporalidad y el de la espacialidad. Al escribir, en realidad, no hacemos otra cosa que dibujar nuestros pensamientos, convertir en formas lo que era solo formulación y saltar, sin la mediación de la voz, de la idea al signo. Pero tan prodigioso como escribir es leer, pues se trata de realizar la operación justamente contraria: temporalizar lo espacial, aspirar hacia el recinto inubicuo de la conciencia y de la memoria aquello que no es otra cosa que una sucesión de grafismos convencionales, de trazos que para un analfabeto carecen de todo sentido, pero que nosotros hemos aprendido a interpretar y a reconvertir en su sustancia primera. Así, toda nuestra cultura está fundada en un ir y venir entre los conceptos y sus representaciones, en un permanente comercio entre mundos aparentemente incompatibles pero que alguien, en un momento dado, logró comunicar, al descubrir un pasaje secreto a través del cual podía pasarse de lo abstracto a lo concreto, gracias a una treintena de figuras.
Ribeyro le da vueltas a la idea de memoria colectiva, que no es memoria, es desmemoria. «El hombre no puede al mismo tiempo enterarse de la historia y hacerla, pues la vida se edifica sobre la destrucción de la memoria». «Como somos imperfectos, nuestra memoria es imperfecta y sólo nos restituye aquello que no puede destruirnos«.
Da sabios consejos para los cuarentones. «A los cuarenta, llega el momento de la suprema elección, pues se trata de escoger entre la sabiduría o la estupidez«.
Leyendo todo esto, compruebo que los textos seleccionados no hacen justicia a lo bueno que es el libro, así que les invito a leer el libro directamente y olvidarse de todo esto. Pero antes, lean una última cosa. Es posible que cuando Ribeyro escribía sobre el artista de genio, él se considerara como tal, o puede que no. Lo evidente es que Ribeyro con estas prosas apátridas nos invita a mirar y a pensar.
«El artista de genio no cambia la realidad, lo que cambia es nuestra mirada. La realidad sigue siendo la misma, pero la vemos a través de su obra, es decir, de un lente distinto. Este lente nos permite acceder a grados de complejidad, de sentido, de sutileza, de esplendor que estaban allí, en la realidad, pero que nosotros no habíamos visto«.